28 julio, 2010

La roja

La aparición, en varios archivos, de diversos documentos ha marcado la investigación para mi novela y la ha centrado especialmente en tres personajes, cuya historia puede precisamente conocerse con más detalle gracias a esos escritos. También el contenido de este blog ha girado, en buena medida, alrededor de esas tres personas: mi tatarabuelo Antonio y mis abuelos maternos José y María. Pero, curiosamente, en la trama de la novela que tengo en mi cabeza, sólo hay un único personaje que permanece desde el principio hasta el final: mi bisabuela Antonia. Su vida no ha quedado reflejada en ningún documento histórico, pero ella es, junto con mi abuela, uno de los personajes más importantes de los hechos que quiero narrar.

Antonia nació en Melilla, donde estaba destinado su padre, en el año 1.888. Cuando éste emprende su marcha Cuba, para luchar en la guerra que allí se estaba librando, la familia decide trasladarse a Málaga, donde esperan su regreso. Ella tenía entonces ocho años. Creo que las personas se sienten de la ciudad en la que transcurren los últimos años de su infancia. Y que esos recuerdos conforman la personalidad. Lo cierto es que Antonia siempre guardó un cariño especial por aquella ciudad de su niñez.

A los pocos meses del regreso del padre, enfermo a causa de las heridas de la guerra, la familia se traslada de nuevo. Su destino es el pueblo de Churriana de la Vega, situado junto a Granada. Después de casi treinta años lejos de su pueblo natal, en los que Antonio ha ido gastando su vida a lo largo de diferentes plazas militares, aquel regreso debió colmar sus aspiraciones, sobre todo porque el teniente que regresaba, disfrutaba de una posición muy diferente al joven soldado, que había marchado a la tercera guerra carlista casi tres décadas antes. La familia gozaba de una posición acomodada. Las hijas sabían bordar, pero también leer y escribir y la mayor incluso fue maestra, una educación que pocas mujeres alcanzaban en aquella época. Pero a los dieciséis años, Antonia se enamora de José, un gañán que, lo único que ha heredado de su padre es el mote con el que conocerán en el futuro a toda la familia: mitaílla, la curiosa unidad de medida, que utilizaba para pedir el anís que le calentaba en las duras mañanas del invierno de la vega. A la diferencia de clase social, se añade también una diferencia de edad de veinte años, pero Antonia, profundamente enamorada, decide romper con todo para irse a vivir con aquel campesino, sin importarle que su madre la desherede por ello.

A partir de ese momento, la niña que iba los domingos a misa con guantes de hilo y sombrilla, conocerá la vida dura de los hombres del campo andaluz. Antonia nunca se arrepintió de la decisión tomada y quiso a su marido hasta el último día de su vida. (En un artículo futuro también hablaré de la personalidad de José y se entenderán los motivos de esa relación). La pareja, que nunca tuvo ideales políticos, tuvo dos hijos y seis hijas. La juventud de los cuales coincidió con el estallido de esperanza que significó la república.

Antonia en los momentos más duros siempre tenía un refrán: “Más se perdió en Cuba”. Ella siendo una niña, pudo vivir plenamente la crisis del 98. Y siempre contaba esa frase a sus hijos cuando alguno se quejaba. El refrán de la bisabuela ha traspasado generaciones. Yo también lo escuché de pequeño en la boca de mi madre. Pero Antonia desconocía que aún era posible llegar a perder mucho más. La llegada de la Guerra Civil trajo la desgracia a la familia y los acontecimientos y buena parte del pueblo, se ensañaron con crueldad con toda nuestra familia. Vivió el fusilamiento de su hijo Paco, simplemente porque sus ideas socialistas le habían llevado a repartir pan entre los campesinos en huelga, que veían como el hambre de sus familias debilitaba la fortaleza de sus ideales y el mantenimiento de la revuelta. También sufrió como ninguna el viaje hacia la locura de su hija menor Trini. La posguerra también la golpeó duramente. Tras la derrota, su hija María (mi abuela) fue encarcelada por ayudar a los hombres que se habían echado al monte para continuar la lucha y entre los que también se encontraba mi abuelo. Allí parió a su hija Resu y a los 18 meses se vió obligada a separarse del bebé. La familia no tenía recursos para mantener a la pequeña, tampoco a mi madre y tuvo que ver cómo eran acogidas en un hospicio de monjas.

Hay un momento que describe perfectamente el coraje de Antonia. Un tiempo después del fusilamiento de su hijo, el régimen franquista, que quería maquillar la brutalidad de su represión, trató de hacer un chantaje moral a aquella madre. El secretario del Ayuntamiento del pueblo le exigió que firmara un documento conforme su hijo no había muerto frente a un pelotón de fusilamiento, junto a las tapias del cementerio de Granada, sino luchando por España. Con ello, quizás podría alcanzar algún subsidio. Antonia se negó rotundamente a firmar esa mentira, el secretario la abofeteó con toda su fuerza y la insultó calificándola de “roja”. Ella, que nunca se había caracterizado por fuertes convicciones políticas, le respondió: “Si ser roja es que te maten a un hijo inocente por rojo, entonces soy roja”.

Aquella respuesta ilustra la admiración con la que mi madre, mis tías y mis primos siempre me han hablado de ella. Y aunque sus datos biográficos no hayan quedado reflejados en ningún documento, su hermosa historia de amor y la entereza con la que se enfrentó a la dureza de su vida, hacen que también ella sea una de las heroínas de la novela que tengo en la cabeza y que poco a poco va tomando cuerpo.

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