La luz brillante de la tarde
de octubre se refleja en los campos, se vuelve intensa, dorada, conforme se
acerca la puesta de sol. El paisaje desfila a gran velocidad en la ventanilla
del tren que me lleva al sur. Se van sucediendo las huertas, los campos yermos,
los encinares, las llanuras donde ya no está el cereal y la primera oscuridad
de la noche refleja mi cara en el cristal. Detrás un paisaje, ya borroso,
empieza a confundirse con la anochecida. Dos octubres más tarde regreso de
nuevo. Esta vez no voy a que me expliquen las historias que quiero contar en mi
novela, pero los recuerdos empiezan a apelotonarse. Dos años después vuelvo
cargado de personajes cuyas vidas fueron desenredándose por sorpresa sin apenas
darme cuenta y que fui tomando de prestado, de forma apresurada, en este blog.
Y regresa María, la abuela
que no confesó ni frente a un pelotón de fusilamiento y pagó por ello con la
cárcel. Y Antonia, su madre, que lo abandonó todo por casarse con un hombre
pobre, veinte años mayor, del que se había enamorado. También su abuelo
Antonio, el teniente que volvió enfermó de la Guerra de Cuba, el que varias
décadas antes se alistó para luchar en la tercera Guerra Carlista para buscar
el bienestar de su familia. Y veo a mi madre, cruzando con apenas seis años
toda la ciudad de Granada después de que la guardia civil detuviera a la suya
entre golpes y patadas. Y a su hermana Resu, con la que compartió aquel tiempo
oscuro de internados, adoctrinamiento y hambre. Y a sus tíos Ángeles, Pepe y Concha
que, huyendo de la muerte, se la encontraron de cerca en mitad de una
desbandada. Y al hermano de éstos, Paco que fusilaron frente a la tapia del cementerio
un día antes de que cumpliera veinte años. Y a su padre Pepe, el gañán que le
hablaba a los animales y que aquella mañana le llevó una olla de potaje de col
que ya nunca llegaría a probar. Y regresa José, mi abuelo casi desconocido por
la distancia, que se echó al monte cuando acabó la guerra y luego, en los
momentos más difíciles, no supo ser tan valiente ni tan digno. Y los Quero,
aquella banda de hermanos que se negaban a rendirse tras la derrota.
También vuelve el teniente
de ingenieros, insensible al sufrimiento de la mujer embarazada de seis meses a
la que interroga. Y el falangista que se pasea orgulloso por su pueblo después
de haberlo sembrado de muerte. Y el enérgico teniente coronel de artillería que
tomó la radio de Granada la noche del “glorioso” alzamiento y juzgó a unos
pobres desgraciados que no podían defenderse, cuyo único delito era ser las
mujeres, los hermanos, las madres de los que han huido a la sierra. Y el general
que duda si sumarse al golpe de estado y cuando lo hace es ya tarde para salvar
la vida. Y el director de la prisión que frente a las presas alineadas en el
patio les dice no es un Ángel, ni un Caballero pero que de León tiene hasta el
rabo y que con él van a aprender lo que es la disciplina. Y a la subdirectora,
perteneciente a la Sección Femenina, donde le inculcaron los valores del odio,
los que un psiquiatra, amigo de los nazis, trata de justificar y un periodista -rencoroso
como también lo será su nieto, futuro presidente de un gobierno muy de derechas-
tratará de explicar.
Y Arthur, el periodista
húngaro que la noche antes de que entrara un enemigo salvaje decidió quedarse
en Málaga porque no quería seguir huyendo. Y Sir Peter, el zoólogo británico
que le dio cobijo y luego le salvó la vida. Y un fascista, famoso por alquilar
el avión con el que se inicio la maldita guerra, que quería matarlo. Y
Elisabeta, la rusa idealista que vino para ayudar a la República como
traductora y cogió el fusil aquel día que un avión enemigo ametralló a unos
niños sobre el asfalto de una carretera repleta de gente que huía. Y un periodista
deportivo, reconvertido en corresponsal de guerra, que seguía las noticas a un
centenar de kilómetros de distancia. Y su admirado general, que cada noche
vomitaba por la radio sus palabras de odio. Y Norman, el médico canadiense que
salvó tantas vidas en aquella carretera sembrada de muerte y su ayudante, que
pudo fotografiar ese horror y contarnos lo que vio con sus ojos asustados.
Y regresan los versos del
poeta que fusilaron en un barranco por decir que la burguesía de Granada era la
peor de España. Y su amigo, al que él llamaba el socialista de guante blanco,
el ministro republicano que murió exiliado en Nueva York, la ciudad que nunca
duerme, el congresista que dio voz, por primera vez en ese estrado, a los
pobres del Barranco del Abogado, que querían al menos mandar en su propia
hambre. Y Juan, el Presidente que se niega a rendirse por mucho que la derrota
sea evidente en los sótanos del castillo donde se reúne con lo que queda de su gobierno.
Y a Francesc, otro Presidente que quiso descalzarse frente al pelotón de
fusilamiento para pisar su tierra en el momento de la muerte. Y a un
independentista cobarde que pretendió llevarle la contraria mientras vivía
alejado de las bombas y del sufrimiento de su pueblo. Y a Manuel, un periodista
pequeño burgués de corazón republicano, que supo describir como nadie a los
extremistas de la guerra y murió de soledad en su exilio de Londres. Y a Gerda
la fotógrafa que quiso estar tan cerca que murió bajo un tanque en retirada. Y
a Robert, su colega, amante y amigo que guardó sus fotos en una caja que estuvo
perdida durante más de setenta años y que cambió el fotoperiodismo para siempre.
Y a Antonio, el poeta que murió de tristeza, al poco de cruzar la frontera,
recordando una patria que ya no existía, los días azules de su infancia.
Y me conmociona el valor de
los antiguos combatiente republicanos, que después de malvivir durante meses en
un campo de concentración, abandonaron aquella playa maldita para combatir de
nuevo al fascismo con una valentía encomiable, que les llevó a ser los primeros
en entrar en París con aquellos tanques que llevaban escritas los nombres de
pueblos y ciudades españolas con letras blancas. Y a Stefan, el austríaco
sensible que huyó de los nazis y acabó suicidándose cuando pensaba que el mundo
no se libraría del yugo de los asesinos. Y a Primo, el judío italiano que tuvo
el valor de contarnos el horror del que había sobrevivido tras cruzar toda
Europa para regresar a su casa
Vuelve el recuerdo del
director de un periódico republicano que murió desangrado en los primeros días
de la guerra, después de que un culatazo le incrustara los cristales de sus
gafas. Y del coronel cobarde que no supo dirigir sus tropas en mitad de la
desbandada. Y del general que murió en la primera línea de combate contra los
carlistas; del almirante que, tras intentar evitar sin éxito el suicidio de su
flota, se puso al frente de la misma y de otro general muy cruel que inventó
los campos de concentración y los llenó de mambises.
Y me vienen a la mente las
palabras del periodista inglés, que se alistó en unas milicias troskistas, sin
saber ni siquiera cuáles eran sus ideales, porque tenía muy claro que
defendiendo a la República defendía al mundo de la amenaza del fascismo.
Un montón de personajes se
confunden en la ventanilla del tren mientras la noche cerrada oscurece los
campos y sólo se desvanece cuando el vagón pasa a toda velocidad por alguna
estación donde nadie espera. Decenas de sufrimientos, de pasiones, de luchas se
desvanecen cuando la brisa tibia, casi cálida, de una Málaga otoñal me da la
bienvenida.
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Preciosa evocación. Supongo que es tu novela, todo un universos jodido, muy jodido, pues está tan trillado que te va a resultar difícil decir algo nuevo.
ResponderEliminarAvísame cuando aparezca para seguirle el rastro.
Mucho éxito.
AG
La novela y el blog llevan vidas paralelas, pero separadas. En el segundo trato de volcar historias y personajes que no me caben en la novela, aunque siempre se me acabe colando algo de ella. Siempre hay caminos nuevos y muchos, lo difícil es saber encontrarlos. Creo que aún se tienen que escribir muchas novelas magníficas en las que, de alguna manera u otra, aparezca el paisaje de la Guerra Civil. Desde la Iliada hay temas que se repiten a lo largo de los siglos y que siguen funcionando
ResponderEliminar