A mediados de
enero de 1939, tras la caída de Tarragona a manos de las tropas franquistas al
mando del general Yagüe, el frente que separa Barcelona del enemigo se derrumba.
Los aviones nacionales intensifican sus bombardeos sobre la Ciudad Condal. El
pánico se extiende rápidamente y el gobierno se desplaza hacia al norte. Solo
unos pocos intentan levantar las últimas barricadas a la desesperada y sin
apenas armas. El desconcierto en la capital catalana es enorme y comienza el
éxodo de medio millón de republicanos. Su única esperanza es cruzar la frontera
francesa.
Entre ellos
se encuentra Antonio Machado. Él ya sabe lo que significa la huida. A los pocos
meses de estallar la guerra se vio obligado a abandonar Madrid, cuando la
capital parecía estar a punto de caer en manos enemigas y el gobierno se había trasladado
a Valencia. Más tarde el avance nacional y el riesgo de que el territorio
republicano se partiera en dos a la altura de Castellón, hecho que se acabó
produciendo, le llevó hasta Barcelona. Ahora le espera la última huida, la más
dura.
El 22 de
enero un coche le recoge en Torre Castanyer, la villa situada en el Passeig de
Sant Gervasi en la que se aloja. Allí había llegado, huyendo del ajetreo del
Hotel Majestic, donde había coincidido con otros escritores como León Felipe o
José Bergamín. Le acompañan su hermano José y su madre, ya muy anciana. El
automóvil sale de Barcelona durante la noche, mientras la aviación enemiga
bombardea una ciudad ya gobernada por el caos. Se une a una comitiva de la que
forman parte diversos intelectuales y escritores con los que compartirán el
camino. Tratan de llegar a Girona, pero se lo impiden vehículos sin gasolina o
estropeados que colapsan las carreteras. Finalmente, después de varias jornadas
de viaje, alcanzan una masía ya cercana a Francia donde pasarán la última noche
en territorio español.
Desde allí,
con el coche ya averiado, continúan en una ambulancia que queda atrapada en el
atasco. La desesperación ha hecho que la gente abandone los vehículos y
emprenda a pie la huida. Al parecer también Machado se vio obligado a caminar
la última parte del camino, ligero de equipaje, para cruzar la aduana. En la
ambulancia quedaba abandonada su maleta, que contiene algunos de sus últimos
poemas. Nunca se ha sabido que ocurrió con ella, los papeles que contenía se
perdieron para siempre.
Cuando llegan
a Port Bou el frío y la lluvia arrecian. Ana, la madre de Machado, pregunta
entre susurros cuando van a llegar a su casa de Sevilla. Cruzan el paso
fronterizo y se ven obligados a pasar la noche en un viejo vagón, abandonado en
una vía muerta de la estación de Cerbère. Aún hoy ambos pueblos, separados por
escasos metros y una frontera, tienen enormes estaciones de término incomunicadas
entre sí.
Su hermano
José recogió más tarde en su diario: “Allí el espectáculo que se ofrecía a los
ojos era desolador. Los españoles caídos y deshechos, sin dinero, éramos
tratados por los mozos de aquel establecimiento con tan innoble y repugnante
desprecio, que lo primero que preguntaban era si teníamos dinero con que pagar.
En caso negativo, no daban ni un vaso de agua. Esto sucedía en la cantina.”
Sus
acompañantes le hicieron ver al comisario francés al mando la importancia del
poeta, lo cual les libró del acoso al que se veían sometidos los exilados
republicanos por parte de los gendarmes y los soldados senegaleses. Éstos eran
separados y conducidos a los campos de concentración de Argelès. Finalmente un
amigo, Corpus Barga, consigue llevarles hasta Colliure. Aún hoy, este pueblo de
la costa francesa, tan próximo a España, conserva la hermosura con que lo pintó
Matisse en algunos de sus cuadros.
En Colliure,
preocupados por su falta de dinero, se alojan en la modesta pensión Quintana. A
Antonio y a su hermano tan solo les queda una camisa, que comparten bajando a
comer por separado. Machado no salió durante esos días a la calle. La
enfermedad, la tristeza por el exilio y las noticias que llegaban de España le
estaban apagando la vida. La única salida la realiza poco antes de su muerte,
cuando le pide a José que le acompañe a ver el mar. Viendo las casas de los
pescadores le comenta: "¡Quién pudiera vivir ahí tras una de esas
ventanas, libre ya de toda preocupación!". A la mañana siguiente comenzó a sentirse mal y su neumonía
empeoró. A las cuatro de la tarde del 22 de febrero, un miércoles de ceniza, el
poeta agonizaba sobre una cama verde. Su madre fallecía sólo tres días más
tarde.
La noticia de
la muerte del poeta se extendió con rapidez. Seis milicianos de la Segunda
Brigada de Caballería del Ejército español recluidos en el pueblo, se
presentaron para portar el féretro, cubierto con la bandera tricolor de la
República. Buena parte de la población de Colliure acompaña a la comitiva hasta
el pequeño cementerio. Le entierran en un nicho prestado, a su madre lo harán
en el depósito de pobres.
Al día
siguiente llegó una carta con el ofrecimiento de la Universidad de Cambridge de
un empleo como docente en la misma.
En 1958 los
restos de Antonio Machado y de su madre fueron depositados en la tumba que
actualmente ocupa, muy cerca de la entrada del cementerio. En ella hay un buzón
lleno de cartas (una fundación se encarga de recogerlas) y decenas de pequeños
objetos de personas que peregrinan hasta allí para rendirle homenaje. En ellos
puede verse la admiración que aún despierta. Cuentan que hace años los alumnos
de un colegio le llevaron tierra del limonero de un patio sevillano.
Poco después
de su muerte, su hermano encontró en un bolsillo de su viejo gabán un papel
arrugado. Contenía sus últimos versos: “Estos días azules y este sol de la
infancia”.
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