Como
contaba unas semanas atrás, un buen escritor es el que hace que el lector se
sienta inteligente y pueda reconstruir las pistas dispersas que le va dejando
para quedar atrapado, sin posibilidad de huida, en la telaraña de la historia.
Por el contrario, no hay nada peor que un autor que deja a sus lectores
desvalidos y, una y otra vez, los hace sentir estúpidos, incapaces de seguirle en
su afán de pasar a la historia como un novelista de altura, uno de ésos a los
que una parte de la crítica sesuda los saluda como uno de los mejores
novelistas de las últimas décadas -del último siglo he llegado a leer-.
Con
palabras similares hablaba hace unos meses en Babelia Ayala Dip de Yo confieso,
la última novela de Jaume Cabré. Debería haberme puesto en alerta ante las
palabras de este crítico, que siempre se rinde ante los ladrillos insoportables
de algunos escritores reconocidos y desguaza sin piedad novelas de autores
menos famosos que a mí me parecen muy interesantes.
A
veces se trata de un problema de expectativas: uno se acerca a lecturas de las
que nada espera y acaba descubriendo un tesoro y en otras el interés previo se
desborda hasta un nivel que es muy difícil luego de contentar. La relación de
un lector con un libro depende del tiempo exacto y del contexto en el que se
lee. Hay novelas que necesitan su momento y preciso y su acercamiento adecuado.
Me habían hablado muy bien de Yo confieso. Incluso recuerdo un artículo de hace
unos meses que recogía el interés del candidato socialdemócrata alemán a las
últimas elecciones europeas, Martin Schulz, por conocer personalmente a Cabré http://bit.ly/1qsB1F0 El político, que había
sido librero durante muchos años, había aprovechado una de sus visitas a
Barcelona para hablar con uno de sus escritores favoritos.
Lo
cierto es que a mí la lectura de Yo confieso solo me ha generado confusión y
una enorme insatisfacción. De entrada, tengo un vicio inconfesable: recelo de
las novelas que se desbordan hasta casi el millar de páginas. “Al principio te costará seguirlo, pero
después de las cien primeras te quedarás atrapado”, me habían dicho. Al
final abandoné la lectura con un severo portazo cuando estaba ya había sobrepasado
de lejos los tres centenares. En ese espacio -e incluso en mucho menos- hay
novelas que quedan para siempre en la memoria y dejan la maravillosa enseñanza
de cómo una ficción puede aislarte de la realidad que te rodea. Yo confieso
también me ha servido para aprender, pero en este caso lo que no me gustaría
hacer: que el ego del escritor esté por encima del interés del lector.
No
acabo de acostumbrarme a las tramas en las que el ejercicio formal se convierte
en un laberinto que obliga al que la lee a un ejercicio continuo y agotador.
Siempre me ha resultado aburrido correr en soledad y así nunca he llegado muy
lejos. En cambio, a veces he corrido durante horas cuando me divertía con el
deporte que practicaba. En la lectura también es necesario divertirse para
seguir adelante y, en la vorágine cotidiana que nos atrapa, el tiempo es un
bien muy preciado para perderlo con lecturas que acaban resultando aburridas.
Como
lector y aprendiz de escritor, me siento curtido para los saltos de tiempo y de
los puntos de vista. Este blog contiene decenas de elogios a novelas que lo
practican. También para algunas que contienen centenares de personajes que
acaban encajando sus historias en una visión de conjunto mucho más potente y
enriquecedora que cada una de las pequeñas historias que lo conforman por
separado. Pero los continuos cambios que se producen en mitad de una frase sólo
me acaban generando cansancio y perplejidad y la voz narradora, desde la que el
protagonista de esta novela nos habla en primera persona para pasar -a veces en
el intervalo de pocas palabras- a hablarnos como si fuera otro, desde la
tercera persona, me cuesta de seguir. Luego he leído de otros lectores, sin
duda mucho más inteligentes que yo, que al parecer es un truco que usa Cabré
para transmitirnos que el narrador tiene problemas de desmemoria. Yo aún me
preguntó para qué sirve la voz disonante del indio arapahoe y del sheriff
Carsson que semejan la conciencia infantil incapaz de entender la realidad a la
que debe enfrentarse el protagonista en sus primeros años.
Y
si he llegado hasta la mitad del libro es porque considero que Jaume Cabré
conoce muy bien su oficio, hasta convertirse en un artesano. Cuando se olvida
del vaivén y de los juegos de espejos y se centra en los sentimientos de los
personajes puede llegar a ser maravilloso. La historia de un violín único, de
la madera con la que estaba construido y de la semilla de la que nació el árbol
y todos los avatares que la rodean me parece muy interesante. Me siento atraído
por el hombre capaz de sentir los matices que puede ofrecer una madera, del
lutier que es capaz de sacrificar el amor por su oficio, del niño que navega
aturdido por una infancia llena de objetos maravillosos o del pasado turbio de
su padre, un antiguo seminarista que oculta una doble vida. Incluso, yendo más
allá, me dejo atrapar por la
intolerancia de inquisidores medievales o de jerarcas nazis, pero cuando
los personajes acaban convirtiéndose en atrezzo y se pierden entre las
sofística, el sincretismo, los latinajos, la cristología… y el autor me aplasta con su erudición -el
trabajo de investigación de un escritor tiene el riesgo a veces en convertirlo
en un erudito de lo concreto que lo aleja de sus lectores- en lugar de
empatizar con la novela, siento una gran hostilidad hacia ella, por su
recargado amaneramiento que me recuerda al horror vacui del las iglesias
barrocas.
No
muy lejos de mitad de la novela, me encontré con una escena repetida: dos o
tres páginas prácticamente calcadas de otras leídas media hora antes y cuando
la discusión de dos jerarcas nazis que pretenden apropiarse del violín me
resultó reincidente, me pregunté si se trataba de un error del novelista, al
coser los retales de pachtwork en el que para entonces se me había convertido
la lectura, o si era otro de sus trucos, decidí que, si iba a tener que estar
más pendiente de los caprichos del escritor que de la lectura de la historia,
más valía abandonarla de inmediato.
Me
temo que Jaume Cabré va a formar parte de mi exquisita y –afortunadamente- muy
reducida lista negra de escritores, al mismo nivel que las vanidosas
disgresiones de Javier Marías –resulta curioso que ambos, según se dice, tengan
más lectores en Alemania que en España- o esas tramas imposibles de Vila Matas,
por citar a algunos de los autores más renombrados por los críticos y que más
insoportables me resultan.