21 julio, 2015

La abuela civil española

La abuela civil española: el título de la novela me llamó la atención al instante. Tuve que leerlo tres veces. Hay palabras que, cuando se juntan, forman una sola idea  y no dejan espacio para otras. Hasta que llega una nueva y cambia todo el significado, juega con él y lo transforma sin dejar de arrastrar el otro que late por debajo. Esas cuatro palabras, descubiertas en una red social, concentraron en un instante toda la atención que andaba dispersa, despertaron mi curiosidad como una fiera hambrienta por conocer más. Es lo que tiene internet. Te permite volar a grandes velocidades más allá de la lentitud de tu línea, descubrir cosas que no sabías que existieran sólo un segundo antes.



A miles de kilómetros de España, una novelista argentina contaba una historia de nuestra guerra, una historia especial, la de su abuela. Y yo, que llevo años tratando de contar la dramática historia de mi abuela María, tan marcada por la guerra civil y la postguerra, sentí un impulso irresistible. Pero la novela aún no había llegado a la librería y tampoco conocían a esa escritora. La pantalla del ordenador les decía que la edición española se publicaría  en breve.

Con la acumulación de lecturas a veces uno se cansa de las voces que se acaban repitiendo más de la cuenta, de algunos escritores que se instalan en la fama para volverse demasiado previsibles, acartonados. No siempre se encuentran voces nuevas que te hablen como si te conocieran, con esa frescura de los recién llegados por los que sientes una rápida simpatía. La abuela civil española tiene la magia poderosa de las historias que han sido escuchadas antes de trasladarse al papel, las que trascienden generaciones, las que se escriben desde el interior del alma porque ya forman parte de ella, las que, tomando prestada la última frase de la novela, “pueden con todos los ruidos”. Historias que hablan de unos hermosos ojos verdes que destacan entre el negro de una cara tiznada de carbón; de niños que pelean con los lobos; de un derrotado que fue fusilado siete veces para encontrar la muerte cuando ya se había acostumbrado a esperarla;  de una odiosa madrastra que no debía llamarse Esperanza; de traidores incapaces de perdonar otras traiciones, que alimentan su odio durante años; de una libertad ganada falsamente en una partida de ajedrez;  del sabor de un guiso que calma el hambre de años; de huidas que buscan una felicidad que parecía imposible, porque siempre van acompañadas del miedo;  de una isla que se llama del tigre aunque no tuviera felinos de ese tamaño; de un paisaje fluvial y selvático que confiere a los niños una personalidad única; de deudas desinteresadas que tardan años en cobrarse porque están hechas desde la solidaridad más precaria…

Me encantan las historias contadas desde los sentimientos porque alcanzan un vuelo muy poderoso  que el lector puede vivir como propio, pero en esas circunstancias es muy fácil deslizarse por el precipicio del sentimentalismo. Andrea Stafanoni tiene un estilo sobrio, medido, en el que sobresalen las frases cortas, los capítulos muy breves, un estilo que invita al lector a avanzar sin pausa, sin recrearse en detalles que podrían llegar a ser innecesarios. Y de esa forma, como explica la propia autora: “Dejamos correr las historias. Que se unan. Como se unen, en ese nudo en mi garganta, las historias de mi abuela en una sola”.


Después de meses de lecturas fallidas, algunas inacabadas, necesitaba disfrutar de verdad con una novela. Andrea Stefanoni ha sido un descubrimiento maravilloso. Espero que haya llegado para quedarse y contarnos más historias. La abuela civil española habla de tesón, de lucha frente a las adversidades, de personas sencillas que se negaron a rendirse, de esperanza, de familia… de cosas que he oído contar muchas veces en los labios de mis tías, de mi madre, de mis primos, historias o sobre las que no me canso de leer, sobre las que nunca podré dejar de escribir.

20 julio, 2015

Tutti frutti

Van pasando las semanas, los meses y el blog está cada vez más abandonado. Le falta una buena mano de pintura y las malas hierbas se agigantan en las esquinas del descuido.

El trajín diario del trabajo, el estrés de las reuniones, las ofertas, las decisiones pospuestas de los clientes, las negociaciones difíciles, van ocupando los pensamientos y no dejan espacio al sosiego necesario para la escritura. El capitulo nueve se eterniza sin avanzar hacia ninguna parte, las ideas no brotan, las lecturas no ayudan a las musas de la inspiración que me abandonaron hace ya demasiado tiempo. He acabado preso de la propia prisión que trato de describir. Como mi protagonista, veo pasar los días a la espera de una buena noticia que libere las palabras que no se atreven a salir.

Las lecturas me siguen acompañando en mis viajes de tren hacia la jornada laboral, pero tampoco cuajan. De la misma forma que a veces me empeño en emborronar páginas inútiles, me obligo a avanzar en la lectura de novelas que no me dicen nada.

Hace semanas decidí abandonar a medias “También esto pasará” de Milena Busquets, como ya me sucedió antes con “Blitz” de David Trueba. A mis ambos libros me resultan muy parecidos. Los dos han sido publicados en Anagrama, tienen una brevedad similar, son éxitos de venta y han sido muy bien acogidos por la crítica, pero me producen la misma desgana. Están bien escritos. Podría decirse que sus escritores tienen bastante talento y construyen muy bien los personajes gracias a una voz narradora muy creíble, pero sus historias me aburren de forma soberana. Trueba nos habla de un arquitecto abandonado por su novia, Busquets de una mujer que acaba de perder a su madre. A pesar de estar cerca de la mitad de sus vidas, los dos siguen lejos de la madurez y sobreviven como dos peterpanes perdidos, que no han cubierto sus expectativas y buscan en el sexo y en las nimiedades cotidianas la sal que de sentido a sus existencias de clase media, semi-progre, medio pija, culta, hedonista. Sin duda debe ser un tema muy interesante para gente al borde de la crisis de los cuarenta,  pero yo no pude pasar de la mitad de sus páginas.

La novela que si acabé es Lo que mueve el mundo, de Kirmen Uribe. Aunque no sé si la palabra novela es aquí muy correcta. Le sucede lo contrario a los dos libros anteriores. En este caso una maravillosa historia contada con prisas, con una voz narradora más propia de un libro de historia que de una ficción.

Algo que también me ha sucedido con HhHH de Laurent Binet. Al tercer intento, esta vez sí he conseguido acabarla, fascinado por su historia y harto de una voz narradora intervencionista, siempre presente, la del novelista que acapara para sí mismo un protagonismo absurdo y cargante, en uno de esos juegos meta literarios que tanto le gustan a algunos críticos y yo cada vez soporto de peor gana. A un escritor sólo le pido que me cuente bien una historia sin que para ello tenga que aderezarla con las divagaciones mentales que le ha costado escribirla, para eso ya bastante tengo yo con las mías. Y es una pena, porque sin tantas especias innecesarias Binet habría podido cocinar un libro rico en sabores.

Entre medio de las cuatro decepciones, también hubo dos descubrimientos: El último encuentro de Sandor Marai y Un millón de gotas de Víctor del Árbol. La novela del húngaro Marai forma parte de esa especie de libros que dormita durante años en una estantería de mi pequeña biblioteca, a la espera de ser descubierta para brillar luego con una luz especial. Narra el reencuentro de dos ancianos después de décadas de separación. Todo transcurre en una noche, en un castillo que refleja el esplendor marchito de un tiempo pasado. Desde el principio el autor nos va dando indicios y largos silencios que esconden el poderoso motivo de la ruptura de una gran amistad. Es una novela que avanza ansiosa hacia un final.

La biografía de Víctor de Árbol no deja de ser curiosa: antiguo seminarista que luego trabajó de mosso d’esquadra. Me habían recomendado Un millón de gotas y agradezco la recomendación. Siempre es bueno leer a un autor desconocido. A veces me acabo cansando de las eternas repeticiones de autores famosos que estiran las historias y las voces hasta agotarlas. En esta novela sobran unas cuantas páginas y varias subtramas, pero genera adicción. Tolstoi decía que la eficacia es la primera virtud de un escritor y la narración de Un millón de gotas está desarrollada con una eficacia muy poderosa. De las dos historias que corren paralelas, me quedo con la del viejo comunista que descubrió el horror del gulag y sobrevivió a la derrota pagando un precio demasiado alto, antes que con la de su hijo que lucha contra la mafia rusa, pero creo que ambas están bien trenzadas y, sin adentrarse en florituras de estilo, se leen con el puro placer de disfrutar.




Nunca me gustó el helado de tutti frutti, esa mezcla de sabores que confunde y no acaba sabiendo a nada, como esta entrada veraniega en el blog, pero, como me decía mi madre: A falta de pan, buenas son tortas. Cualquier cosa  es buena si sirve  para comenzar a desbrozar el jardín descuidado.

12 julio, 2015

12 de Julio. A Paula, en su décimo aniversario.

El calor seco de Madrid castigaba el lunes de julio. No corría ni una brizna de brisa que aliviara la tarde y, nada más salir de la consulta del ginecólogo, tu madre se empeñó que te iba a traer al mundo esa misma noche. Caminaba por las calles Velázquez y General Oraá, en dirección al lugar donde habíamos aparcado el coche, muy preocupada porque tu crecimiento se había vuelto a ralentizar en el interior de su vientre y tenía prisa por abrazarte.

Al llegar a casa -entonces vivíamos en un piso pequeño, pero muy coqueto, que estaba en una planta baja- me dio tiempo a preparar la cena y a regar las flores del patio. Pensé que las pobres macetas y los parterres no aguantarían sin agua dos días de ese calor agobiante. Mientras tanto, las contracciones fueron en aumento. Cuando llamé al médico, la voz al otro lado del teléfono me dijo que no exagerara. Aquel hombre no conocía a tu madre. Cuando pone todo su empeño en algo no hay quien la detenga.

Pasadas las nueve pedimos un taxi, para evitar conducir por una ciudad enorme y a veces hostil, en la que después de cinco años aún continuaba perdiéndome. A pesar de que estábamos relativamente tranquilos, el conductor aceleró. No paraba de mirar de reojo por el retrovisor. Al ir a pagarle me deseó buena suerte.

A tu madre la tumbaron en una camilla y la vistieron para el trance con una ligera bata que yo recuerdo celeste y abierta por la espalda. Al principio las contracciones iban lentas, pero poco rato después se aceleraron. Sólo llevábamos algo más de una hora cuando apareció el ginecólogo. “Ya veo que tu mujer iba en serio” me dijo sonriendo al llegar. Cuando volvió a salir, su cara estaba bastante más preocupada. Me explicó que, aunque la paciente estaba dilatando muy bien, el cordón umbilical te rodeaba el cuello y había que sacarte deprisa.

Yo iba mentalizado a aguantar la visión de la sangre. Llevaba semanas temiendo ese momento, pero sabía cuánto iba a necesitar tu madre una mano a la que apretar. La cesárea impidió que estuviera con ella. Me dijo que le apretó la mano a la partera y que la trató con mucha ternura.

No soporto las esperas y me llevé un libro para calmarlas por si la situación se alargaba durante horas. Sabía que no me iba a poder concentrar en una novela y elegí los Doce cuentos peregrinos de García Márquez. Era una apuesta sobre seguro, pero -ni antes ni después-  tuve tiempo para lecturas, aunque -para ser más exactos- de trataba de una relectura.

Luego todo fue muy rápido. Cuando apareciste, poco después de la medianoche de un martes, envuelta en un arrullo blanco y me miraste con aquellos ojos, fui el hombre más feliz del mundo. Sólo tenías unos minutos de vida, pero me mirabas como si me conocieras desde hacía mucho tiempo. Pensé que me entregarían un bebé rojo de llanto, pero estabas muy tranquila. Y eras preciosa. En ese momento me vinieron a la mente dos recuerdos muy concretos y totalmente opuestos.



La cena de mi cumpleaños  del año anterior en un restaurante de la Cava Baja en la que traté de ahogar la pena en una botella de un tinto, que en otro momento me habría sabido delicioso junto al solomillo. Esa noche tú madre necesitaba más que nunca que le dieran ánimos, pero fue ella la que me los dio a mí. Nunca antes ni después mis lágrimas encerraron tanta rabia porque, si había en el mundo una mujer que mereciera ser madre, la tenía frente a mí en esos momentos. Como un regalo de cumpleaños, yo esperaba una buena noticia, pero esa mañana nos dijeron que tu existencia sólo sería un milagro. Meses más tarde, ella -que es mucho más fuerte y más valerosa de lo que se cree- decidió volver a intentarlo cuando yo ya había arrojado la toalla y bromeábamos sobre si vendría de China o del África. Hacía poco había perdido a su padre, pero, a pesar de todo, volvió a someterse al tratamiento.

El otro recuerdo también estaba ligado a una noticia. Me la dieron a media mañana. Laura estaba tan impaciente que no pudo esperar en casa. Mientras yo cruzaba los dedos con fuerza  pegado al teléfono, salió a comprarse una pluma con la que tomar apuntes en sus clases de historia en la Complutense.  Era feliz por ir a la universidad después de todo. Llegó antes de lo que pensábamos y, en cuanto me la dijeron, me puse a llorar como un niño -nunca he llorado con tanta alegría-, pero no perdí ni un momento en marcar el número de su móvil para compartir con ella la buena noticia. Me hubiera gustado mucho abrazarla en ese instante. Allí estaba, comprando una pluma rodeada de desconocidos que, según me contaba, comenzaron a felicitarla en cuanto empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que lo de la pluma quizás sería un buen presagio y que quizás algún día fueses escritora. Yo por entonces llevaba muchos años renunciando al sueño de escribir y me pareció un presagio maravilloso imaginarte como una futura novelista. Luego pensé que era una enorme tontería y que tú serías lo que quisieras ser.

Los primeros meses apenas dormías una hora seguida. Tu madre aún siente pena de sí misma cuando se ve la cara de sueño y las ojeras en las fotos. Y yo recuerdo la cantidad de veces que hubo una primera vez para todo: el primer beso en la frente, el primer cambio de pañal, el primer baño con aquel ombligo tan delicado que tienen todos los recién nacidos, el primer biberón. También, a las pocas semanas de tu llegada, la primera mala noticia.

Como ya habíamos previsto desde el principio, a los cinco meses nos marchamos de Madrid. Antes tuvimos que oír alguna sugerencia que nos recomendaba adelantar el traslado para que nacieras en Cataluña. Como si el lugar donde uno nace tuviera más importancia. Un año más tarde volvimos a empaquetar los trastos de la mudanza. Diste los primeros pasos en el jardín de la casa que aún no habíamos comprado. La hierba estaba llena de hojas caídas del otoño.

Han pasado diez años desde que vi por primera vez aquella mirada tan fija, tan segura en tu llegada. Han pasado millones de momentos de todos los colores. Como tú dijiste una mañana: cada día se pinta de un color diferente o, como me has dicho esta misma tarde: si te viene un limón amargo hazte una limonada. No dejas de sorprenderme. Al final va a resultar que, en lugar de enseñarte,  voy a ser yo quien aprenda de ti.



Ha pasado una década y no ha habido ni un solo día que no haya agradecido el milagro que dieron por imposible, el del pequeño y solitario ovocito que apareció donde ya apenas quedaban esperanzas y, negando a las leyes de las probabilidades matemáticas, se empeñó en salir adelante. A veces me recuerdas a las mujeres de la familia: una luchadora, una defensora de causas difíciles. Tiene el pelo de rubio y los ojos claros de las “Mitaíllas”, aunque tu madre no se canse de reivindicar con razón que te pareces mucho a ella cuando tenía su edad. No ha habido ni un solo minuto en el que no me haya sentido orgulloso de ti, de cómo eres, orgulloso de ser tu padre.


¡Tú siempre serás muy grande!