31 diciembre, 2020

Una historia de 1898 para desearte un maravilloso 2021

Hay años duros que quedan marcados para siempre en la memoria colectiva e individual de mucha gente por las enormes dificultades a las que debieron enfrentarse. Cuentan que la navidad del año 1898 fue una de las más tristes que se recuerdan. La derrota en una tierra caribeña y lejana hizo que el país perdiera algo más que las últimas colonias de un imperio decadente.

Yo puedo imaginar a mi bisabuela Antonia, que por entonces era una niña de once años, matando el tiempo con sus labores de costura. Con cada alfiler ha ido clavando en el acerico un deseo y así, a lo largo de los tres últimos inviernos, ha pedido centenares de veces el regreso de su padre de una guerra que se libraba al otro lado del océano.

En Málaga, diciembre suele tener algunos días agradables y soleados, pero durante las últimas semanas el tiempo había sido desapacible, con viento y frío. Podemos saberlo a través de las páginas de La Unión Mercantil, el periódico vespertino fundado por empresarios catalanes que editaban en la ciudad y que también nos cuenta que, al igual que en los dos años anteriores, no se han cantado villancicos por las calles o que la suerte de la lotería ha vuelto a ser esquiva, una vez más, con los malagueños. 

Al final de ese verano habían empezado a llegar los primeros barcos repletos de heridos y todos pudieron descubrir el estado lamentable en el que volvían sus soldados, el sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco, los nombres sueltos del principio se convirtieron en largas listas agrupadas por unidades que publicaban cada día los periódicos: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la Infantería de Marina, pero en ellas nunca aparecía el teniente de primera de Administración Militar que su madre Feliciana andaba buscando.

Y mientras sigo imaginando a Antonia puedo ver su preocupación, la de su madre, la de sus hermanas por la falta de noticias de Cuba. Imagino a las mujeres de la casa sin ánimos para  visitar los escaparates de los grandes almacenes de Gómez Hermanos y deslumbrarse con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas, nubes de madroño y sayas. El desánimo de Feliciana tampoco invita a acercarse a La Imperial, la pastelería de la esquina de la calle Nueva con Cintería, y comprar borrachuelos o un bonito surtido de patos de dulce, esos deliciosos pasteles de pasta de galleta y huevo que cuestan  cuatro reales la unidad.

Esa nochebuena ni siquiera han tenido la cena en casa de los García Trevijano.  El primo hermano de Feliciana había dejado su cargo de Gobernador Civil de Málaga en abril, cuando tomó posesión del escaño 196 de Diputado a Cortes por el Partido Liberal, que ganó en dura pugna con el candidato oficialista gracias al apoyo incondicional que le había brindado el mismísimo Práxedes Mateo Sagasta. La reina regente María Cristina estuvo presente en la solemne sesión de apertura de las Cortes. Mi imaginación, que a estas alturas de la historia ya anda algo desbordaba, me quiere hacer creer que, dado que el Gobernador era la única familia que tenían en Málaga, les habría invitado a pasar en su casa la nochebuena de los dos años anteriores. Imagino que la casa sería bonita porque se sabe que era un hombre culto que atesoró una importante biblioteca y que, años más tarde, el propio rey Alfonso XIII llegaría a pernoctar en otra de sus casas señoriales.

Pero volvamos a Antonia, su historia forma parte las narraciones orales que se han transmitido a lo largo de las generaciones de mi familia. Cuando era niño mi madre me contaba el sufrimiento que a ella le había descrito su abuela mucho tiempo después. Como también le contó que, a pesar de todo, siempre guardaría un recuerdo maravilloso de Málaga, la ciudad donde vivió los tres años más inolvidables de su infancia. En los momentos más duros en mi familia siempre se recitaba aquella letanía: Más se perdió en Cuba. A mí me encanta seguir con la tradición familiar y por eso se la sigo recitando a mi hija y sigo guardando un recuerdo maravilloso de la ciudad del paraíso de mi infancia.

Antonia López García

Al final del funesto año de 1898 acabó llegando la esperanza, la ansiada carta que Antonio López envió desde el puerto de Cienfuegos, donde permanecía a la espera de embarcar con parte de las últimas tropas que aún quedaban en la isla. El teniente regresó enfermo a Málaga el 28 de enero de 1899 en el vapor Chandernagor. Y no resulta muy difícil imaginar los abrazos tan largamente esperados que debieron producirse ese día en la casa.

Unos meses más tarde la familia regresó a Churriana, el pueblo de la vega granadina, del que Antonio había estado alejado muchos años por su carrera militar. Aunque Antonia era una señorita de posición confortable para la época se acabaría enamorando de un campesino pobre, analfabeto y bastantes años mayor que ella con el que se casó, a pesar de la fuerte oposición de su madre Feliciana, que llegó incluso a desheredarla. El campesino se llamaba José y lo conocían en el pueblo por “el Mitaílla”, la curiosa unidad de medida con la que pedía el anís que debía calentarle del frio del campo en invierno.

2020 ha sido un año lento, extraño y difícil. Me quedé sin trabajo a principios de la pandemia, pero eso me ha permitido volver a retomar la escritura de mi novela después de algunos años, la historia de “los Mitaillas”, la más dolorosa, pero también la más maravillosa que nunca me han contado. La escena en la que el barco de Antonio llega al puerto de Málaga fue precisamente la primera que logré emborronar en un papel allá por el mes de abril https://bit.ly/3hvPL43

A pesar de todo, me quedo con la alegría que siempre llega después de la dificultad. No dudo que en el 2021 volverán los abrazos y los reencuentros. Una de las cosas buenas de este año es que nos ha hecho valorar las cosas que de verdad importan. Con este relato de unas navidades tristes en un tiempo sombrío pero con un final esperanzador quiero desearte un nuevo año lleno de abrazos y de momentos felices, como feliz, sin duda, fue el reencuentro de Antonia con su padre.




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23 noviembre, 2020

El regreso de Cuba

La llegada de la pandemia y del confinamiento me permitió volver a escribir. Después de limitarme a corregir escenas ya escritas durante demasiado tiempo, por fin me enfrenté de nuevo al miedo ante el papel en blanco. Ésta fue la primera escena que escribí al inicio de la primavera. Detrás de ella hay un minucioso trabajo de investigación de muchos años, casi obsesivo. El exceso en detalles históricos está buscado y reconozco cierto estilo decimonónico y algo anticuado, pero se trata de un hecho del ultimo año del siglo XIX. Debo confesar que siempre imaginé la llegada de ese barco como Flaubert imaginó zarpar al Ville de Montereau en el maravilloso inicio de La educación sentimental.

El vapor Chandernagor llegó al puerto de Málaga a las 10 de la mañana del 28 de enero de 1899. Apareció un día antes de lo previsto, en medio de un temporal que azotaba el mar desde el día anterior y que unas horas antes había obligado a regresar a varios navíos de guerra que zarparon con rumbo a Cartagena. Su llegada sorprendió a todos los que pensaban que habría buscado refugio en Cádiz ante las dificultades de embocar el estrecho. Entre los 38 oficiales que habían partido del puerto cubano de Cienfuegos dieciocho días antes se encontraba el Teniente de Administración Militar Antonio López. A bordo viajaban también 18 sargentos, 42 cabos y 919 soldados, incluidos la totalidad del Regimiento de Alfonso XII y bastantes familias de la oficialidad. Entre sus pasajeros 478 estaban enfermos, la mayoría de paludismo y disentería, treinta de ellos de gravedad y durante la navegación habían muerto seis soldados y un cabo, según informaría la edición de periódico vespertino La Unión Conservadora de ese día.

A pesar de que el barco venía repleto de heridos y de lo inesperado de su aparición, subieron a bordo las diferentes autoridades. La lista de las cuales incluyó al Gobernador Militar y su ayudante, el Gobernador Civil y el Alcalde, ambos con su secretarios particulares, el Comandante de Marina, los jefes de Sanidad y Administración Militar, el teniente de carabineros que estaba de servicio esa mañana, el Comandante de la Guardia Municipal y varias personas más, entre los que se encontraba el Jefe de Servicios de la Compañía Trasatlántica, que había venido de Cádiz “con el exclusivo de esperar”, y que fue el primero en subir. Todos ellos fueron obsequiados con pastas, vinos y tabacos y se reunió a los oficiales en el salón con la intención de leerles el telegrama de felicitación enviado por el Regente.

Después de tres horas de espera por fin comenzaron a bajar los primeros hombres en mitad de una lluvia torrencial que alargó el desembarco durante más de dos horas. La vista que había desde lo alto de la escalerilla junto al Muelle Transversal del Este era desoladora. Un ejército de soldados abatidos se movía con lentitud por el muelle. Más de una treintena necesitaron la ayuda de los camilleros militares que los llevaron hasta las ambulancias y los diferentes coches dispuestos por la Cruz Roja. A la caseta de dicha institución llegaron varias damas pertenecientes a esa orden de caridad, acompañadas de trece enfermeros.

Los que podían valerse por sí mismos vagaban sin saber a dónde ir, envueltos en sucios harapos, incluso descalzos. Antonio los miraba, veía los hombres famélicos, bronceados por el ardor de un sol tropical y era incapaz de reconocer a los jóvenes que partieron con él a la guerra. Tampoco el ambiente que los recibía era el mismo que los despidió tres años antes. Esta vez el encargado de darles la bienvenida era la lluvia pertinaz y un enorme silencio. Fue abriéndose paso entre rostros macilentos, tratando de no tropezar con ninguna muleta, con ningún cuerpo desfallecido por el cansancio del viaje, ni con los bultos de material de artillería y de impedimenta que habían comenzado a depositar sobre la dársena, ya que el paquebote debía zarpar al día siguiente sin falta hacia Marsella. Su estado de salud no le permitía caminar más deprisa, pero, tras una larga convalecencia, por fin estaba a punto de regresar junto a su familia.

Antes de dejar atrás el puerto se giró para ver por última vez el buque que le había traído a casa. El  Chandernagor era un vapor de la naviera francesa Compagnie Nationale du Navigation, con sede en Marsella, con la que había cerrado un contrato la Compañía Trasatlántica para que hiciera dos viajes desde Cuba. La goleta, que pesaba más de tres mil toneladas, había sido construida en 1882 por la empresa William Denny and Brothers Limited en la localidad escocesa de Dumbarton, tenía dos palos y una chimenea central y contaba con una máquina de vapor que tenía una fuerza de mil ochocientos caballos. Durante varios años había realizado la travesía entre Nápoles y Nueva York, transportando a emigrantes italianos, que esperaban la cuarentena en la isla de Ellis.

Chandernagor

El barco disponía de 990 literas, según la carta manuscrita con una letra pulcra y esmerada que se adjuntaba al acuerdo, noventa y seis de ellas se repartían entre los camarotes de la primera y segunda cámara y la tercera preferente. En los sollados de tercera también se situaba la enfermería y los camarotes donde se agolpaban las 290 literas destinadas a los convalecientes y las 638 ordinarias donde dormían los sanos. El servicio de fonda y farmacia había corrido de cuenta del armador y el trato a la tropa estaba estipulado en base al reglamento de los transportes franceses.

La Trasatlántica había contratado también los servicios de un capellán, un médico cuyo objeto había sido “la mejor asistencia y mayor inteligencia por el idioma y el trato a los enfermos” y dos cocineros con “el cometido a la vez de auxiliar al personal de comida francés y dedicarse a la preparación de comidas al gusto de nuestro país”. Se había comprado también diverso material para la realización del servicio de transporte. Se adquirieron 4 lavabos dobles, 16 jarritos, 150 escupideras, 50 taquillas y 8 palanganas para el hospital. En cubierta contaban con 6 botes, cada uno de ellos con 8 remos, 10 chumaceras y un achicador. El gasto destinado al culto no había sido menor: un capilla, un confesionario, una mesa de altar y un cajón con diferente efectos. Entre la larga lista aparecían cuatro casullas, cada una de un color diferente, una campanilla, un misal, una caja para hostias, un cáliz, hijuelas y varios cuadros de santos y vírgenes y crucifijos.

Habían gastado tanto dinero en velar por las almas que descuidaron los estómagos. A pesar de haber cobrado unos precios inflados por el transporte, la Compañía Trasatlántica hizo prevalecer sus intereses sobre las condiciones del pasaje y convirtió el negocio de la repatriación en un enorme beneficio. La naviera, que tenía su sede en Barcelona, gozó del monopolio por parte del Gobierno para el transporte de las tropas que regresaban de Cuba, enriqueciendo con ese contubernio aún más la fortuna de su dueño que, aunque también se llamaba Antonio López, era un antiguo esclavista sin escrúpulos y sin ninguna relación con el teniente. Mientras éste dejaba atrás el barco no podía evitar mirar con pena a sus compañeros y sentir cómo la tristeza siempre camina arrastrando los pies cuando se aleja.

15 junio, 2020

Miliciana a caballo


El confinamiento ha sido como un largo domingo de primavera. El desempleo y la pandemia me han regalado tiempo para volver a escribir y, diez años más tarde, continuar la investigación histórica de la novela. He vuelto a buscar información en internet con la grata sorpresa de encontrar datos que actualizaban o complementaban los hechos sobre los que escribo o me han permitido descubrir otros nuevos.

Y uno de ellas me cautivó ayer… ¿Qué relación tienen una fotógrafa alemana (Gerda Taro), una periodista francesa (Simone Téry) , un escritor estadounidense (Ernest Hemingway) y una actriz sueca (Ingrid Bergman) con una misteriosa brigadista fotografiada en plena Guerra Civil en un pueblo costero de Granada?

Gerda Taro


De Gerda Taro he escrito dos veces en este blog http://tiny.cc/7hzuqz  y http://tiny.cc/7jzuqz . El 14 de febrero de 1937 llegó a Almería acompañada de su compañero Robert Capa con la  intención de fotografiar la tragedia de los cientos de miles refugiados malagueños que habían huido de las tropas franquistas. Sobre la conocida como La Desbandá he escrito aquí porque la sufrió mi familia de forma directa http://tiny.cc/vmzuqz y es un hecho histórico que me interesa mucho http://tiny.cc/pozuqz, http://tiny.cc/oqzuqz. También sobre diversos personajes que se vieron envueltos en aquel torbellino como el médico canadiense Norman Bethune http://tiny.cc/oqzuqz, la Escuadrilla España del escritor francés André Malraux http://tiny.cc/wszuqz, el piloto holandés Jan Frederikus Stolk http://tiny.cc/y70uqz, el escritor y espía húngaro Arthur Koestler http://tiny.cc/ra1uqz, el zoólogo británico Sir Peter Chalmers Mitchell http://tiny.cc/ef1uqz o diversos testigos de la caída de Málaga http://tiny.cc/xg1uqz como la brigadista rusa Elisabeta Parshina, la escritora inglesa Gamel Woosley o el americano Edward Norton. También he escrito sobre las circunstancias de la huida http://tiny.cc/bt1uqz y http://tiny.cc/c21uqz, http://tiny.cc/f41uqz, sobre los que debieron defender la ciudad como el cobarde Coronel Villalba http://tiny.cc/700uqz  y http://tiny.cc/2y0uqz,  o los asesinos como el General Queipo de Llano que ordenó los mayores crímenes http://tiny.cc/430uqz o los periodistas que los callaron o los contaron desde la distancia http://tiny.cc/bq1uqz...

Ficha de corresponsal Gerta Pohorylle, nombre verdadero de Taro
Pero volviendo a la historia que quería contar… Gerda Taro y Robert Capa fotografiaron en Almería a los desvalidos refugiados malagueños. Aunque la verdadera tragedia ya había sucedido en la carretera unos días antes  y se conservan muy pocas imágenes tomadas por Hazen Sise, uno de los integrantes del Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre que dirigía Norman Bethune. Se trasladaron al frente, donde Gerda tomó una foto icónica. Más allá de la desgracia, del hambre y de la muerte en la huida, retrató a una brigadista a caballo. El mensaje era claro y poderoso: la República no se rinde y, a pesar de todo, sigue luchando.



Era la primera que firmó Gerda Taro con su propio nombre, sin Robert Capa y formaría parte de un reportaje que escribió la periodista francesa Simone Téry para la publicación Regards. Simone era una mujer moderna, con carácter que se abrió paso como reportera en un mundo muy masculino y cerrado. Las descripciones la dibujan alta y bien formada, con cabello castaño corto y ojos verdes. Se había afiliado al Partido Comunista francés unos años antes tras visitar la Unión Soviética. Sus artículos le habían llevado a viajar por Irlanda,  China, Japón, USA y Alemania. Había llegado a Valencia sólo unos días antes y acudió adonde creía que estaba la noticia. El reportaje con las fotos de Taro y Capa fue publicado el 18 de marzo de 1937. "El éxodo de los habitantes de Málaga y de la región, tras la toma de la ciudad por los fascistas, constituye uno de los episodios más atroces de la guerra española. Ninguna relación tan precisa, ni tan verídica como la presente de esta atroz tragedia que ésta que nuestra colaboradora Simone Téry ha retransmitido desde España y que publicamos aquí junto a las emocionantes fotos de Capa y Taro".

Unos días después de publicarse el artículo, Margarita Nelken le hizo una entrevista en el frente de Madrid en la que le preguntó si se consideraba valiente. Téry le respondió que no lo sabía, pero que tenía conciencia profesional. Otra valiente, Gerda Taro moriría solo unos meses más tarde, arrollada por un tanque en la Batalla de Brunete.

Téry se casó con Juan Chabás, un escritor de la Generación del 27. El matrimonio se celebró en el Madrid cercado por las tropas franquistas. La pareja se exilió en la republica Dominicana y luego en México. Tras separarse de Chabás, Simone regresó a Francia y escribió un libro titulado Front de la liberté. Espagne 1937-1938. Años más tarde escribiría una novela basada en esas experiencias.

La foto de la miliciana desconocida impresionó mucho a Ernest Hemingway, tanto que decidió que la heroína de la novela que estaba escribiendo, basada en sus propias experiencias como corresponsal en la Guerra Civil, la María de Por quién doblas la campanas, tendría su rostro y su personalidad.

La novela fue publicada en 1940 y obtuvo un éxito inmediato. Solo un año más tarde Hemingway le vendió a la Paramount los derechos para llevarla al cine. Los secretos del rodaje se hicieron legendarios. El novelista eligió la Paramount porque quería que su amigo Gary Cooper, que había protagonizado otra película basada en una novela suya, Adiós a las armas, interpretara a Robert Jordan. Para el papel de la idealista María los estudios eligieron a Vera Zorina, una bailarina que había enamorado al productor Samuel Goldwyn, el cual le había firmado un contrato para hacer siete películas. Tras varias semanas de rodaje, se hizo cada vez más evidente que no era la idónea para el personaje y Hemingway exigió que se lo dieran a Ingrid Bergman, que en ese momento estaba preparando su papel para una película presuntamente menor y que acabaría convirtiéndose en una de las más míticas de la historia: Casablanca.

Hemingway se negó a que la dirección corriera a cargo de Cecil B. de Mille. El director finalmente elegido para la película fue Sam Wood, un derechista cuyas ideas retrógradas destrozaron el espíritu de la novela. También el Gobierno de Franco presionó para adulterar la adaptación cinematográfica a través del ministro de Asuntos Exteriores y del cónsul en Los Ángeles. No en vano la censura franquista consideraba a Hemingway como "una amenaza a la moral conservadora de España".



Lo cierto es que cuando Gerda Taro tomó esa impresionante foto en Calahonda, un pueblo de la costa granadina donde se combatía al fascismo, no podía imaginar todo lo que sucedería a partir de la imagen de una mujer, que hoy sigue siendo una desconocida.

La exposición Taro y Capa en el frente de Málaga  exhibió la fotografía en el Centro Andaluz de Fotografía (CAF) entre julio y septiembre de 2019. En esa exposición también se pudo ver el audiovisual ¡Hasta pronto hermanos! Las Brigadas Internacionales en La Desbandá. Afortunadamente, ese magnífico documental está disponible en internet: https://www.youtube.com/watch?v=jG8nMSS4b0Q


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11 junio, 2020

El Regimiento de Zamora


Hace unas semanas contacté con la Biblioteca del Ministerio del Ejército para solicitar información sobre el Regimiento de Zamora nº 8 en el que combatió mi tatarabuelo Antonio López Martín durante la Tercera Guerra Carlista. Diez años más tarde volvía a retomar la investigación histórica sobre la novela que tenía en el abandono. Había pasado una década desde que la magia de internet me permitió acceder a revistas y libros de la época que narraban con detalles muy precisos aquella guerra, pero aunque aparecían referencias concretas sobre el Regimiento, sus acciones se perdían en la confusa narración de las batallas.

En cuanto las administraciones volvieron a abrir después de la pandemia, recibí la diligente respuesta en la que, con toda amabilidad, me adjuntaban documentación. Con ella he actualizado algunas entradas de este blog relacionadas con la Batalla de San Pedro de Abanto y, en breve, lo haré con las de Monte Muro. Entre el material recibido, me enviaron una copia del libro Historia del Tercio de Zamora y Regimiento de Infantería del mismo nombre, escrito en 1903 por Maximino de Barrio Folgado.

Su lectura me ofreció una maravillosa lección de historia que arranca en el 1580. Ese año se formó el Tercio de Bobadilla con 3000 hombres de la comarca de Zamora. Los soldados, repartidos en 12 compañías, estaban al mando del Maestre de Campo Francisco de Bobadilla. Los viejos tercios españoles tomaban el nombre de las ciudades o provincias que nutrían sus filas o también de sus comandantes. Su enseña de color bermejo llevaba las armas de la ciudad de Zamora, consistente en el brazo de Viriato y el puente de Mérida. Su bautismo de fuego se produjo en la conquista de Portugal que libraba Felipe II.

Terminada la pacificación de Portugal y de las Azores, el Tercio de Bobadilla, también conocido como el de Zamora, fue enviado a Flandes a combatir bajo las órdenes de Alejandro de Farnesio. Como los británicos dominaban los mares, tuvieron que atravesar medio continente en largas marchas a pie hasta su destino. Nada más llegar participó en la Batalla de Empel. Durante los días 7 y 8 de diciembre de 1858, los hambrientos soldados se vieron acorralados por la subida del agua. Los holandeses habían abiertos los diques obligándoles a refugiarse en el islote de Bommel, situado entre los ríos Mosa y Waal  y cercado por una armada de cien barcos. La helada congeló las aguas. La leyenda cuenta que la intercesión de la Inmaculada Concepción tuvo un papel relevante en la victoria y por ello, desde entonces, fue proclamada patrona de los viejos Tercios y de la actual infantería.

El milagro de Empel, obra del pintor Augusto Ferrer-Dalmau
Tras esa batalla, participaron en acciones militares en ciudades como Amberes, Colonia o Brabante y, más tarde, en las guerras de Religión en Francia luchando contra los protestantes. Tomaron parte en el sitio de Cambrai, la toma de Amiens o el sitio de Ostende.

Décadas más tarde, en 1643 para ser exactos, participaron en la Batalla de Rocroi, la más dolorosa derrota de los tercios y la más heroica, donde todos los soldados del Tercio de Bobadilla murieron en el centro del combate que fue barrido por la metralla enemiga.


Rocroi, el último tercio, por Augusto Ferrer-Dalmau

Durante la Guerra de los 9 años o del Palatinado, en la que la Gran Alianza conformada por la mayoría de los países europeos luchó contra la Francia de Luis XIV, el Tercio combatió en las batallas de Fleurus, Steinkerque, Neerwinden. Finalizó con la Paz de Riswick en 1697 por la que Francia devolvió a España las plazas que había ocupado en Cataluña y Flandes.

Durante la Guerra de Sucesión defendieron los intereses de los Borbones en Flandes luchando contra los ingleses. Las reformas que trajeron la llegada de Felipe V al trono supusieron el fin de los Tercios. Así nació el Regimiento de Zamora que participó en la desastrosa batalla de Ramillies, junto a las tropas francesas que combatían contra un ejército inglés, alemán y flamenco. A lo largo del siglo XVIII combatió en la Campaña de los Pirineos, en las guerras contra Inglaterra y Portugal y en campañas africanas.

La Guerra de Independencia de los EEUU llevó al Regimiento al continente americano, donde más tarde sofocaría revueltas en varios países como México, Santo Domingo o Perú.

Las guerras napoleónicas llevaron a los soldados de Zamora a combatir junto a los franceses en remotas regiones del Norte de Europa como Pomerania o  la península danesa de Jutlandia. Cuando Napoleón invadió España, se encontraron a miles de kilómetros de nuestro país, bajo órdenes del que había pasado a convertirse en el enemigo. Las tropas comandadas por el Marqués de la Romana juraron lealtad a los intereses españoles y, tras un azaroso periplo por varias islas danesas, lograron escapar en botes pesqueros y llegar al puerto de Goteborg, desde donde embarcaron hasta Santander.


El Juramento del Marqués de la Romana, obra de Manuel Castellano
A partir desde entonces el Regimiento fue conocido como El Fiel y bordaron en su bandera su lema La patria es mi norte, la fidelidad mi divisa. Sus soldados estuvieron entre los primeros que combatieron a la invasión napoleónica. Durante meses de marchas y contramarchas se refugiaron en El Bierzo y en Galicia y combatieron junto al Duque de Wellington al ejército francés que por orden de Napoleón iba a conquistar Portugal.

Con el regreso del vergonzoso Fernando VII, el Regimiento fue enviado a Veracruz para luchar contra la independencia de México. Años más tarde, combatió en Cataluña durante la Primera Guerra Carlista, quedando establecido en Barcelona al final de la misma. Bajo las órdenes del General Prim pacificó algunas poblaciones catalanas como Mataró o Reus. Durante el reinado de Isabel II embarcó hacia la Campaña de África siendo uno de los primeros cuerpos en asaltar la trinchera marroquí en la Batalla de Tetuán, distinguiéndose también en la batalla de Wad Ras.


La Batalla de Wad Ras, obra de Mariano Fortuny
Tras participar en los diferentes enfrentamientos cantonales, en 1874 el Regimiento de Zamora estaba al mando del Coronel José Serrano Dávila. El 1er Batallón tenía su sede en Málaga, mientras el 2ª estaba en Granada. Desde ambas ciudades emprendieron su marcha en tren hacia el Norte para levantar el sitio de Bilbao por parte de las tropas carlistas.



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30 mayo, 2020

Soy roja


Ahora que la ultraderecha vuelve a sentirse fuerte y utilizan bárbaras mentiras para aumentar las crispación, ahora que vuelven a arrojar la palabra ”rojo” como un insulto, incluso a los que ni siquiera lo son, quiero compartir una escena de mi novela. La escribí hace unos años. Es totalmente verídica. Me la contaron diferentes miembros de mi familia “los Mitaíllas”. Tres personajes son reales (incluidos mi bisabuelos maternos) y un cuarto es inventado. La dignidad de mi bisabuela Antonia López debería iluminarnos a todos.


Tres golpes secos sonaron en la oscuridad. El primero provenía de los sueños más recónditos de un tiempo feliz en el que no había lamentos, el último de una realidad que no podía presagiar nada bueno. Aún no había amanecido y afuera debía hacer un frío espantoso, pero ellos ya estaban acostumbrados a que les despertaran de improviso en mitad de la noche. No era la primera vez que unos nudillos aporreaban la puerta, o los cristales del ventanuco si tardaban unos segundos más de la cuenta en abrirles. Tampoco sería la última. Se habituaron a los sobresaltos, a los registros inesperados, a las humillaciones que les propinaban cada vez que aparecían con un deseo evidente de molestar, siempre a horas intempestivas. La mayoría de las veces se limitaban a dar unas voces por el mero placer de cortarles el sueño y se marchaban antes de que pudieran abrirles. Otras entraban hasta el fondo de la casa y registraban todo lo que les venía en gana sin explicar qué andaban buscando. José lo llevaba con resignación, con la calma que mantenía incluso en los momentos más difíciles. Antonia, en cambio, aprendió a aceptarlo como un castigo, a aparentar una dignidad forzada cada vez que la Guardia Civil aparecía en su casa.
― ¿Qué querrán a estas horas? ―se preguntaba mientras se vestía a toda prisa.
― ¿Qué van a querer, mujer? Lo de siempre ―le contestó José ya levantado.
Se puso una toquilla sobre los hombros y corrió a abrir la puerta antes de que la echaran abajo. El frío de la amanecida se coló a raudales, también las palabras del cabo entre el vaho con olor a anís seco.
― El secretario me dijo anoche que quiere verte en el Ayuntamiento a primera hora sin falta.
― Y supongo que no te habrá dicho para qué ¿no?
― Tú estate allí en cuanto abran y así te enterarás.
Enmarcado por el tricornio negro, el rostro era lo único que quedaba al descubierto, el resto del cuerpo lo escondía bajo la enorme capa.
―Y no me obligues a regresar. Ya sabes que, si hace falta, te llevo a rastras.
En ese momento Jose apareció bajo el quicio, saludó a los guardias con un gesto de la barbilla, sin llegar a abrir la boca y apretó el brazo de su mujer. Ella bajó la mirada y le contestó al cabo.
―No te preocupes, no tendrás que volver. Cuando el Niño Paz llegue al Ayuntamiento me tendrá allí, clavada como un reloj, esperándole.
Antonia cerró, pero el frío de la madrugada se había quedado adentro como un mal presagio
― Anda, acaba de arreglarte. ―le dijo su marido tratando de ocultar su preocupación―. Yo voy a preparar dos tazones de leche y unas tostadas con aceite. En cuanto acabemos de desayunar y les ponga la comida a los animales nos vamos al Ayuntamiento.
― Ya tienes bastantes cosas que hacer en el campo como para perder toda la mañana.
A José no le dio tiempo a replicarle, antes de que moviera los labios, su mujer insistió.
― Además ¿te han pedido a tí que vayas? Es conmigo con quien quieren hablar ¿no?
― Pero…
― Ni peros, ni nada. Tenemos demasiadas bocas que alimentar y a tí te espera un duro día de trabajo.
― Desde luego ―en otras circunstancias su marido hubiera sonreído―, cuando sacas el carácter de tu madre no hay quien te lleve la contraria.
Su mujer fingía no escucharle.
― ¿Dónde está el cazo?
Mientras José revolvía en el cajón para encontrar algo con lo que calentar la leche, ella rebuscaba en el interior del armario. Entró en la cocina y ante la mirada de su marido le dijo:
― ¿No querrás que me presente en el Ayuntamiento con la ropa de diario?
No pensaba darles el gusto de que vieran su falda vieja y se había puesto el vestido negro que guardaba con cuidado en una percha.
―No te preocupes. Ya lo verás. Será como siempre. Tienen ganas de tocarnos las narices y no saben cómo hacerlo.
―Ése es el problema. Sí que lo saben. ―la miró muy fijamente― Por eso debes andarte con pies de plomo. ¿Me oyes?
Ella ya no escuchaba. Se calentaba las manos con el tazón mientras soplaba. Sus pensamientos estaban puestos en el Niño Paz, en los motivos por los que el secretario la había mandado llamar.
Antonia ya estaba en la plaza cuando abrieron el portalón del Ayuntamiento. Luego le tocó esperar sentada durante más de una hora hasta que el Niño Paz apareció para perderse en su despacho. Ella se quedó allí, en una silla dura. Al rato llegó Roque Sierra con la camisa azul desabrochada pese al frío de la mañana. Entró sin llamar, pero antes de entrar en la sala del secretario, la miró de arriba a abajo. Solo venía por Uriana para temas muy señalados y su mera presencia era un mal presagio. Si el secretario le había llamado era porque no tenía arrestos para decirle a solas lo que quería contarle.
Todo eso daba vueltas en su cabeza cuando oyó una voz indicándole que ya podía entrar. El Niño Paz estaba sentado detrás  de una mesa enorme llena de montañas de papeles y objetos diversos. Roque fumaba de pie, apoyado en la pared. El secretario continuó leyendo un documento antes de levantar la vista y señalarle el asiento con una mirada de desprecio. Nadie abrió la boca en todo ese rato, hasta que el falangista le dijo con tono de burla.
― ¡Qué poco nos vemos últimamente!
Antonia no quiso responderle. Ni siquiera giró la cabeza. Entonces el Niño Paz extendió el brazo y le ordenó:
― ¡Firma aquí!
Ella tomo el papel y se puso a leerlo tratando de calmar sus manos. La lectura fue rápida.
― ¿Cómo se pueden decir tantas mentiras en dos párrafos?
― ¿Cómo dices? ―la voz del secretario retumbó en el despacho.
― Digo que ésto solo cuenta mentiras ―le respondió levantado el documento.
A continuación lo dejó sobre la mesa, sobre una de las montañas de papeles.
― ¿Qué estás diciendo?
― Mi hijo Paco no murió en el frente.
― Mira, Antonia ―el Niño Paz no pudo aguantar más sentado―. Te estamos haciendo un favor. Será mejor para vosotros que conste así.
― Yo no puedo mentirle a mi hijo.
― ¡Qué mentiras ni qué ocho cuartos! Tu hijo está muerto. ¿A quién vas a mentirle?
― A mi hijo lo matasteis vosotros.
Mientras los dos hombres se acercaban, ella seguía sentada.
― ¿Qué queréis? ¿Que le mienta a su memoria? ¿Que diga que murió defendiendo vuestro Glorioso Alzamiento?
Entonces sí miró a Roque. Lo hizo muy tranquila, con toda la osadía del mundo.
― Tú sabes muy bien cómo le mataron. Había falangistas en el pelotón de fusilamiento. ¿Qué pasa? ¿Ahora que ya ha acabado la guerra queréis lavar vuestra conciencia?
― ¿Y qué te piensas? Crees que es mejor tener un hijo fusilado por rojo ―insistió el secretario que comenzaba a estar fuera de si―, de esta forma incluso podrías solicitar una paga.
― Yo no quiero vuestro dinero si con ello tengo que ensuciar su memoria.
Roque, que había permanecido en silencio estalló por fin.
― ¿Dónde está la educación que te dieron tus padres? ¿Has olvidado tus orígenes, a tu familia? Tu padre era un teniente del glorioso ejército español. Tú no eras una roja como todos esos cabrones de mierda. Tú eras una señorita.
Solo entonces Antonia encontró las fuerzas para ponerse en pie, mirar a la cara a Roque y decirle lo que llevaba mucho tiempo callando, lo que le ardía por dentro, lo que no se habían atrevido a gritar desde hacía años, desde que se enteraron de la muerte de Paco y tuvieron que llorarle en silencio, sin ni siquiera poder vestirse de luto, con miedo a salir a la calle, a que se llevaran a cualquiera de sus hijos y no volver a verlos nunca más y tener que llorar más muertes, mientras todos en el pueblo miraban hacia otro lado, sin atreverse a acercarse, a decirles que lo sentían, porque habían perdido la guerra, porque según algunos eran unos rojos de mierda.
―Mira, Roque. Tú sabes muy bien que yo nunca me he metido en política, que yo no entiendo de eso, pero quiero decirte una cosa y te lo voy a decir muy claro ― se volvió para que el Niño Paz también pudiera verle bien la cara― Os lo voy a  decir muy claro a los dos. Y se lo diré a todo el pueblo si hace falta. Incluso a Dios si es preciso. Si ser roja es ver cómo te matan a un hijo que nunca había hecho mal a nadie, si ser roja es ver cómo tu hija se pudre en la cárcel, ver cómo tienes que dejar a tus nietas en un convento porque no tienes qué llevarles a la boca, si ser roja es ver cómo insultan a tu familia… Entonces soy roja.
No pudo continuar. El guantazo se oyó fuera del despacho. Le giró la cara. El Niño Paz necesitaba tener a Roque cerca porque no tenía valor para hacerlo solo, porque nunca se habría atrevido, porque siempre había tenido a otros para hacerle el trabajo sucio. Pero Antonia tuvo lo que había que tener para quedarse levantada, para continuar mirándoles. Roque ya no sonreía y el secretario se había vuelto a sentar. Ella siguió allí, erguida, callada. Con más miedo que nunca, pero también aliviada por haberles dicho lo que llevaba callando demasiado tiempo.
El Niño Paz volvió a levantarse. En dos zancadas alcanzó la puerta. La abrió y sin mirarle a la cara le gritó― Ahora ya puedes irte.
En la calle le esperaba la mañana de invierno, clara, limpia, como su conciencia.

En recuerdo de mi bisabuela Antonia López, de la que toda mi familia siempre habla con admiración.



14 abril, 2020

La alegría desbordada


El confinamiento me ha ofrecido la oportunidad de volver a escribir. La semana pasada corregí esta escena escrita hace ya algunos años. Ahora que llevamos semanas en casa es un buen momento para imaginar la explosión de alegría que desbordó las calles otro 14 de abril de hace 86 años: el día en el que se proclamó la Segunda República.


Como cada tarde, la suavidad del pasamanos le trasladó la primera sensación de paz después de la jornada de trabajo. Tras varios meses sirviendo en la casa, María se había acostumbrado al tacto delicado de la madera, fruncida por el tiempo, los cientos de visitas que habrían recibido los señores, las carreras de los niños que llegaban tarde al colegio. La baranda se tornaba más áspera en los últimos pisos, cuando subía a tender la colada y los peldaños se volvían más estrechos y empinados y el balde de la ropa mojada pesaba como un muerto, pero el descenso desde el principal hasta la calle solía significar el inicio de un agradable paseo hasta el tranvía, la promesa del tranquilo paisaje de la vega en las ventanas, la sonrisa cansada de su padre al regresar del campo.
Ese día, sin embargo, tras echar las horas pertinentes más la habitual propina añadida por las peticiones de última hora de doña Águeda, tenía prisa por regresar a Uriana. Su madre andaría preocupada. Se cambió de ropa con rapidez. La camisola blanca quedó en la percha, con el cuello lobulado por encima del vestido negro que imponía la austeridad del servicio. Antes de cerrar la puerta del minúsculo armario lo vio colgando como un apéndice al que no acababa de acostumbrarse. La cara de la señora se había mostrado más seria que de costumbre, encerraba una inquietud parecida a la que pudo ver en la mirada de Antonia cuando, como cada mañana, fue a despedirse de ella con un beso y la asaltó con una petición extraña: “¡Ojalá hoy pudieras quedarte en casa!”. Su pobre madre estaba inquieta por el runrún que sacudía la calle a causa de una posible victoria republicana, pero, a diferencia de la señora, cuya intranquilidad se ceñía a los cauces materiales que su marido, un comerciante venido a más, conseguía con la política, Antonia tan sólo deseaba que nada les ocurriera a sus hijos.
El domingo de resurrección había quedado atrás, el martes ya no guardaba los signos de la lluvia, pero la euforia contenida, que se fue haciendo más evidente con el paso de las horas, podía verse en los rostros que María se había ido cruzando de camino al trabajo. Los rumores sobre la posible abdicación del rey tras los resultados de las elecciones municipales corrían de boca en boca. En su familia, sólo su hermano mayor desafió al aguacero y acudió a votar. Su padre se quedó en casa: “No va a servir de nada. Siempre mandarán los mismos”. El entrañable gañán solo creía en el sol que cada mañana salía por el horizonte para calentar la simiente de la tierra. Pero ella, que tampoco estaba demasiado enterada de política, compartía con su hermano la esperanza de que las cosas pudieran cambiar, que las vidas fueran menos miserables, aunque la opinión de las mujeres no contara porque las votaciones, como otros muchos asuntos, eran solo cosa de hombres.
Todos esos pensamientos, que se habían borrado de su cabeza con el trajín de la faena, regresaron en un momento. Al bajar los escalones fregados por la mañana, se sorprendió de la penumbra húmeda, de la blanca frialdad del mármol, de la atmósfera oscura, tan infrecuente, iluminada tan solo por el ojo de cristal que se alzaba desde el techo para arrojar su luz sobre el hueco de la escalera. Cuando llegó al primer descansillo desde donde se divisaba la entrada comprendió la causa: el gran portón de madera por el que debía colarse a raudales la claridad de la tarde de primavera estaba cerrado a cal y canto. 
Afuera se sentía un inmenso jolgorio que ni siquiera de los goznes de la puerta, que chirriaron como grillos, pudo aplacar. Una multitud entusiasta la rodeó nada más salir. Algunos cantaban, otros se fundían en abrazos muy efusivos, todos se contagiaban de una felicidad imposible de contener. La marea humana, que fluía hacia la Plaza del Carmen, la engulló sin remedio. Unas muchachas se habían prendido lazos rojos en las blusas, confraternizaban entre saltos de alegría con hombres que portaban banderas tricolores. Los vítores llegaron a apagar el eco del tañido de las campanas que se sumaban a la fiesta. Los gritos, las canciones, los comentarios de la gente se confundían en el aire. Aunque no habían salido aún los resultados de las elecciones en más de cuarenta pueblos de la provincia, ya poco importaba. Todos sabían que en los pueblos de la vega siempre ganaban los monárquicos, pero en Granada, como en todas las capitales del país, la victoria de los republicanos era incontestable. Lo que por la mañana sólo era un rumor ya se había hecho realidad: el rey había abdicado. Todos vitoreaban a la República y entonaban coplillas picantes en las que Alfonso XIII no quedaba muy bien parado.
Sin darse cuenta, mientras fregaba los suelos, planchaba la ropa o subía a tenderla, el país había cambiado, en apenas unas horas. Los acontecimientos se resumían en la hoja pisada del periódico de la tarde que hablaba de la extraordinaria pujanza con la que el pueblo español había manifestado su voluntad republicana, de la reunión del gobierno durante más de cuatro horas para deliberar sobre el resultado de las elecciones, de la invasión de la plaza de Oriente en Madrid por parte de la muchedumbre, de la desbandada de los servidores de la monarquía, del silencio del Jefe del Gobierno que se negó a hacer declaraciones a su entrada en palacio, de las manifestaciones de entusiasmo que habían comenzado en varias capitales de provincia, de la proclamación de la República en la ciudad de Vigo, del nombramiento de Niceto Alcalá Zamora como jefe del gobierno provisional, de la intención del rey de marchar a Inglaterra, del compromiso del gobierno con el Conde Romanones para garantizar la seguridad de la familia real, pero, por encima de todo, podía leer bajo las enormes letras negras de El Defensor de Granada el titular: “En casi todas las poblaciones de España se ha proclamado hoy la República. El Gobierno provisional de la república ya está actuando y a las cinco de la tarde el rey firmará el acta de abdicación.”
Hay vidas enteras que pasan en un suspiro, recuerdos que se olvidan al girar una esquina y se pierden a lo lejos para no regresar nunca. Los años se difuminan en la tela rota y oscura del tiempo que esconde a su capricho lo que le viene en gana, los detalles pequeños que pasan sin dejar constancia, las sensaciones tantas veces repetidas hasta convertirse en una rutina que se apaga como una vela se queda sin sebo. Hay imágenes que se fragmentan como un espejo roto y, destrozadas en mil pedazos, dejan de existir porque las borran las que vienen después, porque las tapan el dolor, la felicidad o simplemente el olvido, pero hay otras, en cambio, que se graban en la memoria y ya nunca se pueden borrar, las que son recordadas muchos años más tarde con la precisión de lo que acaba de suceder, de lo que está ocurriendo todavía. Hay un pasado remoto que siempre ocurre en el presente. El presente de aquella tarde de abril en la que María no supo lo que estaba pasando porque pasaban demasiadas cosas, porque, sin ni siquiera saberlo, ya nada volvería ser igual. Más allá de que mandara un rey o una república, la alegría en los cientos de caras, la ilusión que se reflejaba en los miles de ojos era algo imposible de olvidar.
Al pasar junto al Coliseo Olympia vio una bandera roja que ondeaba en la puerta. El trapo bailaba sobre las letras del cartel: La canción del día. El clamoroso éxito de Muñoz Seca se anunciaba en tres sesiones junto a una película de dibujos animados de la Paramount, aunque esa tarde nadie iría a la representación porque todos tenían la fe en un mundo nuevo. El gentío comenzó a ovacionar a un grupo de guardias urbanos que se habían colocado brazaletes tricolores sobre las mangas.
Cuando María llegó a la plaza, la encontró abarrotada por un enjambre que se había congregado frente al Ayuntamiento. Varios guardias civiles retenían las riendas de sus caballos. Los ojos de los jinetes estaban tan expectantes como los de los animales, a la espera de los acontecimientos que estaban por venir. El oficial al mando trataba de transmitir calma con todos sus gestos y acabó por subir al balcón del consistorio para dirigirse al pueblo y tranquilizarle con sus palabras. Pero la calma no duró demasiado: el tiempo que tardó en hacer su entrada una sección de caballería. Los soldados desenvainaron los sables e iniciaron una carga entre un revuelo de carreras, pero les frenó el griterío primero y luego las indicaciones de un teniente coronel de infantería que se acercó para ordenarles la retirada. De seguida, la muchedumbre jubilosa se abalanzó sobre él y lo subieron a hombros entre ovaciones. El pueblo no estaba acostumbrado a que las autoridades se pusieran de su parte y, como ya iba siendo hora de celebrarlo, empezaron a gritar vivas al nuevo y rebautizado Ejército Republicano.

Plaza del Carmen 14 de abril de 1931

Unos minutos más tarde se fue abriendo, como si de una cremallera de tratase, un hueco entre los presentes por el que comenzaron a desfilar los ediles recién elegidos. Avanzaron entre apretones de manos y saludos hacia el Ayuntamiento. Las puertas del edificio volvieron a cerrarse tras ellos, pero no tardaron mucho en aparecer de nuevo por el balcón central que se abría en el primer piso. Lo hicieron con una enorme bandera republicana. La tela de colores ondeó al viento como una promesa de libertad. Tras pedir calma, uno de ellos comenzó su discurso. Decía que, como representes de la naciente República, tenían el mandato del gobierno provisional para tomar las instituciones y garantizar la seguridad. Luego explicó que se iban a dirigir en comisión  a entrevistarse con las autoridades civiles y militares del régimen para hacerse cargo del orden en toda la provincia y pusieron fin al discurso proclamando la República entre el sonido de los cohetes y campanas. En ese momento el entusiasmo era ya indescriptible y la plaza un hervidero de aplausos. Rodeada por una marea de desconocidos, María lo presenciaba todo como en un sueño lento, con esa felicidad extraña que se contagia de forma imparable.
Más de un centenar de personas se dirigió entonces hacia la Plaza de Mariana Pineda y ella aprovechó la ocasión para dejarse llevar por las callejuelas repletas, ya que le pillaba de camino hacia la parada del tranvía. Entonaron La Marsellesa y luego el himno de Riego, pero, de pronto, se hizo el silencio y todos giraron las cabezas hacia el cielo. Acababan de dar las cinco de la tarde cuando una escuadrilla de aviones les sobrevoló por encima de los tejados. Habían despegado de la base de Armilla y los pilotos volaban bajo saludando a los manifestantes. Desde el suelo, los transeúntes les contestaron reanudando los cánticos. Al llegar a la plaza rodearon el cuello de la estatua con una bandera republicana. Cientos de claveles rojos se desparramaban a los pies de la heroína. A esa hora, cuando ya se había despejado la confusión de los primeros momentos, la ciudadanía exultante llenó las calles del centro de una algarabía nunca vista. Granada era una fiesta, pero María decidió que ya era el momento de volver a casa y tranquilizar a su madre.

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