La
lectura es un estado de ánimo, depende del contexto del lector en un momento
concreto. Hace diez años compré Espuelas de papel, la novela de Olga Merino,
comencé a leerla y, ahora desconozco el motivo –fue un tiempo de mudanzas, de cambios,
de llegadas…-, acabé abandonándola. Durante todo ese tiempo, ha permanecido en
los estantes donde se mezclan los libros disfrutados con los que no fraguaron,
hasta que lo re descubrí hace unos días para rescatarlo del purgatorio.
A
menudo los críticos sesudos ensalzan a un tipo de novelista presuntamente
intelectual, que aborda los grandes temas de la humanidad con historias
aburridas, grises, tan elevadas como faltas de humanidad. Esos mismos críticos
y lectores sibaritas endosan a veces calificativos demoledores. Hay uno de
ellos que me llama la atención: costumbrista, porque viene cargado de
connotaciones negativas que huelen a kistch, a folclore.
Durante
años el realismo no estuvo bien visto por los novelistas que se sentían
modernos o por los críticos de vaticinan la muerte de la novela. Había que ser
innovador, plantear estructuras complejas, nuevas formas de contar, encontrar
puntos de vista diferentes, narradores audaces…Pamplinas. Yo siempre preferiré
el realismo de Delibes o de Marsé, por citar a algunos de sus maestros.
Lo
que funciona es una buena historia, unos personajes que nos hagan sentirla y un
estilo que nos resulte envolvente para que nos acompañe durante el camino.
Espuelas de papel me cuenta una historia doblemente cercana: la de los
emigrantes andaluces en Cataluña, la de los derrotados por la guerra. Y lo hace
a través de un puñado de personajes por los que me resulta inevitable sentir
una enorme empatía: Juana, la joven protagonista que abandona el futuro
miserable de su pueblo andaluz para buscar nuevas oportunidades en la Barcelona
hostil de postguerra; o su padre que, a lo largo de la novela, nos repite que
se hizo fascista por un plato de pijotas sin poder engañar al lector, ni
pretenderlo, porque desde el principio es evidente que su historia, oscura y
triste, encierra otras verdades, de represión y miedo. Y es que todos los
personajes las esconden y nos las van desvelando con el paso de las páginas: la
viuda Monterde, en cuya casa entra a servir la protagonista, malvive del tráfico
de joyas con pasado turbio; Liberto el maestro relojero tullido, derrotado,
cuyo nombre ya perfila su antiguo anarquismo, o esa maravillosa Chachachica,
que, sin pertenecer a la familia, se convierte en su pilar, a pesar de tener “el alma y los huesos de viento solano y
cristales”. Quizás el único que no la esconde es un personaje real, el
capitán Díaz Criado, el carnicero que lideró y ejecutó la cruel represión franquista
en Sevilla durante los primeros días de la guerra, un auténtico hijo de puta
que no necesita máscara.
Uno
de los aciertos de Espuelas de papel es la gestión del tiempo narrativo: pasado
y presente se funden en un vaivén que dosifica la trama, develando las medias
mentiras, los indicios, un pasado doloroso que todos tratan de esconder sin
demasiado éxito en ese “limo del
recuerdo”, porque como dice su autora “los
años han pulido la piedra pómez de la memoria”.
Ahora
que algunos novelistas buscan un estilo impersonal, aséptico y frío para contar
los hechos, agradezco a los orfebres de las palabras su empeño en buscar la
belleza del estilo, esas imágenes maravillosas que llenan esta novela de poesía,
como “los cantos afilados de las pesadillas”.
De
entre todas ellas me quedo con la descripción de la vida en una de aquellas
corralas, que tan bien conozco a través de las propia narraciones de mi
familia: “Toda la existencia de la casa
de vecinos parecía impregnada de una pátina de alegría que no lograba asfixiar
por completo la tristeza muda, la estrechez, la promiscuidad, el aliento fétido
y pegajoso de la pobreza”
O
con esta terrible descripción: “a finales de aquel julio tórrido de mil
novecientos treinta y seis, Sevilla era la boca podrida del infierno”.
He
tardado una década en admirar Espuelas de papel. Olga Merino es, además de
escritora y periodista, profesora en la Escola d’Escriptors de Barcelona, donde
aprendí durante tres años. Es una pena no haber coincidido con ella en un aula.
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