20 diciembre, 2011

Bombones


A menudo me ofusca la escritura de la novela. Hay días en los que el desánimo se convierte en el peor enemigo, la escasez de tiempo me derrota y la lentitud en el avance me desespera. Entonces el enorme andamiaje que intento levantar se desmorona y busco refugio en la brevedad de los artículos que publico en este blog, que me ofrecen el oxígeno necesario para tomar fuerzas.

Uno de los primeros consejos que les dan a los aprendices que luchan por convertirse en escritores es tener siempre a mano una libreta donde atrapar las ideas que se escapan al vuelo. Pero muchas veces, la mayoría, esas súbitas inspiraciones no encajan en la trama de la novela y las descarto. La papelera, ese objeto que Hemingway describía como el primer mueble en el estudio del escritor, se va llenando con la incapacidad y la falta de oficio, pero algunas de las ideas o de los personajes que no sirven para la novela pueden encerrar la semilla de una historia simple, que puede encontrar vida en los párrafos escasos de un cuento. A veces esos papeles arrugados por la desazón contienen un relato minúsculo.

De una  de esas ideas nació “Bombones”. Fue después de oír una charla de Antonio Muñoz Molina, en la que el maestro contó cómo había encontrado en su vida cotidiana las historias que le sirvieron para construir los cuentos de su último libro publicado, Nada del otro mundo. De camino a casa, contento por haber podido hablar con él durante dos minutos -me daba apuro ver la larga cola que esperaba- y con el ego por las nubes después de escuchar sus palabras cuando le dije mi nombre para que me firmara una dedicatoria -“¡Finalmente nos conocemos!”- una idea, que llevaba semanas rondando mi cabeza, apareció en el parabrisas, entre las luces de los coches.

A finales de octubre había visitado Málaga y, en el instante breve que se tarda en girar una esquina, apareció ante mí el viejo descampado de mis juegos infantiles, transformado ahora en un pequeño parque de columpios modernos, pero mucho más pequeño de cómo yo lo recordaba. La infancia nos engañó en muchas cosas, también en las dimensiones que guarda nuestra memoria. Esa idea seguía flotando en mi cabeza cuando no pude resistirme a la tentación que me ofrecía, después de la cena, una caja de bombones. Entonces las palabras de Antonio, el recuerdo del descampado y la caja de bombones se cruzaron con otros muchos recuerdos para engendrar este cuento breve.
_._

Bombones. Mientras la fila se hacía cada vez más pequeña, Pedro pensaba en los bombones. Su madre los compraba sólo una vez al año, lo cual siempre fue un inconveniente para su talante goloso y un sufrimiento para sus incipientes conocimientos matemáticos. Ése fue el motivo por el que nunca la gustaran las restas y, en aquella época, prefiriera las parábolas del catecismo que multiplicaban los panes y los peces.

Bombones. La navidad venía precedida por una caja pequeña donde el surtido se disponía como un rosetón de colores. Estaban acabando de elegir los equipos y él seguía allí plantado, con la camisa blanca y los pantalones cortos, de un gris marengo diluido por los muchos lavados, que mostraban sus rodillas huesudas y las pantorrillas llenas de los moratones provocados por batallas anteriores.

La ceremonia siempre era idéntica. Los dos mayores hacían de capitanes y se jugaban el derecho a elegir primero. Par o impar. Los dedos dictaban el veredicto rápido y a continuación comenzaba el instante tan temido de las decepciones, el que determinaba el rango de cada uno dentro del grupo. Empezaban por el rubio porque sabía driblar muy bien y metía muchos goles. Luego la cuestión estaba entre los remates de cabeza del pecoso o la fortaleza de su primo y eso solía depender de sus actuaciones en el último partido. Pero de lo que nunca había duda era que él siempre se quedaba para el final, como los bombones de chocolate blanco que nadie quería, o los de licor, que venían disfrazados bajo papeles de color plata y sólo le gustaban a su tío.

Conforme Pedro se iba quedando cada vez más abandonado, se negaba a ver la sonrisa que le dedicaban los elegidos cuando salían de la hilera. El odiado destino de portero le esperaba una vez más para ver cómo eran otros los que marcaban los goles. Perdía la mirada en las montañas de abrigos que delimitaban una de las porterías imaginarias, situada en el descampado de sus juegos infantiles. El pedregal se escondía detrás del colegio, justo donde terminaba la ciudad y comenzaban las huertas, el damero de cultivos donde se alineaban las lechugas y las tomateras que tantos recuerdos les traían a los abuelos sobre su pasado de labriegos.

Como era el más chico y la torpeza de sus pies con la pelota no prometía mejoras futuras sólo esperaba un milagro. Suerte que sólo faltaba dos días para que vinieran los Reyes. Ya imaginaba sus caras sumisas cuando apareciera con su balón nuevo de reglamento. Ese año se había portado bien y Baltasar no tenía excusa, por mucho que su padre se quejara de la falta de trabajo.


3 comentarios:

  1. ...como me gustaría ver esa mirada que le nacerá al niño -la de dentro, la invisible- cuando abrace el balón entre sus brazos, lo apriete, fuerte, y sienta el poder de esa bola de aire enmascarado en cuero de colores, mirar como lo acerca a su nariz y lo huele llenando así sus pulmones de brillo, de ilusión, de lo nuevo, de deseo, de todas esas esas cosas que los mayores simplifican y llaman felicidad.

    Me gustaría ver esa mirada, quizá, para ser niño de nuevo. O para no olvidarlo.


    Gracias Velasco, por tus letras.

    Disfruta con los tuyos... todos los días.

    ResponderEliminar
  2. Al niño que fue el escritor del cuento nunca le regalaron un balón de reglamento, sólo uno de goma, de color rojo, que se pinchó al primer partido. Pero no ha parado de intentar meterle goles a la vida, por mucho que la mayoría de los chuts hayan salido rozando el largero.

    ResponderEliminar
  3. Año tras año buscamos siempre un nuevo balon para mantener la ilusión

    ResponderEliminar