30 abril, 2009

Leía el libro con auténtico placer

Leía el libro con auténtico placer, con esa fruición extraña que produce susurrar párrafos enteros para poder oír la belleza de las palabras e interiorizar esa hermosura entre las páginas del libro y las esquinas inmóviles, que esos momentos de lectura le dejaban en su interior, porque, cuando una frase llega muy dentro, no basta con esa lectura rápida, ávida por continuar, sino que necesita ser articulada lentamente en sonidos, repetida despacio con el objetivo inútil de llegar a recordarla.

Así, en la quietud de la tarde de agosto que busca el rincón sombrío, fue desgranando las páginas del libro como pequeños sorbos de un vino delicioso que temía terminar. Las líneas de escritura eran como una larga fila de hormigas sin fin, que no cesaba en su actividad laboriosa por hacerle entender, que lo que contenían esos renglones de palabras limpias no eran, sino la historia de un desasosiego que por fin se calmaba. La sensación que produce en un lector voraz el placer de un libro bien escrito.

Para leer hace falta la templanza y la calma que fijan las palabras y las ideas.


Los recuerdos se guardan en un baúl desordenado, donde a menudo es difícil distinguir lo real de lo ficticio, lo ajeno de lo propio. El pasado se oculta detrás de la mirada distorsionada de una lente que no siempre retiene todos sus matices.

Agosto 2.005, mientras Paula, de apenas un mes de vida, dormita en su capazo entre las sombras del patio de nuestro piso en Madrid y yo acabo de leer Los girasoles ciegos del Alberto Méndez.

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