El calor seco de Madrid castigaba
el lunes de julio. No corría ni una brizna de brisa que aliviara la tarde y, nada
más salir de la consulta del ginecólogo, tu madre se empeñó que te iba a traer
al mundo esa misma noche. Caminaba por las calles Velázquez y General Oraá, en
dirección al lugar donde habíamos aparcado el coche, muy preocupada porque tu
crecimiento se había vuelto a ralentizar en el interior de su vientre y tenía
prisa por abrazarte.
Al llegar a casa -entonces
vivíamos en un piso pequeño, pero muy coqueto, que estaba en una planta baja- me
dio tiempo a preparar la cena y a regar las flores del patio. Pensé que las
pobres macetas y los parterres no aguantarían sin agua dos días de ese calor
agobiante. Mientras tanto, las contracciones fueron en aumento. Cuando llamé al
médico, la voz al otro lado del teléfono me dijo que no exagerara. Aquel hombre
no conocía a tu madre. Cuando pone todo su empeño en algo no hay quien la
detenga.
Pasadas las nueve pedimos un taxi,
para evitar conducir por una ciudad enorme y a veces hostil, en la que después
de cinco años aún continuaba perdiéndome. A pesar de que estábamos relativamente
tranquilos, el conductor aceleró. No paraba de mirar de reojo por el retrovisor.
Al ir a pagarle me deseó buena suerte.
A tu madre la tumbaron en una
camilla y la vistieron para el trance con una ligera bata que yo recuerdo
celeste y abierta por la espalda. Al principio las contracciones iban lentas,
pero poco rato después se aceleraron. Sólo llevábamos algo más de una hora
cuando apareció el ginecólogo. “Ya veo que tu mujer iba en serio” me dijo
sonriendo al llegar. Cuando volvió a salir, su cara estaba bastante más preocupada.
Me explicó que, aunque la paciente estaba dilatando muy bien, el cordón
umbilical te rodeaba el cuello y había que sacarte deprisa.
Yo iba mentalizado a aguantar la
visión de la sangre. Llevaba semanas temiendo ese momento, pero sabía cuánto
iba a necesitar tu madre una mano a la que apretar. La cesárea impidió que
estuviera con ella. Me dijo que le apretó la mano a la partera y que la trató
con mucha ternura.
No soporto las esperas y me llevé
un libro para calmarlas por si la situación se alargaba durante horas. Sabía
que no me iba a poder concentrar en una novela y elegí los Doce cuentos
peregrinos de García Márquez. Era una apuesta sobre seguro, pero -ni antes ni
después- tuve tiempo para lecturas,
aunque -para ser más exactos- de trataba de una relectura.
Luego todo fue muy rápido. Cuando
apareciste, poco después de la medianoche de un martes, envuelta en un arrullo
blanco y me miraste con aquellos ojos, fui el hombre más feliz del mundo. Sólo
tenías unos minutos de vida, pero me mirabas como si me conocieras desde hacía
mucho tiempo. Pensé que me entregarían un bebé rojo de llanto, pero estabas muy
tranquila. Y eras preciosa. En ese momento me vinieron a la mente dos recuerdos
muy concretos y totalmente opuestos.
La cena de mi cumpleaños del año anterior en un restaurante de la Cava
Baja en la que traté de ahogar la pena en una botella de un tinto, que en otro
momento me habría sabido delicioso junto al solomillo. Esa noche tú madre
necesitaba más que nunca que le dieran ánimos, pero fue ella la que me los dio
a mí. Nunca antes ni después mis lágrimas encerraron tanta rabia porque, si
había en el mundo una mujer que mereciera ser madre, la tenía frente a mí en
esos momentos. Como un regalo de cumpleaños, yo esperaba una buena noticia,
pero esa mañana nos dijeron que tu existencia sólo sería un milagro. Meses más
tarde, ella -que es mucho más fuerte y más valerosa de lo que se cree- decidió
volver a intentarlo cuando yo ya había arrojado la toalla y bromeábamos sobre
si vendría de China o del África. Hacía poco había perdido a su padre, pero, a
pesar de todo, volvió a someterse al tratamiento.
El otro recuerdo también estaba
ligado a una noticia. Me la dieron a media mañana. Laura estaba tan impaciente
que no pudo esperar en casa. Mientras yo cruzaba los dedos con fuerza pegado al teléfono, salió a comprarse una
pluma con la que tomar apuntes en sus clases de historia en la Complutense. Era feliz por ir a la universidad después de
todo. Llegó antes de lo que pensábamos y, en cuanto me la dijeron, me puse a
llorar como un niño -nunca he llorado con tanta alegría-, pero no perdí ni un
momento en marcar el número de su móvil para compartir con ella la buena
noticia. Me hubiera gustado mucho abrazarla en ese instante. Allí estaba,
comprando una pluma rodeada de desconocidos que, según me contaba, comenzaron a
felicitarla en cuanto empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que lo de la
pluma quizás sería un buen presagio y que quizás algún día fueses escritora. Yo
por entonces llevaba muchos años renunciando al sueño de escribir y me pareció
un presagio maravilloso imaginarte como una futura novelista. Luego pensé que
era una enorme tontería y que tú serías lo que quisieras ser.
Los primeros meses apenas dormías
una hora seguida. Tu madre aún siente pena de sí misma cuando se ve la cara de
sueño y las ojeras en las fotos. Y yo recuerdo la cantidad de veces que hubo
una primera vez para todo: el primer beso en la frente, el primer cambio de
pañal, el primer baño con aquel ombligo tan delicado que tienen todos los
recién nacidos, el primer biberón. También, a las pocas semanas de tu llegada, la
primera mala noticia.
Como ya habíamos previsto desde
el principio, a los cinco meses nos marchamos de Madrid. Antes tuvimos que oír
alguna sugerencia que nos recomendaba adelantar el traslado para que nacieras
en Cataluña. Como si el lugar donde uno nace tuviera más importancia. Un año más
tarde volvimos a empaquetar los trastos de la mudanza. Diste los primeros pasos
en el jardín de la casa que aún no habíamos comprado. La hierba estaba llena de
hojas caídas del otoño.
Han pasado diez años desde que vi
por primera vez aquella mirada tan fija, tan segura en tu llegada. Han pasado
millones de momentos de todos los colores. Como tú dijiste una mañana: cada día
se pinta de un color diferente o, como me has dicho esta misma tarde: si te
viene un limón amargo hazte una limonada. No dejas de sorprenderme. Al final va
a resultar que, en lugar de enseñarte, voy a ser yo quien aprenda de ti.
Ha pasado una década y no ha
habido ni un solo día que no haya agradecido el milagro que dieron por
imposible, el del pequeño y solitario ovocito que apareció donde ya apenas
quedaban esperanzas y, negando a las leyes de las probabilidades matemáticas,
se empeñó en salir adelante. A veces me recuerdas a las mujeres de la familia:
una luchadora, una defensora de causas difíciles. Tiene el pelo de rubio y los
ojos claros de las “Mitaíllas”, aunque tu madre no se canse de reivindicar con
razón que te pareces mucho a ella cuando tenía su edad. No ha habido ni un solo
minuto en el que no me haya sentido orgulloso de ti, de cómo eres, orgulloso de
ser tu padre.
¡Tú siempre serás muy grande!
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