A finales de su vida, Stefan Zweig quiso escribir El mundo de ayer, un libro en el que volcó el exceso de sentimientos vividos. Había sufrido dos guerras mundiales, el exilio y el dolor de un continente que se sumía en los totalitarismos más oscuros. Como él mismo explicaba, demasiados acontecimientos para una generación. No obstante, no quiso marcharse sin dejarnos su testimonio directo frente a la barbarie.
El libro comienza describiendo la seguridad que se vivía en los países europeos durante los primeros años del siglo XX. En aquella edad de oro, la estabilidad política trajo prosperidad económica, los nuevos inventos mejoraron las condiciones de vida de la gente y los principios democráticos iban extendiéndose por el continente. La llegada de los automóviles, del alumbrado eléctrico de las calles, el teléfono, los derechos parlamentarios prometían una existencia mejor para aquellos europeos de principios de siglo. La juventud de Zweig es reflejo de ello. Era un escritor famoso, muy leído en su país y también en el extranjero. De origen judío, formaba parte de la burguesía vienesa, de aquella sociedad culta y refinada, capaz de apreciar el mínimo detalle de una ópera, de una sinfonía, que disfrutaba de sus intelectuales, sus músicos, sus escritores. Aquel sueño no iba a durar demasiado.
El verano de 1.914 era exuberante y tranquilo en la pequeña ciudad de Baden cuando llegó la noticia del atentado cometido en Sarajevo contra el príncipe heredero. Nadie podía reparar en el terror que le deparaba el futuro, el que nosotros conocemos hoy a través de los libros de historia, pero, a finales de aquel mes de julio, la mayoría de las personas pensaban en disfrutar de los días de vacaciones, de la paz que estaba ya saltando por los aires. El escritor marchó a un balneario belga, ajeno a la situación que ocurría, incrédulo ante la posibilidad de que la muerte de un príncipe altivo, que no era querido por su pueblo, pudiera desembocar en la masacre que se estaba preparando. En su regreso a Bélgica, su tren quedó detenido en mitad de ninguna parte. Desde la ventanilla pudo ver los interminables vagones que transportaban cañones con destino a la batalla. El ejército alemán estaba a punto de atacar Francia. A su llegada Viena, las paredes, llenas de carteles, anunciaban la movilización general. Él mismo se sorprendió cuando quedó impresionado ante el efecto que le produjeron los soldados que desfilaban marciales entre las masas eufóricas. Para su desgracia, tuvo que vivir una segunda guerra que incendiaría, décadas más tarde, la Europa que tanto amaba. Después de la crueldad de la primera, esta vez los soldados marcharon al frente en silencio, sus familias, sus pueblos no los despidieron con la euforia sino con el miedo. Ahora ya conocían el horror que les esperaba.
Y sin embargo Europa estuvo ciega frente al auge del nazismo. “Obedecido a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época. Por esa razón no recuerdo cuando oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde años nos vemos a recordar o pronunciar en relación a cualquier cosa cas cada segundo” escribió. Su ceguera se aclaró muy pronto, la de los líderes occidentales duró demasiado. La descripción que hace del ascenso del nacionalsocialismo es turbadora. Las camisas pardas tomaron las calles y sus habitantes miraron hacia otro lado, los emblemas de la cruz gamada fueron apareciendo en cada vez más mangas de los abrigos, sin que nadie hiciera lo necesario para evitarlo. Las juventudes hitlerianas comenzaron a quemar libros prohibidos, entre ellos los de Zweig, que guardó con cariño un ejemplar uno suyo que un estudiante salvó de la quema en el último instante.
Pocos imaginaban que en una sociedad tan elitista como la alemana, un personaje como Hitler, que procedía de las clases populares y que no había pasado por la universidad, alcanzaría el poder más absoluto. Desde la vecina Austria, Zweig comenzó a sentir con inquietud lo que sucedía al otro lado de la frontera y cuando vio que sus amigos de la infancia dejaron de saludarle, por sus orígenes judíos, tomó la decisión de marcharse a Londres. Pocos meses más tarde, la enfermedad de su madre le hizo regresar a Viena, justo en el momento en el que los nazis tomaban las calles, arrebatándoles por la fuerza el poder a los socialdemócratas. Cuatro días después, la policía apareció en su casa con la misión de realizar un registro. Fue entonces cuando dejó de vivir en su patria y se marchó con destino a Inglaterra. Los peores augurios empezaban a ser una realidad insoportable, los judíos veían sus bienes confiscados, eran desalojados de sus hogares, obligados a abandonar sus trabajos.
Vivió seis años en Gran Bretaña y desde allí emprendió viajes que le llevaron a dar conferencias por los Estados Unidos y Sudamérica. En el verano de 1.936 su barco debía hacer escala en Vigo. Transcurrían las primeras semanas de la Guerra Civil. La ciudad había sido tomada por los franquistas y él volvió a contemplar la misma escena que ya conocía, los jóvenes campesinos que entraban inocentes en el ayuntamiento y salían uniformados, adiestrados para la violencia. “Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja barbarie de la guerra. […] Y en aquel momento en que vi como instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos jóvenes e inocentes de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que amenazaba a Europa”
Más tarde, ya de vuelta a Londres, mientras Inglaterra aceptaba la invasión alemana de Austria, quiso regresar a su país por última vez con la intención de estar con su madre. El país había cambiado. Las calles estaban llenas de personas con cruces gamadas. La visita fue breve, se despidió de ella y de su patria. Nunca regresaría. Cuando meses más tarde la anciana murió, las leyes raciales contra los judíos le impidieron verla. En esos instantes, la ciudad de Londres estaba inquieta ante el posible estallido de la contienda. Él ya no tenía esperanzas. Los ingleses aún pensaban que la confrontación era evitable, pero los globos de defensa ya volaban por el aire como elefantes para los niños y los carteles de las paredes aullaban palabras como perros hostiles. Chamberlain, el Primer Ministro británico negociaba con Hitler intentando evitar un conflicto a escala europea. Los ingleses ya habían sacrificado Austria en la espiral de expansionismo nazi. Zweig describe lo que ocurría cuando se negociaba en Múnich el destino de Checoslovaquia. Chamberlain regresó vendiendo una paz larga. Pocos días más tarde se conocieron los detalles de la vergonzosa capitulación. Inglaterra y Francia se habían arrodillado frente al fascismo, la moneda de cambio de una paz inquietante y breve había sido el pueblo checo.
El escritor se retiró a Bath con la intención de empezar un estudio de dos tomos sobre Balzac. Cada día más inquieto, sabía que Europa entera acabaría tragada por las fauces de Hitler. Los soldados alemanes invadieron Polonia el día que él contraía matrimonio con su segunda esposa. En ese instante dejó de ser un apátrida. Se convirtió en un sospechoso, en un enemigo. El funcionario consideró oportuno que, ante la nueva situación, no podía casarlos sin recibir instrucciones. La pareja marchó a París y, con los alemanes cada vez más cerca, decidieron cruzar el océano y vivir en Brasil. Querían alejarse de una Europa que estaba cayendo en el espanto. El 22 de febrero de 1.942 la victoria de Hitler parecía apremiante, Francia había sido invadida en pocos días, el ejército alemán continuaba avanzando victorioso por las estepas rusas, los japoneses habían destrozado parte de la flota estadounidense en Pearl Harbour y conquistaban, isla a isla, todo el Pacífico. Zweig no podía avanzar en su libro sobre Balzac. Una de las cosas que más echaba de menos en su exilio amargo eran sus libros, los necesitaba para seguir escribiendo, los recibía prestados de algunos conocidos. Él que carecía de afiliaciones políticas, era un humanista, un pacifista que no estaba dispuesto a asistir a la victoria del nazismo. Tomó la dura decisión de suicidarse junto a su esposa. Antes dejó ordenados los libros que quería devolver y escribió una docena de cartas explicando los motivos de su último acto. “Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Quizás ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”
En aquel mismo día en el que el mundo parecía al borde del desastre, a miles de kilómetros de distancia otro régimen fascista extendía su negrura. La 108ª Comandancia Rural de la Guardia Civil preparaba dos emboscadas contra los pocos que mantenían la lucha en la ciudad de Granada. Así mientras Zweig era enterrado, María Álvarez pudo contemplar cómo le apuntaban los fusiles del pelotón de fusilamiento. He tratado muchas veces de imaginar la escena apresurada, los sentimientos que pudo vivir mi abuela, embarazada de siete meses, frente a los ojos de la muerte. Ella aún no sabía que acababan de empezar los seis peores años de su vida.
El mundo de ayer fue publicado tras la muerte de su autor, que en el último párrafo hoy nos continua diciendo: “El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, la hija de la luz y sólo quién ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad”. Stefan Zweig, María Álvarez y millones de personas que se enfrentaron a aquella barbarie vivieron una vida verdadera. Sin sus pequeños gestos las sombras de hoy serían enormes.
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