A poco más de un centenar de
metros de mi casa hay un campo que me gusta mucho. A veces voy allí con mi
perro. Es una pena que, estando tan cerca, no vaya más a menudo. Desciende en
suaves pendientes hasta un pequeño arroyo que no siempre lleva agua. Los
árboles altos serpentean junto a su cauce y dibujan sus límites. El campo
cambia de estado de ánimo con las estaciones. A principios de verano los
trigales rubios, que ya han dejado atrás el verde de su juventud, ondean con el
viento. Ahora está roturado, dormido. La tierra está fragmentada en unos
enormes terrones de marrón oscuro, a la espera de que lleguen tiempos mejores.
Este otoño de lluvias no ha
sido frío y las hojas aún sobreviven en las ramas. Hojas de todos los colores,
que van del rojo intenso de los robles jóvenes al amarillo pálido de los
grandes álamos. La luz ambarina de la mañana de principios de diciembre se
refleja en las pocas hojas que le quedan a los chopos, los que delimitan al sur
los bordes del campo. Esas penúltimas hojas saben que ya no les queda mucho
tiempo. Las ramas más bajas ya están despobladas y los árboles comienzan a
parecer un armazón desnudo, a intuir la tristeza del invierno. Si supiera, me
gustaría pintar esas hojas altas que tintinean con el viento, que se resisten a
caer.
De regreso, veo las clapas
de tierra que los tractores han dejado pegadas al asfalto, como una tiña que
recuerda el carácter aún rural de la zona. Las aceitunas negras se arremolinan
en los bordes del camino, los escasos olivos comienzan también a desprenderse
de sus frutos. Y pienso que de mañana no pasa que compre leña para el invierno
que se avecina porque, más temprano que tarde, acabará llegando el frío del
Montseny.
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