30 abril, 2009

El día que murió Franco fui un niño muy feliz

A mis siete años, aquellos días sin colegio en mitad de un noviembre gris parecían un adelanto de las vacaciones de navidad. Cuando pregunté a mis padres por el motivo de esos inesperados momentos de juegos, lejos de los pupitres y del olor a tiza, su respuesta fue: “porque Franco se ha muerto”.

Llevado por mi inocencia infantil respondí que Franco podría morirse cada mes y así disfrutar de más vacaciones inesperadas. No entendí por qué mis padres me riñeron con tanta severidad, haciéndome prometer que no volvería a hacer ese comentario, especialmente delante de desconocidos. Tampoco entendí por qué en la televisión solo se escuchaban himnos militares y aparecía una interminable cola de personas tristes que avanzaban despacio entre lágrimas. Mi abuela María también lloraba como no la había visto antes, con el consiguiente enfado de mi abuelo Rafael. Lo que tienes que hacer es celebrar la muerte del cabrón que te metió en la cárcel y mató a tu hermano, le regañaba el viejo anarquista. Yo pensaba que ella lloraba por los mismos motivos que los señores con bigotito de la larga fila. No entendía nada. Más tarde descubrí que las razones de su llanto eran muy distintas. Mi abuela guardaba tan adentro la pena y el sufrimiento de muchos años, que ni siquiera los días de libertad que vendrían más tarde los harían olvidar.

Años después, en una mañana adolescente de verano, tranquila y larga como solo las mañanas de vacaciones pueden serlo, mi tía Encarna empezó a contarme la historia de mi familia, los motivos por los que mi tía Resu había nacido en una cárcel; por qué una curiosa unidad de medida, la mitaílla de anís que solía pedir mi bisabuelo en la taberna para combatir el frío del duro trabajo en el campo, dio origen al viejo apodo con el que les conocieron en aquel pueblo de la vega granadina; supe que mi madre cantaba nanas para no oír los estallidos de las bombas… y comprendí el llanto de aquella otra mañana de un noviembre que ya me parecía lejano.

Mi abuela sobrevivió apenas tres años al dictador y nunca me contó su historia, pero esa mañana descubrí por qué el miedo y el hambre son el mejor cemento para unir a las familias, por qué, en las situaciones más desesperadas, las personas sencillas y anónimas se convierten en héroes sin pretenderlo, por qué el sufrimiento más amargo pervive escondido durante años y generaciones.


Aquellas historias, contadas aún en voz baja, desplegaban en mi mente cientos de imágenes, como las viejas fotografías de este libro y decidí que algún día tomaría los retales dispersos para escribir una novela, la historia de los que lucharon y sobrevivieron para que yo pudiera hoy comenzar a escribirla desde el cielo, en un avión; porque, más allá de la pobreza, del miedo, del odio, la dignidad fue el mejor tesoro que ellos pudieron legarnos.

Mi tía se marchó para siempre hace una semana y ahora la recuerdo contándomela. Se fue postrada por la enfermedad, pero luchando hasta el final. El médico, sorprendido por tan inútil esfuerzo, dijo que la generación que nació con la guerra había aprendido a sufrir tanto, que no sabían irse de otra forma.


Este libro pretende ser una celebración que reúna a cuatro generaciones de Mitaíllas y un homenaje a la persona que empezó a contarme la historia.



7 de Octubre de 2.008

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