17 agosto, 2010

Los días azules del sol de la infancia.

A mediados de enero de 1939, tras la caída de Tarragona a manos de las tropas franquistas al mando del general Yagüe, el frente que separa Barcelona del enemigo se derrumba. Los aviones nacionales intensifican sus bombardeos sobre la Ciudad Condal. El pánico se extiende rápidamente y el gobierno se desplaza hacia al norte. Solo unos pocos intentan levantar las últimas barricadas a la desesperada y sin apenas armas. El desconcierto en la capital catalana es enorme y comienza el éxodo de medio millón de republicanos. Su única esperanza es cruzar la frontera francesa.

Entre ellos se encuentra Antonio Machado. Él ya sabe lo que significa la huida. A los pocos meses de estallar la guerra se vio obligado a abandonar Madrid, cuando la capital parecía estar a punto de caer en manos enemigas y el gobierno se había trasladado a Valencia. Más tarde el avance nacional y el riesgo de que el territorio republicano se partiera en dos a la altura de Castellón, hecho que se acabó produciendo, le llevó hasta Barcelona. Ahora le espera la última huida, la más dura.

El 22 de enero un coche le recoge en Torre Castanyer, la villa situada en el Passeig de Sant Gervasi en la que se aloja. Allí había llegado, huyendo del ajetreo del Hotel Majestic, donde había coincidido con otros escritores como León Felipe o José Bergamín. Le acompañan su hermano José y su madre, ya muy anciana. El automóvil sale de Barcelona durante la noche, mientras la aviación enemiga bombardea una ciudad ya gobernada por el caos. Se une a una comitiva de la que forman parte diversos intelectuales y escritores con los que compartirán el camino. Tratan de llegar a Girona, pero se lo impiden vehículos sin gasolina o estropeados que colapsan las carreteras. Finalmente, después de varias jornadas de viaje, alcanzan una masía ya cercana a Francia donde pasarán la última noche en territorio español.

Desde allí, con el coche ya averiado, continúan en una ambulancia que queda atrapada en el atasco. La desesperación ha hecho que la gente abandone los vehículos y emprenda a pie la huida. Al parecer también Machado se vio obligado a caminar la última parte del camino, ligero de equipaje, para cruzar la aduana. En la ambulancia quedaba abandonada su maleta, que contiene algunos de sus últimos poemas. Nunca se ha sabido que ocurrió con ella, los papeles que contenía se perdieron para siempre.

Cuando llegan a Port Bou el frío y la lluvia arrecian. Ana, la madre de Machado, pregunta entre susurros cuando van a llegar a su casa de Sevilla. Cruzan el paso fronterizo y se ven obligados a pasar la noche en un viejo vagón, abandonado en una vía muerta de la estación de Cerbère. Aún hoy ambos pueblos, separados por escasos metros y una frontera, tienen enormes estaciones de término incomunicadas entre sí.

Su hermano José recogió más tarde en su diario: “Allí el espectáculo que se ofrecía a los ojos era desolador. Los españoles caídos y deshechos, sin dinero, éramos tratados por los mozos de aquel establecimiento con tan innoble y repugnante desprecio, que lo primero que preguntaban era si teníamos dinero con que pagar. En caso negativo, no daban ni un vaso de agua. Esto sucedía en la cantina.”

Sus acompañantes le hicieron ver al comisario francés al mando la importancia del poeta, lo cual les libró del acoso al que se veían sometidos los exilados republicanos por parte de los gendarmes y los soldados senegaleses. Éstos eran separados y conducidos a los campos de concentración de Argelès. Finalmente un amigo, Corpus Barga, consigue llevarles hasta Colliure. Aún hoy, este pueblo de la costa francesa, tan próximo a España, conserva la hermosura con que lo pintó Matisse en algunos de sus cuadros.


En Colliure, preocupados por su falta de dinero, se alojan en la modesta pensión Quintana. A Antonio y a su hermano tan solo les queda una camisa, que comparten bajando a comer por separado. Machado no salió durante esos días a la calle. La enfermedad, la tristeza por el exilio y las noticias que llegaban de España le estaban apagando la vida. La única salida la realiza poco antes de su muerte, cuando le pide a José que le acompañe a ver el mar. Viendo las casas de los pescadores le comenta: "¡Quién pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación!". A la mañana siguiente comenzó a sentirse mal y su neumonía empeoró. A las cuatro de la tarde del 22 de febrero, un miércoles de ceniza, el poeta agonizaba sobre una cama verde. Su madre fallecía sólo tres días más tarde.

La noticia de la muerte del poeta se extendió con rapidez. Seis milicianos de la Segunda Brigada de Caballería del Ejército español recluidos en el pueblo, se presentaron para portar el féretro, cubierto con la bandera tricolor de la República. Buena parte de la población de Colliure acompaña a la comitiva hasta el pequeño cementerio. Le entierran en un nicho prestado, a su madre lo harán en el depósito de pobres.

Al día siguiente llegó una carta con el ofrecimiento de la Universidad de Cambridge de un empleo como docente en la misma.

En 1958 los restos de Antonio Machado y de su madre fueron depositados en la tumba que actualmente ocupa, muy cerca de la entrada del cementerio. En ella hay un buzón lleno de cartas (una fundación se encarga de recogerlas) y decenas de pequeños objetos de personas que peregrinan hasta allí para rendirle homenaje. En ellos puede verse la admiración que aún despierta. Cuentan que hace años los alumnos de un colegio le llevaron tierra del limonero de un patio sevillano.

Poco después de su muerte, su hermano encontró en un bolsillo de su viejo gabán un papel arrugado. Contenía sus últimos versos: “Estos días azules y este sol de la infancia”.


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