Hace ahora un año decidí escribir una novela. Narrar aquellas hermosas historias sobre mi familia que me contaban mis tías en las cocinas. Creo que los relatos más fantásticos, pero a la vez, más verdaderos, los han contado las mujeres junto a la lumbre y los pucheros, bajo el calor humano que encierran esas paredes. Hace ahora doce meses, decidí dejar a un lado la vergüenza de la decepción y rescatar del cajón del olvido aquella vieja pasión por escribir que habitó mi adolescencia. Al final del verano solemos realizar buenos propósitos que nos ayudan a emprender nuevos caminos. El pasado septiembre yo tenía mucho tiempo para adentrarme a desbrozar senderos desconocidos, la crisis económica me arrojó a la cola de los parados. Os aseguro que no he visto tanta derrota y tanta tristeza escondida, como la que se dibuja en los rostros de algunas de las personas que pueblan esas largas filas de hombres y mujeres que tratan de encontrar un empleo.
Pero yo tenía un trabajo. Escribir una novela. Dicen que a los cuarenta, los hombres entran en crisis cuando se dan cuenta que han derrochado la mitad de su existencia. Unos tratan de salir de ella comprándose una moto, cambiando el utilitario por un deportivo o buscando una mujer más joven. Yo no necesitaba nada de eso, sino darle cuerpo a una idea que mi mente tenía guardada desde hacía mucho tiempo. Decidí escribir la historia de mi familia. Nuestra generación ha disfrutado de una democracia y una prosperidad que nos ha aportado la sociedad del consumo, del ocio, del bienestar. Nuestros padres, abuelos y bisabuelos no tuvieron esa suerte y se vieron obligados a sufrir unos acontecimientos que no hubieran querido vivir y que, desde la monotonía y el confort de nuestras existencias actuales, nos parecen relatos apasionantes. Conforme he ido conociendo los detalles de sus biografías, los miembros de aquella saga de humildes campesinos andaluces, han empezado a contarme su historia. No a través de sus labios, murieron desde hace décadas, sino a través de los narraciones orales de sus descendientes y, sobre todo y de forma inesperada, a través de los documentos, sorprendentes y reveladores, a los que me ha llevado la investigación histórica. A través del expediente militar de mi tatarabuelo, pude descubrir al joven que se alistó a una guerra, la carlista, para escapar de su destino rural. Y fue después de otra guerra, caribeña y lejana, cuando puso final a su carrera militar, probablemente desengañado por todo lo que había vivido en el ejército. Su hija hizo el camino contrario, desde la posición desahogada que tanto trabajo le había costado alcanzar a su padre, hasta la vida, marcada por el duro trabajo, del campesino con el que se casó enamorada, pese a la oposición materna. Mi bisabuela fue que sacó adelante a sus hijos y nietos en los momentos más duros de la guerra y de los años negros que le siguieron. Años oscuros a los que el expediente penitenciario y el proceso sumarísimo que siguieron contra mi abuela han arrojado luz, pero que la auditoria de guerra de mi abuelo no ha podido aclarar demasiado sobre aquel hombre, mujeriego y de comportamientos egoístas, que se echó al monte después de la derrota.
Todas esas historias las he ido contando en mi blog durante estos meses. También las de otras personas: políticos, periodistas, militares, escritores… que compartieron contexto social con los personajes de mi futura novela. Porque es eso en lo que se están convirtiendo mis familiares. Sólo desde la distancia de la ficción podré ser fiel a la realidad de los hechos que vivieron. A lo largo de este tiempo, me he ido enamorando de ellos por su actitud frente a los acontecimientos que les tocaron vivir, aunque también estoy tratando de encontrar la distancia necesaria que permita su credibilidad como personajes que se mueven por la trama. La investigación, que esperaba durara unos pocos meses, se alargó durante casi un año y aún hoy ando buscando la voz y el punto de vista desde el que contar la novela. Un septiembre más tarde, apenas tengo emborronadas una veintena de páginas del primer capítulo, pero al menos creo que tengo clara la estructura de lo que quiero narrar. Como dice el tópico, en ocasiones, la realidad supera a la ficción. Los hechos que ha ido apareciendo en los documentos encontrados, ha verificado los relatos más novelescos que me contaban mis tías y ha desplegado ante mí una serie de personajes que mi imaginación de narrador inexperto nunca hubiera logrado construir y que pienso que serían un regalo para cualquier escritor.
Aunque el peso de los acontecimientos históricos recae en la figura de mis abuelos maternos y en su relación con los huidos a la sierra después de la guerra y también sobre mi tatarabuelo, el viejo teniente que regresó de Cuba. A lo largo de la investigación han ido apareciendo otros personajes secundarios, que ayudan a cohesionar la narración.
Mi bisabuelo José Álvarez tenía la templanza estoica que visten algunos campesinos andaluces y una bondad extrema de la que sus nietos aún hoy hablan con devoción. Lo único que había heredado de su padre era el mote, “Mitaílla”, con el que conocerían, a lo largo de décadas, a toda la familia. La vida de los pueblos estaba por encima de nombres y apellidos y un pequeño gesto, casi anecdótico, podía marcar para siempre la manera con la denominaban a generaciones de personas. Así, la mitaílla, esa curiosa unidad de medida, con la que su padre pedía en la tasca el anís que le calentaba en las mañanas frías de la vega, nos ha acompañado siempre, sustituyendo a Álvarez, López, García, Castro y el resto de los apellidos, todos ellos tan comunes, que han ido formando parte de nuestra estirpe.
José, con aquel apodo, debió heredar de su padre el amor por la tierra y los animales y la ciencia que, aplicada en el duro trabajo cotidiano, convertía su oficio de gañán en algo imprescindible dentro del funcionamiento diario de la vega, que, en aquella época, tenía un paisaje muy distinto del actual. En lugar de las filas de casas de extrarradio, a la espera de hipoteca, con las que la han invadido el progreso y la ambición especulativa de urbanistas y alcaldes, la panorámica sería muy diferente en aquellos años, en los que José arañaba entre los surcos el sustento para los suyos. La vega era un tapiz verde que cubría la llanura, en el que se iban destacando la variedad cromática de los cultivos y donde, aquí y allá, se levantaban los choperales, con sus árboles perfectamente alineados, como si hubieran sido plantados bajo la supervisión de un dibujante, que cuidase, al mínimo detalle, las líneas del paisaje o los secaderos de tabaco que habían florecido tras la crisis de la remolacha azucarera. El campo era un mosaico de parcelas irrigadas por el entramado de acequias, que llevaban la vida a través de una extensa red canales, acercando la porción justa a cada uno de los sembrados. En esa geografía agrícola, sus habitantes tenían tanto respeto por la tierra y por el agua que les proporcionaban diariamente el sustento, que nombraban a las acequias como un paisano más del pueblo. Así Arabueila, Gorda o Taramonta dejaban de ser simples cauces para convertirse en espacios que proporcionaban la existencia cotidiana, prolongando por los ramales, en los que fluía el tesoro que saciaba la sed de los maizales y las huertas, el sustento que aportaban los ríos Genil y Dílar a aquel damero de cultivos que rodeaba la ciudad de Granada
La única foto que se conserva de José Álvarez, rodeado aquí de algunos de sus nietos |
José Álvarez, papá Joseíco, como le llamaban sus hijos y nietos, se descubría el sombrero cada atardecer, allá donde éste le pillara, se quedaba quieto, erguido, mirando hacia el punto del horizonte en el que la luz ambarina comenzaba a ocultarse y agradecía al sol que hubiera traído el alimento un día más. Él pertenecía a ese gremio agradecido con la tierra y los animales a los que tanto quería. Una tarde, cuando regresaba con su yunta de bueyes, acompañado por su nieto mayor, se encontró un carro atascado en unos de aquellos caminos que atravesaba los campos con destino a su casa. Los bueyes, fustigados sin descanso, se negaban a seguir arrastrando los bloques de mármol que traían de la cantera que había en Atarfe. José se acercó al carretero, le pidió que se apartara unos metros y le dejara a solas con los animales. Les comenzó a susurrar palabras al oído, a acariciar con suavidad sus patas cansadas. Un rato más tarde, los cabestros reanudaban la marcha como si no portaran la pasada carga, ante la mirada de su nieto, que siete décadas después, aún retenía la admiración en sus ojos cuando me lo contaba.
José supo mantener la templanza en los momentos más duros, sobreponerse a todas las adversidades y unir a los suyos en la lucha por la supervivencia. Curiosamente, en los momentos más dramáticos, fueron las mujeres de la familia las que tuvieron el valor de dar el paso necesario para enfrentarse a las desgracias. Papá Joseíco, mientras su mujer luchaba por sus hijos en mitad de la locura de la guerra y del espanto que le siguió, iba cada día a trabajar con la objetivo de que su familia sobreviviera al hambre. Sus palabras siempre tranquilas, siempre sabias, trataron, en más de una ocasión, de calmar la pasión de los corazones heridos de su mujer y de sus hijos. Los Mitaíllas fueron maltratados por la historia y por parte de sus vecinos de aquel pueblo de la vega, tan cercano a la capital, pero nunca nadie se atrevió a hacer nada contra ese hombre tranquilo, que vivió en silencio la muerte de su hijo frente a una tapia del cementerio o mantuvo a las nietas que su hija presa no podía cuidar.
Cuando acompañaba a mi madre en sus esporádicas visitas al pueblo, mis ojos de adolescente de ciudad, miraba con cierta distancia a aquel mundo rural de motes extraños, en el que mis tías nos ofrecían los chorizos y las morcillas de la última matanza, que comíamos junto al brasero que había bajo la mesa de camilla. Allí fue donde conocí a algunos de aquellos personajes, que, mucho tiempo después, empezaban a contar sus penalidades entre susurros. Allí comencé a darme cuenta que, en los momentos más duros, debió fraguarse un sentimiento de pertenencia y de unión frente a las desgracias del destino. Ese sentimiento fue el legado de José Álvarez, papá Joseíco, el pobre gañán que fue capaz de enamorar con sus gestos tranquilos a Antonia López, una señorita, veinte años más joven, que había llegado al pueblo y que abandonó la comodidad, que tanto esfuerzo y dos guerras le había costado conseguir a su padre.
El tiempo y la madurez me han hecho aprender, desde aquella mirada de adolescente de ciudad, el mérito de los hombres del campo que, al menos cada noche se llevan a la cama el recuerdo visible del resultado de su trabajo y no sólo las ideas, las conversaciones, las llamadas, los papeles con los que hoy nos acostamos la mayoría. Los relatos orales y los documentos encontrados, me han explicado una historia, la de los Mitaíllas, de los que hoy me siento tan orgulloso de formar parte. Ese es el legado que he recibido, el que quiero transmitir a mi hija. Esa es la novela que quiero escribir, la que empieza, entre grades dudas, dificultades y miedos, a tomar cuerpo.
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Hola José Mari, me hace mucha gracia cuando dices que te contaban tus tías las historias de la familia en la cocina.
ResponderEliminarYo recuerdo a mi madre y mis tías los sábados por la tarde reunidas en la cocina de mi casa hablando de sus cosas, y allí, entre cafés y bizcochos, fue como conocí la historia de los Mitaillas.
También recuerdo que siempre han dicho mi madre y mis tías que el bisabuelo era un pedazo de pan.
Bueno hasta otro rato que me enrrollo...Besos.
A mi lo que más me sorprende es han sido las mujeres de la familia las que, en los momentos más difíciles, han dado el paso al frente para enfrentarse a esas situaciones y que también han sido ellas las que han ido a través de sus palabras, guardando la historia. Por otro lado, entre los mitaillas siempre han nacido más mujeres que hombres y muchas de ellas han tenido y tienen un fuerte carácter.
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