Hay palabras que pertenecen al pasado, que apenas sobreviven dormidas junto a los recuerdos y sólo despiertan en raras ocasiones, cuando el punto de mira de la memoria acepta por compasión fijarse en ellas. Son palabras que vuelven trayendo antiguas sensaciones, signos que, años después, recuperan su sonoridad para recordarnos que existen rememorando un mundo latente. Hay momentos en los que el azar retorna a nuestros oídos algunas de aquellas palabras, que sólo existían en la geografía de la niñez, casi siempre expresiones de un dialecto que proviene directamente de la infancia.
También hay olores que pertenecen al pasado como el olor a humedad de la casa vieja donde transcurrieron mis primeros años, como aquellos días, que cayeron igual que los trozos de las paredes desconchadas. También hay sabores que despiertan del letargo de los inviernos, como el azúcar quemada, que por arte de una oculta magia incomprensible para un niño, se transformaba en caramelo líquido o el de los grumos de la vainilla espesados en las paredes del cazo de la abuela.
Es, en esos momentos casi mágicos, cuando un olor, un sabor o una palabra pueden transportarnos al edificio donde se construyeron mis primeros sueños para revivir antiguos recuerdos casi olvidados y su presencia, empequeñecida por el tiempo, me parece extraña. Las inmensas magnitudes de la infancia son devoradas por el presente, que siempre marca una geografía más precisa. El regreso a aquellas dimensiones trae la extrañeza de que todo ha empequeñecido y las medidas parecen irreales, pertenecientes a un sueño del que quizás hubiera sido mejor no despertar.
Hay palabras muertas junto a la cuna, a los primeros lápices o al soldadito de plástico verde que era el favorito y siempre salía victorioso de sus combates con los demás muñecos, que no gozaban del privilegio tierno de los pocos años. Hay sabores muertos que nunca podrán recuperarse del todo, porque los nuevos productos no tienen el mismo sabor a vainilla y cariño ya que ahora hay montones de bolsitas de caramelo líquido en los supermercados. Hay olores como el de la casa de la infancia que no vuelven a repetirse nunca en ningún otro lugar y dimensiones enormes que luego nunca podrán ser reproducidas en toda la magnificencia de su limitada magnitud.
Hay fotografías donde un niño con cara ingenua toca la trompeta o el acordeón junto a la silla donde comía la maicena, aquella silla que se tragó el olvido del tiempo, como el camión de bomberos con el que apagaba los fuegos de mi desconocimiento. Hay negativos donde la vida se mantiene en todo su tamaño, como prueba de que aquella inmensidad realmente existió y es en ellos donde queda constancia de las sucesivas vidas y magnitudes que van ocurriendo.
Las palabras, los olores, los sabores, las magnitudes que han muerto no deben ser enterrados porque ellos significaría matar una parte de nosotros mismos, destruir sin más un pedazo de nuestra historia personal. Por ello, cuando hoy observo con tristeza la casa de mi infancia, no puedo disfrutar de ninguna sensación. Un plan de reordenación urbana puede destruir las magnitudes de mi niñez y la casa malherida, con sus balcones y puerta sellados de cemento, parece un cadáver con los ojos y la boca cerrados, del que es necesario desprenderse. Es por ello que necesito ahora sentir las palabras, los sabores y los olores muertos para que no caigan en el olvido de una máquina excavadora.
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