Hay años duros que quedan marcados para siempre en la memoria colectiva e individual de mucha gente por las enormes dificultades a las que debieron enfrentarse. Cuentan que la navidad del año 1898 fue una de las más tristes que se recuerdan. La derrota en una tierra caribeña y lejana hizo que el país perdiera algo más que las últimas colonias de un imperio decadente.
Yo puedo imaginar a mi bisabuela
Antonia, que por entonces era una niña de once años, matando el tiempo con sus
labores de costura. Con cada alfiler ha ido clavando en el acerico un deseo y
así, a lo largo de los tres últimos inviernos, ha pedido centenares de veces el
regreso de su padre de una guerra que se libraba al otro lado del océano.
En Málaga, diciembre suele tener algunos días agradables y soleados, pero durante las últimas semanas el tiempo había sido desapacible, con viento y frío. Podemos saberlo a través de las páginas de La Unión Mercantil, el periódico vespertino fundado por empresarios catalanes que editaban en la ciudad y que también nos cuenta que, al igual que en los dos años anteriores, no se han cantado villancicos por las calles o que la suerte de la lotería ha vuelto a ser esquiva, una vez más, con los malagueños.
Al final de ese verano habían empezado a llegar los primeros barcos repletos de heridos y todos pudieron descubrir el estado lamentable en el que volvían sus soldados, el sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco, los nombres sueltos del principio se convirtieron en largas listas agrupadas por unidades que publicaban cada día los periódicos: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la Infantería de Marina, pero en ellas nunca aparecía el teniente de primera de Administración Militar que su madre Feliciana andaba buscando.
Y mientras sigo imaginando a
Antonia puedo ver su preocupación, la de su madre, la de sus hermanas por la
falta de noticias de Cuba. Imagino a las mujeres de la casa sin ánimos para visitar los escaparates de los grandes
almacenes de Gómez Hermanos y deslumbrarse con sus esclavinas de pañete
bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas, nubes de
madroño y sayas. El desánimo de Feliciana tampoco invita a acercarse a La
Imperial, la pastelería de la esquina de la calle Nueva con Cintería, y comprar
borrachuelos o un bonito surtido de patos de dulce, esos deliciosos pasteles de
pasta de galleta y huevo que cuestan cuatro reales la unidad.
Esa nochebuena ni siquiera han
tenido la cena en casa de los García Trevijano. El primo hermano de Feliciana había dejado su
cargo de Gobernador Civil de Málaga en abril, cuando tomó posesión del escaño
196 de Diputado a Cortes por el Partido Liberal, que ganó en dura pugna con el
candidato oficialista gracias al apoyo incondicional que le había brindado el
mismísimo Práxedes Mateo Sagasta. La reina regente María Cristina estuvo
presente en la solemne sesión de apertura de las Cortes. Mi imaginación, que a
estas alturas de la historia ya anda algo desbordaba, me quiere hacer creer
que, dado que el Gobernador era la única familia que tenían en Málaga, les
habría invitado a pasar en su casa la nochebuena de los dos años anteriores. Imagino
que la casa sería bonita porque se sabe que era un hombre culto que atesoró una
importante biblioteca y que, años más tarde, el propio rey Alfonso XIII
llegaría a pernoctar en otra de sus casas señoriales.
Pero volvamos a Antonia, su historia
forma parte las narraciones orales que se han transmitido a lo largo de las
generaciones de mi familia. Cuando era niño mi madre me contaba el sufrimiento que
a ella le había descrito su abuela mucho tiempo después. Como también le contó
que, a pesar de todo, siempre guardaría un recuerdo maravilloso de Málaga, la
ciudad donde vivió los tres años más inolvidables de su infancia. En los
momentos más duros en mi familia siempre se recitaba aquella letanía: Más se perdió en Cuba. A mí me encanta
seguir con la tradición familiar y por eso se la sigo recitando a mi hija y
sigo guardando un recuerdo maravilloso de la ciudad del paraíso de mi infancia.
Al final del funesto año de 1898 acabó llegando la esperanza, la ansiada carta que Antonio López envió desde el puerto de Cienfuegos, donde permanecía a la espera de embarcar con parte de las últimas tropas que aún quedaban en la isla. El teniente regresó enfermo a Málaga el 28 de enero de 1899 en el vapor Chandernagor. Y no resulta muy difícil imaginar los abrazos tan largamente esperados que debieron producirse ese día en la casa.
Unos meses más tarde la familia
regresó a Churriana, el pueblo de la vega granadina, del que Antonio había
estado alejado muchos años por su carrera militar. Aunque Antonia era una
señorita de posición confortable para la época se acabaría enamorando de un
campesino pobre, analfabeto y bastantes años mayor que ella con el que se casó,
a pesar de la fuerte oposición de su madre Feliciana, que llegó incluso a
desheredarla. El campesino se llamaba José y lo conocían en el pueblo por “el
Mitaílla”, la curiosa unidad de medida con la que pedía el anís que debía
calentarle del frio del campo en invierno.
2020 ha sido un año lento,
extraño y difícil. Me quedé sin trabajo a principios de la pandemia, pero eso
me ha permitido volver a retomar la escritura de mi novela después de algunos
años, la historia de “los Mitaillas”, la más dolorosa, pero también la más
maravillosa que nunca me han contado. La escena en la que el barco de Antonio
llega al puerto de Málaga fue precisamente la primera que logré emborronar en
un papel allá por el mes de abril https://bit.ly/3hvPL43
A pesar de todo, me quedo con la
alegría que siempre llega después de la dificultad. No dudo que en el 2021
volverán los abrazos y los reencuentros. Una de las cosas buenas de este año es
que nos ha hecho valorar las cosas que de verdad importan. Con este relato de
unas navidades tristes en un tiempo sombrío pero con un final esperanzador quiero
desearte un nuevo año lleno de abrazos y de momentos felices, como feliz, sin
duda, fue el reencuentro de Antonia con su padre.