Obedeciendo a una ley
irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer
en sus
inicios los grandes movimientos que determinan su época.
El mundo de ayer.
Stefan Zweig.
Tiempo atrás escribí en este
blog una entrada sobre Stefan Zweig, un magnífico escritor austriaco de origen
judío que, en su libro de memorias El mundo de ayer, retrata la Europa de
entreguerras y el ascenso del nazismo con una mirada aguda, inteligente y llena
de sensibilidad hacia lo que estaba
sucediendo, lo que muchos no quisieron ver.
La cita de Zweig que
encabeza esta entrada de hoy me parece perturbadora. Los libros de
historia tratan de analizar las causas que originan los grandes cambios
sociales y políticos con muchos años de ventaja, con la perspectiva que ofrece
el paso de las décadas, pero a menudo esas transformaciones pasan borrosas por
el presente de las personas que las viven y que apenas llegan a darse cuenta al
principio de lo que está ocurriendo.
Zweig, un hombre culto,
agnóstico, tranquilo, de ideas ilustradas, un escritor de éxito se convirtió una
de los millones de víctimas de la intolerancia nacionalista que arrasó el
continente, pero además se convirtió en un testigo inmejorable para
describirnos el inicio y auge de aquella locura, que comenzó a manifestarse, de
forma imperceptible, a través de gestos muy pequeños. El primero de ellos se
produjo cuando uno de sus amigos fingió no verlo cuando caminaba por la calle
para evitarle el saludo a un judío. A partir de entonces, Stefan comienza a
darse cuenta de que cada vez recibe menos visitas en su casa.
Leer El mundo de ayer, un
libro escrito entre 1.939 y 1.941 puede parecer algo antiguo, lejano en el
tiempo, perteneciente a una época muy distinta que no va a repetirse nunca más,
pero en algunos de sus párrafos podemos encontrar situaciones que no resultan
tan desconocidas en pleno siglo XXI.
En octubre de 1.929 se
produjo el jueves negro, el día que la bolsa de Nueva York se hundió y arrastró
en su hundimiento la economía mundial. Durante los años siguientes, la crisis
asoló también Europa. Alemania, tras el brillo intelectual y científico que
trajo la República de Weimar, vio como su economía comenzó a tambalearse. Y
como sucede en muchos casos, se buscó un enemigo exterior al que arrojarles
todas las culpas. Razones no faltaron, tras la Primera Guerra Mundial, los
aliados impusieron duras condiciones económicas a los alemanes derrotados,
condiciones que, cuando llegó la crisis, lastraron el crecimiento económico del
país. Algo que, por otra parte, estaba sucediendo en todos los estados.
Zweig nos describe de esta
forma la situación: “Tengo la impresión
de que a un economista que quisiera describir plásticamente todas esas fases,
no le costaría mucho superar el suspense y el interés de cualquier novela, pues
el caos adquiriría formas cada vez más fantásticas.” La crisis se prolongó
y asfixió las economías “No había medida
ni valor en aquel desbarajuste de un dinero que se fundía y evaporaba.”
Pese a todo ello, las
personas intentaron seguir con sus costumbres cotidianas: “La voluntad de seguir viviendo resultó más fuerte que la inestabilidad
del dinero. En medio del caos financiero la vida diaria seguía su curso casi
inalterado.”
Pero la ola llegó y, cuando
lo hizo, arrastró todo a su paso: “Entonces
la furiosa oleada de descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto, la
inflación, el paro, la crisis política y, no en menor medida, la estupidez
extranjera habían soliviantado al pueblo […] pero todavía no nos habíamos dado
cuenta del peligro”
El peligro ya estaba en la
calles que se llenaron de camisas pardas. Las juventudes hitlerianas tomaron
las ciudades y exhibieron su fuerza tanto como pudieron. Nacieron entonces los
actos de masas, un nuevo invento, la megafonía estruendosa que impuso los
gritos a la razón. Las noches se llenaron de marchas con antorchas y en las
avenidas y los estadios multitudes enfebrecidas gritaba consignas. Zweig nos
relata los hechos: “Organizaban reuniones
y desfiles, se exhibían por las calles cantando y vociferando, pegaban enormes
carteles en las paredes”.
Pero, a pesar de todo, no
cundió la alarma porque aquellos hombres que utilizaban el nacionalismo más
extremo para alentar a las masas intentaban no rebelar toda la ideología
criminal que encerraban: “Puesto que trato
de ser tan sincero como puedo, tengo que confesar que nadie creía una
centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de pocas
semanas […] Porque el nacionalsocialismo, con su técnica de engaño sin
escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus
objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos
con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una pequeña pausa.”
Manejaron el arte de la
propaganda con eficacia. Después de repetir mil veces una mentira el pueblo la
convirtió en verdad. Los medios de comunicación se plegaron a sus intereses: “Los grandes periódicos democráticos en vez
de prevenir a sus lectores, les tranquilizaban todos los días”
Y así, lo que empezó siendo
una minoría, una turba de locos, comenzó a inflamar muchos corazones: “Empezaron a reclutar a gente y amenazaron
diciendo que quienes no se adhirieran a tiempo a su movimiento, luego lo
pagaría caro.”
Al otro lado, los partidos
políticos que podían hacerles frente quedaron barridos por las ideas nuevas que
iban a traer un nuevo mundo. Fueron tibios en su respuesta y los
acontecimientos les desbordaron en vamos intentos por hacer concesiones que
presuntamente evitarían males mayores: “Y
así, a los socialdemócratas les pareció mejor sacrificar buena parte de sus
derechos con tal de llegar a un compromiso aceptable”
Luego ya fue demasiado tarde
y las masas encolerizadas entronaron a Hitler entre una alegría desbordada. “Sabía engañar tan bien a fuerza de hacer
promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder la alegría se
apoderó de los bandos más dispares”.
Y todos los que no los
apoyaban se convirtieron en enemigos, en víctimas del fuego cruzado de las ideas:
“De entre todas aquellas personas, los
más dignos de lástima para mi eran los que no tenían patria o, peor aún, las
que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cual pertenecían.”
Zweig puso como ejemplo de
ello a los alsacianos: “Hubo intentos de
atraerlos a la derecha y a la izquierda, de obligarles a manifestarse a favor
de Alemania o de Francia, pero ellos abominaban una disyuntiva que les
resultaba imposible. Quería, como todos nosotros, una Alemania y una Francia
hermanadas, avenencia en vez de hostilidad, y
por eso sufrían por los dos y para los dos. Y en torno a ellos estaba
todavía un desconcertado grupo de gente mezclada, con medios vínculos.
Y entonces ya nadie pudo
hacer nada por evitar el desastre: “Se
respiraba en el aire el advenimiento de una decisión final y yo, que participaba
de la tensión general, recordaba sin querer las palabras de Shakespeare “Un
cielo tan cargado no se despeja sin una tormenta”.
A menudo olvidamos que los
aliados europeos, con las muy democráticas Gran Bretaña y Francia al frente,
hicieron oídos sordos a las reclamaciones alemanas sobre las desfavorables
condiciones que les impusieron, veinte años antes, a través del Tratado de
Versalles y que Hitler y el nacionalsocialismo llegaron al poder a través de
unas elecciones libres. Usaron las reglas de la democracia para alcanzar el
poder, desde donde comenzaron una locura que costó casi setenta millones de
muertos.
Nota.- Todas las frases entrecomilladas de este texto han sido extraídas literalmente de Un mundo de ayer, que Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo. Dedicó los dos últimos años de su vida a escribirlo. El 22 febrero de 1.942, cuando los nazis dominaban casi toda Europa y estaban en la cima de su poder, el escritor austríaco, harto de huir y de tanto sufrimiento, se suicidó en la ciudad brasileña de Petrópolis. Quiero pensar que esas palabras sólo forman parte de un mundo de ayer y que en nuestro futuro no volverán a repetirse acontecimientos como esos, pero miro, oigo y leo las noticias del presente con preocupación. Pese a todo, me niego a perder la esperanza que la cordura, la voluntad de diálogo, la capacidad de escuchar y entender al otro y el respeto a la convivencia se acaben imponiendo.
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