A riesgo de resultar políticamente incorrecto, publico en este articulo algunos de los falsos mitos de los nacionalismos, a los que me ha llevado la investigación histórica para mi novela. En tiempos de susceptibilidades y guerras de banderas, reivindico el sentimiento de los que no entiende otra nación que el bienestar colectivo de los pueblos.
A finales de mi infancia descubrí, en el fondo de una despensa de mi casa, uno de aquellos manuales escolares con los que estudiaban los niños del franquismo. No recuerdo el nombre del niño o la niña de mi familia que aparecía escrito en la primera página, aunque es muy probable que ni siquiera estuviera marcado con los apellidos de ningún propietario, porque, en aquellos años de pobreza extrema, hasta la propiedad más pequeña se convertía en un imposible. Es muy probable que fueran varias las personas que habían estudiado con él. Aunque más que hablar de estudio, habría que hacerlo de adoctrinamiento a una causa impuesta por las armas y que no había sido la por la que había luchado sus padres. Aquel libro desprendía un olor rancio a humedad. No obstante, lo que más me sorprendió era la rancia doctrina que destilaban aquellas páginas, donde todo era explicado desde la visión del fundamentalismo católico y el nacionalismo español más exacerbado. Así, se cuantificaban los enemigos de España en siete: “liberalismo, democracia, judaísmo, masonería, marxismo, capitalismo y separatismo vencidos en la Gran Cruzada” y sobre los pobres decía “Los menos favorecidos deben conformarse con su posición social. La escasez de comodidades puede combatirse con la abundancia de buenas condiciones y resultarán ricos aun en la mayor pobreza”.
En aquellos años en los que la transición trataba de esforzarse por normalizar en las aulas la historia de España, aquel descubrimiento daba otra visión inquietante, de cómo las dictaduras reinventan la historia en beneficio propio. Los Reyes Católicos habían sido sin dudar los mejores monarcas, porque habían logrado la unidad de España y habían descubierto América. Nada importaba que aquellos logros se hubieran basado en la expulsión de los musulmanes y judíos españoles, ni en la explotación de los indígenas americanos. Nada importaba que el país perdiera no sólo la pluralidad de culturas, sino a sus mentes y manos más brillantes en los campos de la economía y la agricultura. Y, en el colmo de la parapsicología, el Apóstol Santiago en persona había ayudado a los reinos cristianos a derrotar a las hordas moras y, con ello, garantizar la cristiandad tan necesaria para la península.
En los últimos meses, la investigación para mi novela me ha llevado a conocer con más detalles bastantes acontecimientos de la historia de nuestro país. Y algunos hechos me han vuelto a proporcionar sorpresa sobre la capacidad de los pueblos a modificar la historia en beneficio propio. Pero lo más triste es que esa efervescencia nacionalista no se produce ya en la oscuridad de la dictadura, sino en plena democracia, donde los diferentes sentimientos nacionales se empeñan es resaltar lo que nos separa y en ensalzar los localismos como arma contra una pluralidad de culturas cada vez más denostada. Todos (absolutamente todos) van al mercado persa a reclamar con victimismo más monedas y lo hacen además argumentando injusticias comparativas con otros territorios vecinos bajo la exclusiva perspectiva del presente, desconociendo la historia o ignorando aquella parte de la misma que no les interesa.
A mitad del siglo XIX, Málaga le disputaba a Barcelona el hecho de ser la provincia más industrializada de España y la que más riqueza generaba, pero, a diferencia de la capital catalana, los industriales que habían generado esa prosperidad no formaban parte de una burguesía local, arraigada a la tierra, sino que habían venido, al calor de las oportunidades, de otros puntos del país y del extranjero. A familias con nombres como Temboury, Gross o Echeverría poco les iba a importar la deslocalización de la riqueza. Ellos tuvieron la habilidad de levantar una pujante industria siderúrgica, que, juntamente con el comercio, que exportaba los vinos y uvas de la provincia a los cinco continentes, y los talleres textiles, habían traído una prosperidad que no iba a durar demasiado y de la que apenas quedan señales. Un ejemplo de aquel bienestar lo podemos ver aún hoy en ese tesoro botánico que son los jardines de la Finca de la Concepción en las afueras de la ciudad.
En la segunda mitad del siglo XIX se desarrollaron tres Guerras Carlistas. Bajo la pugna sobre que monarca Borbón era mejor para España, se disfrazaron también otras luchas. También la de los absolutistas ultramontanos que luchaban contra cualquier avance promovido por el liberalismo y la de los nacionalistas de las provincias del norte que luchaban por mantener sus privilegios económicos. De aquellos principios carlistas aún se nutren algunas ideas políticas del nacionalismo vasco. Tampoco quiero hacer demagogia y simplificar a sólo eso un nacionalismo que bebe de fuentes más complejas, pero resulta curioso que cuando, tras la detención de algunos de los etarras con más asesinatos, se publican artículos que profundizan en sus antecedentes familiares, aparecen abuelos que lucharon en los batallones carlistas que tanto ayudaron a Franco durante la Guerra Civil o bisabuelos que defendieron los fueros, a dios y al rey hace más de un siglo.
Mi tatarabuelo Antonio participó en una de aquellas guerras y cuando se alistó, a los veinte años, como soldado voluntario, probablemente lo hizo por una sola causa: conseguir un mejor futuro para él y su familia, que el que le ofrecía aquella vida rural exenta de oportunidades. Los carlistas perdieron las tres guerras, no por ello perdieron sus beneficios. El gobierno, tratando de calmar sus levantiscas reivindicaciones, benefició la importación del carbón ingles que realizaban las nacientes siderurgias vascas, exonerándoles del pago de impuestos, que si se veían obligados a pagar los hornos malagueños. El resultado fue una rápida falta de competitividad y la ruina y cierre de las industrias andaluzas. Pero no sólo el rey castiga, también Dios lo hace y, como una plaga bíblica, la filoxera destrozó las vides y la poca riqueza que aún quedaba. Los industriales emprendedores marcharon a buscar la riqueza en otros lugares y, ante una falta de burguesía local, el pueblo no supo o no tuvo el coraje de defender su riqueza o de buscar otros medios con los que conseguirla.
Recuerdo muy pocas cosas de mis estudios de derecho, una de ellas son dos principios de Derecho Tributario: el de proporcionalidad y el de equidad. El primero establece que debe existir una relación directamente proporcional entre monto del tributo y capacidad contributiva, al crecer ésta deben aumentar aquellos. El segundo procura que cada uno pague en función de los bienes y ganancias que posee, con el objetivo de ayudar a quienes no pueden satisfacer sus necesidades básicas, y contribuir a mantener los servicios públicos. Yo debo ser un idealista, pero a mí me parecen muy justo que pague más el que más tiene, ya se trate de personas, ciudades, regiones o países, siempre y cuando se realice de forma justa y dentro de una esfuerzo colectivo por parte de todos. Eso es algo que algunos (personas, pueblos, regiones o países no comparten) o, lo que es más curioso, otros, que se definen progresistas, lo comparten a nivel de personas, pero no a nivel de regiones o de países. Como todo principio teórico, la práctica puede dar lugar a excesos, que deberían ser corregidos. A pesar de ello, yo sigo creyendo que son principios justos, al menos más justos que los que proclaman campañas del tipo “ellos se gastan los que nosotros ganamos”, o “sin ellos tendríamos más dinero” que cada vez se “normalizan” más en muchos discursos. Recientemente algunas radios catalanas emitían, sin ningún rubor, una campaña, cuyo objetivo era visitar una web donde se podía comprobar cómo mejoraría la tributación de renta de las personas si Catalunya fuese independiente.
Hoy cada vez más políticos del norte, cuando ven amenazado su bolsillo, critican a ese sur pobre y subvencionado que, según ellos, nunca supo generar riqueza. Lo que su escasa talla política no les permite, es conocer la realidad de una historia mucho más compleja. Aquel rico sur se empobreció por confiar en los políticos, lo que debían haber hecho con sus mentes y con sus manos. Creo que ningún pueblo (o parte minoritaria del mismo) tiene el derecho a cimentar su política en la crítica a otros pueblos y si lo hace, tiene al menos la obligación de conocer toda la verdad antes de hacerlo. Eso es algo que cada vez con más frecuencia no practican bastantes dirigentes de los partidos políticos nacionalistas vascos y catalanes. Y a esos, bajo su look más políticamente correcto, no se les ve la caspa.
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