30 diciembre, 2011

Un honor

Es para mi un honor y motivo de orgullo que Antonio Muñoz Molina, uno de mis escritores favoritos y una de las pocas personas a la que admiro, haya publicado mi cuento Bombones en su web

http://xn--antoniomuozmolina-nxb.es/2011/12/bombones-por-j-m-velasco/

29 diciembre, 2011

La lista de los cuarenta nombres


Hace unos días estuve hojeando un volumen gordo que languidecía en los estantes de una librería. “Los últimos días de García Lorca” no tenía más interés que el de su autor, Eduardo Molina Fajardo, por intentar exculpar a la Falange del asesinato del poeta granadino. Antiguo falangista, el escritor se limitaba a transcribir diversas entrevistas que realizó a varios de sus correligionarios con el paso de los años. En la mayoría de ellas, los viejos camisas azules habían olvidado muchos detalles y trataban de pasar como hombres de honor que no participaron en la locura de la represión que se desató en Granada tras el 18 de Julio de 1.936.

Pero, escondidas entre los varios centenares de páginas, aparece una lista, la de los hombres fusilados en la ciudad durante los años que siguieron al “Glorioso Alzamiento Nacional”. Resulta curioso, pero, mientras mi familia tuvo que esperar muchos años, tras solicitarlo varias veces, para recibir recientemente el documento que certificara la fecha de la defunción de mi tío abuelo Paco, el libro, publicado en enero de 1.932 y reditado el año pasado, muestra un nombre perdido entre otros miles: Francisco Álvarez López.

En el mes de octubre de 1.936 las ejecuciones se habían reducido. Tras la locura de finales de agosto y los primeros días de septiembre, en los que la cifra no bajada de los cuarenta fusilamientos diarios en la ciudad de Granada, la llegada del otoño hizo que las sacas fueran menos numerosas. Las cifras son escalofriantes. Sólo en agosto había fusilado a 358 hombres, 298 en septiembre. Durante esas semanas las familias sufrían por el destino de sus presos. El Ideal, el periódico local, en su edición del primer día de agosto nos habla de una “vibrante alocución” pronunciada por el capitán señor Salvatierra en la que advertía “Si vuelven a venir aviones enemigos se tomarán represalias con los individuos del F. Popular”. Una semana más tarde el titular del periódico anuncia “Fusilamientos en represalia por el bombardeo”. Tres días después enumera más ejecuciones: treinta. Bajo el titular aparece una justificación: el presunto asesinato de doscientos sacerdotes en Madrid y otro titular “En Barcelona el comunismo es absoluto”.

En los seis días previos al veintidós de octubre solo se registraron las muertes de siete hombres desconocidos en las inmediaciones del cementerio, pero esa madrugada regresó el ruido del cerrojo para iniciar la temida ceremonia. Manuel López Guerrero, José Molina López, Antonio Molina Delgado, Manuel Molina del Haro y Gregorio Molina Hernández fueron los primeros en escuchar sus nombres en la lista, los apellidos repetidos que probablemente delataban algún parentesco. Habían sonado ya treinta y cinco nombres, cuando Paco oyó el suyo. Antes de eso el corazón le debió dar dos vuelcos porque era el tercer Francisco que pronunciaban esa mañana. Lo hacían muy despacio para dejar constancia clara de los elegidos y de paso torturarlos con los silencios entre sílaba y sílaba. A las seis de la mañana del 22 de octubre fusilaron a cuarenta hombres frente a la tapia del cementerio. Fueron enterrados en las fosas 255 a 299 del patio de San José.

Después de treinta cinco nombres gritaron el suyo. Setenta y cinco años más tarde nosotros no lo olvidamos.




23 diciembre, 2011

La relojería interna de las novelas.


“No sé quien dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería”.  Gabriel García Márquez.

De entre los cientos de lecturas que me han apasionado a lo largo de los años, nunca había encontrado una maquinaria de relojería más afinada como en la última: A sangre fría de Truman Capote. Según los teóricos de la literatura con ella se abrió un nuevo género: la novela testimonio, también llamada de no ficción. Otros le atribuyen ese mérito al argentino Rodolfo Walsh con su libro Operación Masacre, publicada seis años antes, en 1.957. Lo cierto es que Stendhal ya bebió en 1.830 de la realidad para construir la ficción de Rojo y negro, algo que también hizo Lorca en su Bodas de sangre, pero nadie lo llevó al extremo de Capote.

A sangre fría no sólo está basada en hechos reales, sino que los novela con una minuciosidad que está presente en todas sus costuras. En 1.959 un matrimonio y dos de sus hijos fueron brutalmente asesinados en un tranquilo pueblo de Kansas. Capote, periodista en el New Yorker, se desplazó hasta allí con el objetivo de cubrir el reportaje. Su personalidad excéntrica, cosmopolita y homosexual no podía ser más diferente del carácter conservador y rural de sus habitantes. A pesar de eso y tras meses investigando sobre el terreno, consiguió establecer una relación de confianza con ellos, lo cual permitió que le facilitaran hasta los detalles más mínimos. Truman construyó la obra a partir de aquel material valiosísimo, pero en el que ningún otro había reparado.

Su primera intención era escribir un relato breve. El crimen fue brutal, no había móvil aparente y la policía no tenía pistas. Capote quería describir la atmósfera de desconfianza que se había instalado en aquel lugar próspero, perdido en el medio oeste. Pero el caso dio un giro cuando ya llevaba escrita la mitad del texto y, después de varios meses, los asesinos fueron detenidos. Entonces Capote, buceó en la personalidad de los criminales y de su entorno como antes lo había hecho con las víctimas. Los visitó en la cárcel y llegó a establecer amistad con los detenidos. Consiguió dibujar a la perfección a todos los personajes, de forma que el lector acaba identificándose tanto con los miembros de la familia Clutter, como con sus crueles asesinos. Capote llegó a hacerlo especialmente con uno de ellos, Perry Smith, con quien compartía algunos detalles de su biografía. Ambos tuvieron una madre alcohólica, sufrieron la ausencia del padre y la inadaptación social.

Uno de los aspectos magistrales de esta novela es el trabajo de los personajes. Nos los va presentando uno a uno, simultaneando a los asesinados con sus verdugos, mientras nos describe el entorno en el que se desarrollaron sus vidas. El primer párrafo es magnífico en ese sentido: “El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del Oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.”

Capote no sólo nos describe a los personajes, sino que consigue que veamos a través de sus ojos y entendamos como piensan. Con ese objetivo utiliza muchos documentos reales que obtuvo en su investigación y en su relación con ellos. Así, a lo largo de la obra aparecen fragmentos del diario personal de uno de los asesinos, las cartas que les dirigen sus familiares, los interrogatorios de los investigadores, las pruebas periciales o incluso los detalles de una póliza de seguro. “El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabia que estaba en excelentes condiciones físicas.”

Otro de los engranados mecanismos de relojería de la A sangre fría lo encontramos en su trama y en la evolución de las escenas, en las que usa técnicas no sólo de la novela, sino también del cine o del periodismo. Sólo después de presentarnos con minuciosidad a los personajes, nos lleva a la fatídica noche en la que sucedieron los hechos con la intención de contarnos apenas los primeros momentos, porque el detalle de lo que ocurrió en la granja no lo sabremos hasta más adelante. La trama se desarrolla a través de escenas breves y dinámicas que ofrecen múltiples puntos de vista. Las ordena en una doble dirección: una sigue a los asesinos en su itinerario hasta la granja y su posterior huida a lo largo de todo el país, la otra sigue a la familia Clutter primero y luego a los investigadores que tratan de esclarecer el crimen. Y ambas se entrelazan, alterando el orden temporal con una naturalidad que hace que el lector no se pierda en ningún momento.


Pero uno de los aspectos que me tiene más turbado es la voz narradora a través de la cual Capote nos cuenta la historia. Esa voz omnisciente que maneja todos los detalles con precisión, que gira el tiempo a voluntad, que salta de un personaje a otro y nos describe con la mayor minuciosidad posible loas paisajes que ha visto con sus propios ojos. Esa voz que está siempre presente, pero que nunca vemos, que pertenece a alguien que nos dirige en todo momento a donde quiere, pero que nunca se rebela. Esa voz es la que consigue que, aunque haya otras novelas que me han gustado más, en ninguna de ellas haya aprendido tanto como en A sangre fría.

Finalmente, también me gustaría incidir en algo que, como aprendiz de escritor, me interesa mucho, El proceso creativo de la obra fue singular. Tras pasar meses investigando y relacionándose con los personajes del libro, su autor marchó a Europa con el deseo de alejarse de todo y poder escribirlo. Pero su sufrimiento no había hecho nada más que empezar. Capote tuvo que esperar durante seis años a los diferentes recursos y apelaciones que retrasaron la ejecución de la sentencia. Por un lado, no quería que se produjera el ahorcamiento de dos personas a las que conocía, pero por otro, era imprescindible para poder acabar el libro. Ese proceso le traumatizó tanto que nunca volvió a escribir una novela.

Cuando finalmente apareció publicada en 1.966, los teóricos de la literatura le criticaron por construirla a partir de hechos reales más propios de la crónica periodística. Consideraban que debía ser exclusivamente la ficción la materia sobre la que podía alzarse una novela. Lo cierto es que Truman Capote diseñó uno de los mejores mecanismos de relojería de la narrativa de todos los tiempos.

Tras el éxito arrollador de crítica y público, algunos trataron de desarmar el libro con el objetivo de encontrar los fallos que demostraran cómo en aquella ficción maravillosa, construida a partir de la realidad de la realidad más absoluta, había mentido a la verdad. Comprobaron que hasta el más mínimo detalle era fiel a la historia. Sólo había una excepción, el encuentro que se produce en la última escena del libro, la que acaba, no podía ser de otra manera, de forma espléndida: “Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de si el ancho cielo, el susurro de las voces del  viento en el trigo encorvado.”



20 diciembre, 2011

Bombones


A menudo me ofusca la escritura de la novela. Hay días en los que el desánimo se convierte en el peor enemigo, la escasez de tiempo me derrota y la lentitud en el avance me desespera. Entonces el enorme andamiaje que intento levantar se desmorona y busco refugio en la brevedad de los artículos que publico en este blog, que me ofrecen el oxígeno necesario para tomar fuerzas.

Uno de los primeros consejos que les dan a los aprendices que luchan por convertirse en escritores es tener siempre a mano una libreta donde atrapar las ideas que se escapan al vuelo. Pero muchas veces, la mayoría, esas súbitas inspiraciones no encajan en la trama de la novela y las descarto. La papelera, ese objeto que Hemingway describía como el primer mueble en el estudio del escritor, se va llenando con la incapacidad y la falta de oficio, pero algunas de las ideas o de los personajes que no sirven para la novela pueden encerrar la semilla de una historia simple, que puede encontrar vida en los párrafos escasos de un cuento. A veces esos papeles arrugados por la desazón contienen un relato minúsculo.

De una  de esas ideas nació “Bombones”. Fue después de oír una charla de Antonio Muñoz Molina, en la que el maestro contó cómo había encontrado en su vida cotidiana las historias que le sirvieron para construir los cuentos de su último libro publicado, Nada del otro mundo. De camino a casa, contento por haber podido hablar con él durante dos minutos -me daba apuro ver la larga cola que esperaba- y con el ego por las nubes después de escuchar sus palabras cuando le dije mi nombre para que me firmara una dedicatoria -“¡Finalmente nos conocemos!”- una idea, que llevaba semanas rondando mi cabeza, apareció en el parabrisas, entre las luces de los coches.

A finales de octubre había visitado Málaga y, en el instante breve que se tarda en girar una esquina, apareció ante mí el viejo descampado de mis juegos infantiles, transformado ahora en un pequeño parque de columpios modernos, pero mucho más pequeño de cómo yo lo recordaba. La infancia nos engañó en muchas cosas, también en las dimensiones que guarda nuestra memoria. Esa idea seguía flotando en mi cabeza cuando no pude resistirme a la tentación que me ofrecía, después de la cena, una caja de bombones. Entonces las palabras de Antonio, el recuerdo del descampado y la caja de bombones se cruzaron con otros muchos recuerdos para engendrar este cuento breve.
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Bombones. Mientras la fila se hacía cada vez más pequeña, Pedro pensaba en los bombones. Su madre los compraba sólo una vez al año, lo cual siempre fue un inconveniente para su talante goloso y un sufrimiento para sus incipientes conocimientos matemáticos. Ése fue el motivo por el que nunca la gustaran las restas y, en aquella época, prefiriera las parábolas del catecismo que multiplicaban los panes y los peces.

Bombones. La navidad venía precedida por una caja pequeña donde el surtido se disponía como un rosetón de colores. Estaban acabando de elegir los equipos y él seguía allí plantado, con la camisa blanca y los pantalones cortos, de un gris marengo diluido por los muchos lavados, que mostraban sus rodillas huesudas y las pantorrillas llenas de los moratones provocados por batallas anteriores.

La ceremonia siempre era idéntica. Los dos mayores hacían de capitanes y se jugaban el derecho a elegir primero. Par o impar. Los dedos dictaban el veredicto rápido y a continuación comenzaba el instante tan temido de las decepciones, el que determinaba el rango de cada uno dentro del grupo. Empezaban por el rubio porque sabía driblar muy bien y metía muchos goles. Luego la cuestión estaba entre los remates de cabeza del pecoso o la fortaleza de su primo y eso solía depender de sus actuaciones en el último partido. Pero de lo que nunca había duda era que él siempre se quedaba para el final, como los bombones de chocolate blanco que nadie quería, o los de licor, que venían disfrazados bajo papeles de color plata y sólo le gustaban a su tío.

Conforme Pedro se iba quedando cada vez más abandonado, se negaba a ver la sonrisa que le dedicaban los elegidos cuando salían de la hilera. El odiado destino de portero le esperaba una vez más para ver cómo eran otros los que marcaban los goles. Perdía la mirada en las montañas de abrigos que delimitaban una de las porterías imaginarias, situada en el descampado de sus juegos infantiles. El pedregal se escondía detrás del colegio, justo donde terminaba la ciudad y comenzaban las huertas, el damero de cultivos donde se alineaban las lechugas y las tomateras que tantos recuerdos les traían a los abuelos sobre su pasado de labriegos.

Como era el más chico y la torpeza de sus pies con la pelota no prometía mejoras futuras sólo esperaba un milagro. Suerte que sólo faltaba dos días para que vinieran los Reyes. Ya imaginaba sus caras sumisas cuando apareciera con su balón nuevo de reglamento. Ese año se había portado bien y Baltasar no tenía excusa, por mucho que su padre se quejara de la falta de trabajo.


19 diciembre, 2011

El tiempo de las legumbres


He vivido veinticinco años lejos de mis padres, compartiendo días escasos de vacaciones y visitas siempre breves. Con su llegada han regresado algunos recuerdos de la infancia y las comidas se han llenado de platos de cuchara: gazpachuelos, pescado en blanco, “gisaíllos” de carne, cazuelas de fideos, potajes, pucheros. Ha vuelto el placer nunca olvidado de la casquería, esos segundos que parecen que pertenezcan al pasado como los callos, el hígado a la plancha con ajo y perejil o los riñones al jerez. ¡Y qué decir de los pescados! Uno de los mayores placeres cuando visitaba Málaga lo vivía al cruzar el viejo arco árabe del Mercado Central y pasear junto a los mostradores de mármol blanco donde los pescaderos exponían su mercancía: boquerones, sardinas, salmonetes, almejas, jibias… tan diferentes, tan humildes frente a los rodaballos, merluzas y rapes de los mercados del norte. ¡Fresco! ¡Barato! ¡Niña, mira que bueno tengo hoy el pescao!

Los sabores recuperados de mi niñez hablan de un tiempo de barrio, de personas modestas que raras veces habían probado el bogavante, el centollo, los solomillos al foie y todos los lujos de nuevo rico que se fueron apoderando de los menús de los restaurantes. Un tiempo en el que no existían las cadenas de hamburgueserías americanas, los bocadillos de cadenas industriales, ni los platos precocinados. Ahora que los cocineros se han convertido en alquimistas que diseñan menús de nombres imposibles, mezclados con técnicas propias de químicos extraños, que a algunos les permiten disfrazarse de piratas para pedir por ellos precios aberrantes, yo disfruto como nunca con un buen potaje de lentejas o de los callos que ha cocinado Laura, mi mujer esta mañana de domingo.

Al parecer, la economía de la crisis trae de nuevo los viejos menús casi olvidados. Yo espero que no vuelvan las circunstancias que los acompañaron. Ahora algunos poderosos iluminados hablan de instaurar minitrabajos para remontar la situación económica. Es lo que hace décadas llamaban, con palabras más claras, un puto trabajo de mierda, siempre a expensas de un patrón que sólo sabía conjugar un verbo: explotar. Explotadores que se hicieron ricos levantando la dictadura.

Y es que con la llegada de mis padres no sólo han regresado los platos antiguos, también los recuerdos aún más viejos. Las sobremesas hablan de los tiempos de las fatigas, de las visitas a los centros del auxilio social que instauró el franquismo, del frío y la humedad que había debajo del puente del Guadalmedina, donde dormía mi padre cuando era niño, del hambre de los hospicios de monjas que sufrió mi madre en los primeros años de la postguerra. Ése era el destino que les esperaba a los hijos de los republicanos, a esos rojos que no se merecían otra cosa.


Mi hija de seis años hoy ha sabido que existe la pobreza, que hay personas que no tienen casa, que no pueden ver los dibujos animados por la tele. Ha sabido que sus abuelos fueron muy pobres. Más tarde, cuando su mente infantil ya estaba por otras cosas, ellos han seguido contando cómo les quitaban las bellotas a los cerdos y las algarrobas a los caballos para poder llevarse algo a la boca, cómo comían peladuras de patatas, cáscaras de naranja para engañar al hambre. Después de una infancia tan triste, la juventud les supo a gloria. El tiempo de las legumbres empezó a quitarles el hambre. Los garbanzos duros, las lentejas con piedras, las habichuelas negras, llenaron sus estómagos de recuerdos, de recetas sencillas que necesitaban de una olla, mucho tiempo y una piza de cariño.




14 diciembre, 2011

La última mitaílla


Ayer me llamaron para decirme que la tía Trini había muerto. Yo la recuerdo ahora, cuando era niño y acompañaba a mi madre a visitarla. “La visita del médico” la calificaba ella en cada casa tratando de justificar su brevedad. En aquellos viajes esporádicos a Granada había que repartir los pocos días entre una familia “muy larga”. Entonces la vega aún cubría de campos la distancia que había entre la ciudad y Churriana. Esos mismos terrenos son hoy una extensión más de edificios y viviendas adosadas.
Desconozco el motivo, pero el viejo caserón era siempre la última parada del desfile que nos llevaba por los hogares de los diferentes tíos y primos y, por tanto, la más breve. Mis ojos me engañaban con el tamaño de la casa en la que mis bisabuelos José y Antonia habían criado a sus ocho hijos. El frío secador de tabaco, donde los manojos de hojas colgaban del techo del primer piso gracias a un entramado de sogas, o el patio que había en la parte trasera de la planta baja, le conferían una sensación de amplitud y de misterio que no eran reales. Allí vivían Antonia, la mayor de los hermanos, con Trini, la más pequeña. La primogénita tenía tanto carácter que no hubo quien lo aguantara y se quedó soltera, pese a los muchos pretendientes que la rondaron. Compartió soledades y manías con la benjamina, que fue atrapada por la locura desde muy joven. Entre ambas mediaban diecinueve años, pero no lo parecía. Cuando entrábamos por la puerta, siempre abierta, que conducía al patio y las encontrábamos allí, renegando una de la otra, yo las veía igual de mayores. En mis primeras visitas, aquellas dos ancianas desconocidas me producían algo de miedo. Con el tiempo descubrí que detrás de su aspecto había dos mujeres que parecían hoscas, pero que guardaban ternura. Antonia te abrazaba y te daba besos de esa forma tan exagerada que sólo tienen las tías abuelas de acompañarlos con sonidos de labios.
Contaban que Trini en su juventud había tenido actos de ira y que, para sujetarla, era necesaria la fuerza de varios hombres. Sólo obedecía a su hermano Pepe que era el que mejor sabía “manejarla”. Sobre ella había anécdotas curiosas: le gustaba beber cerveza en una época remota de mi infancia en la que las mujeres no hacían esas cosas. También aquella mañana de locura de hacía muchos años, cuando su madre no se bastaba para hacerla entrar en razón y en uno de esos ataques se puso dar golpes, incluso a una imagen del Cristo del Paño, que tanto veneraba la bisabuela, no sin antes mirar a la imagen y decirle “¡Maricón! Tú tienes la culpa de todo”.
Los orígenes de su locura fueron un misterio. Yo oí diferentes versiones al respecto. Unos apuntaban a los sufrimientos que la guerra ocasionó en la familia, otros que, durante esa época, presenció muertes que le afectaron a sus sentimientos, algunos explicaban que todo venía de más antiguo, cuando un joven que le gustaba se suicidó arrojándose al tranvía.
En mi familia siempre le encontraban explicaciones extrañas a las cosas que no sabían comprender. Así, como en las novelas de realismo mágico de García Márquez, mi madre no abandonó la clausura del convento por culpa de sus depresiones, sino porque una bicha le picó en un pie y le provocó una disipela que la puso enferma de los nervios. Y los problemas de columna de la tía Encarna venían motivados porque de niña se cayó de lo alto de un caballo que, encabritado, se asustó por el ruido de una ola. Y al primo Ernesto le dio un aire de chico. Detrás de esas explicaciones se escondía una enorme ternura y cariño por todos ellos.
Ternura era lo que me inspiraba Trini en las visitas posteriores, cuando me fui haciendo mayor para entender su estado. Ella tenía esa mirada apacible que sólo tienen los locos, ese eterno cariño infantil que sorprendía por la simpleza de sus respuestas. Al hablarle, ella ratificaba siempre lo que le estaban diciendo “Eso es. Eso es” solía decir mientras afirmaba con el gesto de la cabeza. Reconozco que sólo la vi una docena de veces en mi vida y ya no recuerdo la última, quizás hace más de eso más de dos décadas. Cuando pienso que su hermano Paco murió en el año 36, fusilado por los falangistas frente a la tapia del cementerio o que mi abuela María nos dejó en el 78 y que Pepe, Concha, Antonia y Feliciana lo hicieron hace años, su existencia se convertía en simbólica, lejana, sobre todo después de que Ángeles falleciera hace ahora unos meses.
No obstante, las historias que me contaban sobre la familia, las que forman parte de la trama de la novela que escribo, siempre me provocaron un extraño sentimiento de pertenencia a algo que, en el fondo, estaba muy lejano por la geografía y el tiempo. Cuando comencé a investigar y a escribir sobre aquellas historias, ese sentimiento volvió fortalecido. En una reciente comida con primos y tíos dije con vehemencia algo sobre luego he reflexionado con más tranquilidad: “Desconozco el motivo porque es inexplicable y no tiene sentido, pero nunca renunciamos ni a la tierra ni a la sangre”. El entorno geográfico y familiar marcan nuestra infancia y nos acompañan, nos guste o no, encerrados en una semilla a lo largo de los años. Ese extraño sentido de pertenencia aún se me escapa cuando bromeo con mi hija de seis años sobre su carácter fuerte, pero dulce y el pelo rubio y suave que caracteriza a muchas de las mujeres mitaíllas.
Ayer murió a los 87 años la última mitaílla de la segunda generación, pero somos ya más de un centenar los descendientes de José y de Antonia y, aunque algunos apenas nos conocemos y otros no nos vemos desde hace mucho tiempo, todos tenemos una historia común y la tía Trini forma parte de ella. Descanse en paz.




11 diciembre, 2011

Paisaje de otoño


A poco más de un centenar de metros de mi casa hay un campo que me gusta mucho. A veces voy allí con mi perro. Es una pena que, estando tan cerca, no vaya más a menudo. Desciende en suaves pendientes hasta un pequeño arroyo que no siempre lleva agua. Los árboles altos serpentean junto a su cauce y dibujan sus límites. El campo cambia de estado de ánimo con las estaciones. A principios de verano los trigales rubios, que ya han dejado atrás el verde de su juventud, ondean con el viento. Ahora está roturado, dormido. La tierra está fragmentada en unos enormes terrones de marrón oscuro, a la espera de que lleguen tiempos mejores.

Este otoño de lluvias no ha sido frío y las hojas aún sobreviven en las ramas. Hojas de todos los colores, que van del rojo intenso de los robles jóvenes al amarillo pálido de los grandes álamos. La luz ambarina de la mañana de principios de diciembre se refleja en las pocas hojas que le quedan a los chopos, los que delimitan al sur los bordes del campo. Esas penúltimas hojas saben que ya no les queda mucho tiempo. Las ramas más bajas ya están despobladas y los árboles comienzan a parecer un armazón desnudo, a intuir la tristeza del invierno. Si supiera, me gustaría pintar esas hojas altas que tintinean con el viento, que se resisten a caer.

De regreso, veo las clapas de tierra que los tractores han dejado pegadas al asfalto, como una tiña que recuerda el carácter aún rural de la zona. Las aceitunas negras se arremolinan en los bordes del camino, los escasos olivos comienzan también a desprenderse de sus frutos. Y pienso que de mañana no pasa que compre leña para el invierno que se avecina porque, más temprano que tarde, acabará llegando el frío del Montseny.