27 diciembre, 2014

El héroe desconocido

Hace unos días recibí un email desde Holanda. El remitente se interesaba por una entrada que publiqué en el blog hace más de dos años:


Me preguntaba sobre Jan Frederikus Stolk, un piloto que murió el 11 de febrero de 1937 en la última acción de la Escuadrilla Malraux. Su nombre aparecía fugazmente en mi texto y quería averiguar más sobre él. Más adelante explicaba que era hijo de un brigadista internacional y que en su país estaban llevando a cabo una investigación sobre los brigadistas holandeses, la nacionalidad de Stolk. Yo había acompañado mi artículo con una fotografía en la que varios de los miembros de la escuadrilla sonreían a la cámara y quería saber si Stolk era uno de ellos.

La verdad es que apenas sabía nada de él, más allá de la breve referencia en un texto escrito más de dos años atrás, pero sus preguntas despertaron mi interés y prometí ayudarle. Había encontrado esa fotografía en internet y de nuevo con la ayuda de Google y buscando entre las fuentes que manejé en su momento supe que aparecía publicada en un libro: “Malraux en España”, escrito por Paul Nothomb.


Nothomb era el protagonista de aquella entrada y su novela, “El silencio del aviador”, una de sus fuentes principales. Volví a leerla y esta vez encontré en una biblioteca de Barcelona su “Malraux en España”. Pero antes recibí un segundo mail desde Holanda con una fotografía donde aparecía Stolk junto a una docena de compañeros posando delante de uno de los bombarderos de la escuadrilla, un Potez 540. Su silueta destaca a la izquierda del grupo: es el más alto y el único que viste la chaqueta de cuero, el casco y las gafas de aviador. Luego la vi en la página 145 de “Malraux en España”, donde se explica que fue tomada apenas unas horas antes de su muerte.


El libro está ilustrado con un centenar de fotografías que describen la vida de los miembros de la Escuadrilla durante la Guerra Civil. La mayoría fueron tomadas por Raymond Maréchal, uno de sus integrantes. En buena parte de ellas, mecánicos y pilotos posan delante de sus aviones, pero también hay imágenes tomadas desde el aire en pleno vuelo, aparatos siniestrados o fotografías de la vida cotidiana, como la que yo había incluido en el blog dos años atrás, donde Malraux, el organizador de la escuadrilla, aparece sonriente, rodeado de camaradas en el pueblo valenciano de Torrent, donde disfrutaron de unos días de tranquilidad, alejados por un momento del horror de la guerra.

Entre las muchas fotografías del libro, Stolk solo aparece en una segunda: con el torso desnudo, empuña en el mango de lo que parece ser un pico que clava en la tierra. Por mucho que traté de encontrar su rostro entre el resto de las imágenes, no lo encontré. Luego supe el motivo: el propio Nothomb explica que apenas lo conocía porque se había incorporado al grupo unos días antes de su muerte y, de hecho, ésa fue su primera y única acción de combate.



Aunque tenía la nacionalidad holandesa de su padre, Jan Frederikus Sotlk era en realidad indonesio, de donde era su madre, de la que había heredado los pómulos salientes y la piel oscura. Anticolonialista convencido, había cruzado más de veinte mil kilómetros para luchar por la República Española. “¿Qué había venido a hacer entre nosotros este mestizo nacido  en la otra punta del mundo?” se pregunta sorprendido Nothomb en su libro, que poco más nos cuenta de él: “todavía me maravilloso del historial de este magnífico chico, que parece salido de una novela de Malraux: magnífica antítesis del modelo colonial bátavo, era comunista y piloto con las misma convicción."

Pero mientras su vida continúa siendo un misterio, su muerte aparece descrita con todo detalle en otro libro de Nothomb: “El silencio del aviador” o en la novela de André Malraux: “L’Espoir”.

El 8 de febrero de 1937, Málaga cayó en manos de las tropas franquistas, pero desde varios días antes, decenas de miles de malagueños y de refugiados de otras provincias andaluzas, habían abandonado la ciudad por el temor a la represión. Lo hicieron por la única vía que quedaba: la carretera que serpenteaba junto a la costa hacia Almería. Durante varios días la marabunta, formada en su mayoría por mujeres, ancianos y niños, fue ametrallada desde el aire por los aviones alemanes y bombardeada desde el mar por los barcos nacionales.

El frente se desmoronó en mitad del caos y el gobierno republicano, con sede en Valencia, tardó demasiado en reaccionar. Sin reservas militares en tierra, el Ministro del Aire, Hidalgo de Cisneros -un aristócrata que había abrazado la causa del comunismo-, solo encontró a la Escuadrilla Malraux para que acudiera en auxilio de las personas que huían. Tras varios meses de guerra, a la escuadrilla apenas le quedaban operativos dos bombarderos Potez 540. Los aparatos se dirigieron hacia Motril con la misión de frenar el avance de los fascistas italianos, que formaban la vanguardia de las tropas de Franco, en su primera acción en la guerra.

La ultima imagen tomada del bombardero Potez 540 de Stolk y Nothomb
En la mañana del 11 de febrero, después de frenar el avance enemigo, un enjambre de cazas italianos Fiat C32 se abalanzó sobre los dos aviones republicanos. Nothomb lo explica en su libro “Malraux en España”: “Hacía buen tiempo. Un poco más lejos, sobre la carretera costera, una pequeña tropa de hormigas se agitaba alrededor de enormes escarabajos súbitamente inmovilizados. Fue entonces cuando vimos aparecer en el horizonte otro tipo muy diferente de insectos, mucho más temibles. Esperamos los moscas rusos, cuyo apoyo habían prometido; los busqué en vano. Pero tuve tiempo de sobras para contar más de veinte cazas Fiat: brillaban al sol durante la interminable caída del Potez”.

El bombardero donde luchaban Stolk y Nothomb fue alcanzado, mientras el otro huía en dirección a Almería rodeado de aparatos enemigos. Nothomb nos describe el suceso con maestría en su novela ”El silencio del aviador”: “Varios haces de balas trazadoras dejaban estrías de fuego una y otra vez en el interior de la carlinga”.

Tras recibir el impacto los tripulantes trataron de sobreponerse a su situación desesperada: “Como si se destripase, el avión remontó hacia el cielo. Dejaron de oírse las balas. Pero si se olía un olor acre… La costa reapareció en el horizonte: un muro rocoso, a la vez tranquilizador y terrible”.

Stolk fue herido de gravedad en la primera pasada de los cazas enemigos. “El segundo piloto se apretaba el vientre con ambas manos. Su respiración era dificultosa, su mirada despavorida, sus rasgos descompuestos por el dolor.”

A pesar de ello, realizó un último esfuerzo antes de desmayarse: “El herido dejó de sujetarse la barriga, se aferró a un travesaño y bajó la palanca. El avión dio un brinco espectacular. El ala izquierda se hundió y el motor derecho se hizo visible en toda su evidencia: ardía como una tea”.

El bombardero acabó estrellándose en la orilla: “El avión chocó con la superficie del mar con un ángulo muy escaso, milagrosamente rebotó y fue a asentarse a un banco de guijarros a escasos metros de la costa. El morro acristalado, que había soportado todo el peso de la frenada, quedó seccionado como un huevo abierto en un extremo superior, mientras el motor, anegado, se apagaba”.

El estado en el que quedó el avión después de estrellarse

Los dos tripulantes que no estaban heridos ayudaron a sus compañeros a salir del avión. Stolk se había llevado la peor parte: “Descansaba sus dos manos sobre la herida y cabeceando rechazaba cualquier contacto, pidiendo sin cesar que le dieran de beber”.

La herida en el vientre desaconsejaba que le dieran agua, a pesar de ello Nothomb trató de aliviar su dolor y le habló en holandés. Uno de sus compañeros se hizo con un caballo y al rato volvió con una ambulancia, la del médico canadiense Norman Bethune –de quien se ha hablado en este blog-.

El trayecto hasta Almería fue muy duro según las palabras de Nothomb: "Hipersensible a pesar  de estar inconsciente, no paró de delirar hasta llegar a Almería, pegando alaridos a cada bache de la carretera".

Murió en un hospital de Almería, que nos describe así: "era un lugar lúgubre. Vacío de sus enfermos transportables y de tres cuartos de su personal (desplazados hacia otra retaguardia), se preparaba, resignado, a acoger la oleada de desahuciados”. Pese a que le hicieron una transfusión, ya nada pudieron hacer por salvarlo.

Jan Frederikus Stolk vino desde la otra punta del mundo para dar su vida a cambio de salvar la de otros. Gracias a la última acción de la Escuadrilla de Malraux, decenas de miles de refugiados consiguieron escapar de sus perseguidores que vieron frenado su avance en Motril. Stolk era solo un apellido de rastro difuso, uno de esos héroes anónimos cuya historia duerme en el cajón del olvido, una historia que deseo que logren recuperar los investigadores que tratan de conocer los detalles de su biografía, la que el propio Nothomb calificaba como maravillosa y salida de una novela de la que quizás algún día conozcamos más detalles.

Nota.-Todas las fotografías que acompañan este texto aparecen en el libro: “alraux en España”, escrito por Paul Nothomb y publicado en el año 2001 por la Editorial Edhasa, ISBN: 84-350-6506-5.

La novela “El silencio del aviador”, también de Paul Nothomb fue publicada en el año 2006 por la Editorial Funambulista, ISBN: 84-96601-02-1.


01 diciembre, 2014

El regreso a Lisboa

Recuerdo la primera vez que oí hablar de Antonio Muñoz Molina porque el lugar y el interlocutor forman parte de esos recuerdos que no se pueden olvidar. Fue la tarde de Nochebuena de 1990, en la casa que el poeta Luis García Montero tenía en la granadina Avenida Cervantes. Había conocido a Luis esa misma mañana en la barra de los Billares Enguix. Mi primo Ernesto Enguix le había citado allí con la intención de presentármelo: yo por aquel entonces era un veinteañero que soñaba con ser poeta y había releído infinidad de veces su Diario Cómplice, uno de los libros de poesía por lo que sigo teniendo hoy una admiración especial. Los billares de mis primos Ernesto y Paco estaban muy cerca de la Universidad y durante los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia habían sido lugar para juegos recreativos, cafés, copas y conversaciones, pero también para reuniones políticas semiclandestinas o para esconder propaganda del Partido Comunista. Mis primos conocieron a Luis por ambos motivos.

Esa tarde especial en la que las personas normales se dedican a preparar la Nochebuena, Luis me recibió en su casa para hablar de poesía. Ya casi al final de la conversación, reclinado con comodidad en el sofá del salón y después de llevar un par de horas charlando sobre poetas, me preguntó si había leído algo de un novelista: Muñoz Molina. Yo entonces estaba tan obsesionado con los versos que apenas leía novelas, pero él me recomendó con insistencia un libro que Antonio acababa de publicar: El invierno en Lisboa.

Un par de meses después, debía ser una de esas primeras tardes de primavera, me senté en la cafetería de la Facultad de Derecho de la Autónoma de Barcelona. Recuerdo que fue junto a una de aquellas largas mesas apilables, rodeadas por enormes columnas de cemento y cristaleras que daban al césped del campus. Tenía una hora libre antes de enfrentarme a una larga clase de Derecho Civil y decidí avanzar con la historia que había llevado a Santiago Biralbo a Lisboa. Nunca fui a aquella aburrida clase. El siguiente recuerdo que siguió al sabor del cortado de las cuatro de la tarde fue el de las páginas acabadas del libro y una imagen: centenares de patas de las sillas giradas sobre las mesas y las limpiadoras fregando el suelo de una cafetería a punto de cerrar y casi en penumbras.
Desde ese día, en el que quedé prendado de una voz narradora que no sabía de dónde había salido, pero que me contaba, con una proximidad y de una forma fresca y diferente, una historia de amor, música y huida, he disfrutado mucho con la lectura de las novelas y los artículos de Muñoz Molina. Hace un par de años quise volver a aquella historia del invierno lisboeta, pero hay libros que cuelgan de un momento y unas circunstancias concretas y, de la misma forma que nunca he intentado revivir la desbordada pasión adolescente que me producían las aventuras de Julio Verne o Emilio Salgari, decidí que esa lectura debía quedarse como las sillas colocadas boca abajo de la cafetería donde la acabé.

Pero hay deudas que necesitan ser saldadas y ciudades a las que uno regresa, después de mucho tiempo, tan cambiado como sus circunstancias. Como la sombra que se va, la última obra de Antonio, me ha llevado de nuevo a la capital portuguesa para aprender muchas cosas.

Algunos escritores sustentan toda la trama en el frágil hilo de su propia imaginación y, cuando consiguen una punta de la que tirar, van desmadejando los sucesos a los que enfrentan a sus personajes con una pasión inconstantemente satisfecha. Otras veces, el valioso material de la realidad se presta como un tesoro inesperado para entretejerse con la ficción. Hay quienes pensarán que debe ser más difícil crear una novela desde la nada más absoluta, pero desconocen la dificultad que conlleva alzar el vuelo con la pesada –y a la vez maravillosa- carga de los hechos que les sucedieron a personas con nombres y apellidos verdaderos en unas fechas muy concretas.

Cuando decidí novelar la vida de mi abuela no podía imaginar que el azar pondría a mi disposición documentos que ni siquiera sabía que existieran: en el sumario del consejo de guerra se puede leer de forma confusa pero dramática los sucesos novelescos de su detención, tras una larga madrugada de disparos y muertes. En él se acumulan los telegramas, las diligencias, los atestados, las declaraciones que explican los detalles de su sufrimiento en un juicio sin garantías, que continúa luego a través de su expediente penitenciario para explicarnos su vida en la grisura de las cárceles franquistas, alejada de sus hijas.

Esos papeles, que me llenaron los ojos de lágrimas, me estaban aportando datos maravillosos que demostraban que la realidad puede ser mucho más novelesca que la ficción más elaborada, pero detrás del detalle más minúsculo existía una trampa literaria: las palabras escritas por los torturadores, los guardias, los diferentes eslabones del aparato judicial y penitenciario no reflejaban lo más mínimo lo que pasaba por la mente de mi protagonista.

“Es asombroso todo lo que se puede llegar a saber de una persona de la que en el fondo no se sabe nada, porque nunca dijo lo que más habría importado que dijera”

Una lista de acontecimientos no son nada si no sabemos ver la mente y el alma de la persona que los vive, un inventario de objetos son sólo puro atrezzo si no cobran vida con los personajes. Yo, que ando perdido desde hace demasiado tiempo en esas obsesiones de aprendiz de novelista, he disfrutado –y aprendido- mucho con Como la sombra que se va.


En la narración de la huida del asesino de Martin Luther King –sería difícil encontrar un personaje más transparente, más anónimo, más “muñozmoliniano” como James Earl Ray- uno puede descubrir la maestría necesaria para convertir la información en historia para una novela. Y si Truman Capote supo hacerlo de forma magistral en A sangre fría, gracias al conocimiento personal de los protagonistas, Muñoz Molina se tiene que conformar aquí con  el uso inteligente del material verídico que aparece en los informes policiales y con un arma -aún mas poderosa- que le permite dar luz a algunos vacíos: la imaginación.

Me apasiona esa insistencia en reconstruir los detalles mínimos, acumulados en un inventario prolijo de objetos auténticos: mapas, periódicos, maquinillas de afeitar usadas, monedas de escaso valor, gastados billetes de diferentes países…

Pero este libro no relata una única huída. Por la calles de Lisboa no sólo se esconde un asesino, también un escritor joven e inseguro que busca los paisajes que le ayuden a escribir la novela que tiene a medias en su cabeza, la que le va a cambiar su vida aunque en ese momento él aún no lo sepa; un novelista que regresa década después, ya famoso y consagrado, a encontrar nuevamente otros paisajes y se encuentra con la necesidad de confesar sus dudas, sus remordimientos.

Siempre me han deslumbrado las voces narradoras de Muñoz Molina, ese testigo que nos cuenta la historia desde una primera persona que no sabemos situar, pero que nos lleva por donde quiere, siempre muy cerca de los protagonistas. En este caso logra introducirnos en la mente del asesino, de la víctima, del escritor que fue y del que es hoy, de los personajes que los rodean a todos, saltando de uno a otro, alternando las diferentes miradas: “Escribir ficción es ver el mundo por los ojos de otro, oírlo con otros oídos”

Pero hay algo en este libro que tiene un gran valor, especial, diferente. En las clases de escritura y en los manuales de narrativa enseñan a construir personajes, a tramar historias, a contarlas de forma que atrapen al lector. Eso se puede aprender sobre todo en la lectura de los maestros, pero en ningún lugar explican cómo combatir “la costumbre del desánimo y el veneno de la inseguridad”, como tampoco enseñan a luchar contra el remordimiento. Antonio da aquí clases magistrales al respecto:

“Cada página acaba siendo un suplicio desganado”

“Ni un solo día en mi vida me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo”

“Hay un remordimiento de todas las páginas que se han dejado de escribir, una contabilidad negativa de las palabras que habrían existido sobre el papel al final de una tarde precisa si en vez de haber  llevado al hijo al pediatra o haber acudido a un acto público uno se hubiera quedado trabajando”

Como expliqué hace un par de años en este blog, no hay mejor manual de narrativa que la lectura combinada de Madame Bovary, las cartas que Flaubert le enviaba a su amante, Louise Colet, mientras escribía esa novela y en las que le describía su sufrimiento durante el proceso creativo y el deslumbramiento que le produjo como lector a Mario Vargas Llosa, que relata en La orgía perpetua.

En Como la sombra que se va, la novela se funde con su proceso creativo y con el aprendizaje como escritor de un novelistas al que admiro porque su maestría es un espejo donde aprender que ofrece consejos maravillosos:

“Escribir era envolver a las personas y a los lugares en un celofán de belleza ilusoria, situarlos enaltecidos en una geografía fantástica”

“Equivocarse en un nombre es condenar a un personajes a la inverosimilitud”

“La novela es un ascua que ha de seguir brillando bajo la ceniza enfriada mucho después de que se hayan apagado las llamas, un tizón que uno ha de llevar consigo, encendido y secreto, como un nómada primitivo, mientras cruza por todo lo que no es el acto de escribir”

“Una novela es un estado de espíritu, un interior cálido en el que uno se refugia mientras escribe, como un capullo que va tejiendo hilo a hilo desde dentro, encerrándose en él, viendo el mundo exterior como una vaga claridad al otro lado de su concavidad traslucida. Una novela se escribe para confesarse y para esconderse. La novela y el estado particular de ánimo en el que es preciso sumergirse para escribirla se alimentan mutuamente."

"La imaginación narrativa no se alimenta de lo inventado sino de lo sucedido"

"La novela se hace con todo lo que sé y con todo lo que no sé, y con la sensación de ir tanteando sin encontrar nunca un contorno narrativo, preciso, porque cada historia lleva a otra en lugar de cerrarse sobre si misma."

Como ya no soy aquel veinteañero que soñaba con ser poeta -ahora mantengo el empeño, a veces ilusorio, de escribir una novela-  me gustan los libros que se convierten en un aprendizaje. Como la sombra que se va es mucho más que una novela, un libro para disfrutar y también para aprender.