29 junio, 2010

Para ir concluyendo...


Los años dan una perspectiva a los historiadores que les permiten analizar y relatar los acontecimientos, pero, para aquellos que los viven en su rabiosa cotidianidad, es difícil comprender lo que está ocurriendo, especialmente si la historia se está desarrollando en un entorno hostil de locura generalizada. A lo largo de los últimos meses, he leído muchos libros y artículos con la intención de tratar de entender que ocurrió durante la guerra civil en España y, sobre todo, cómo los miembros de mi familia pudieron sentir y vivir aquellos dramáticos momentos. Si el primer objetivo es harto difícil, el segundo se desvela casi imposible. No obstante, sobre una base de rigor histórico, se puede construir, con una pizca de imaginación y sentido común, un paisaje que, no siendo verdadero en su totalidad, sea al menos probable.

En 1.936 se enfrentan dos concepciones opuestas. Parafraseando a Antony Beevor (su libro “La guerra civil española” es uno de los mejores que he leído) mientras en un bando eran centralistas, ultraconservadores y ultracatólicos y tenían una estrategia única, en el otro se produce una amalgama de ateos y católicos, centralistas, nacionalistas e independentistas, moderados y extremistas, republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas… con estrategias e intereses diferentes y, en ocasiones, opuestos.
A finales del verano del 36, ambos bandos, que controlan cada uno una parte significativa del territorio, ya saben que la contienda será larga y se preparan para abordarla. Los sublevados han impuesto, desde el primer momento, una guerra de terror que sólo busca la paz de los cementerios y la represión brutal no es más que un mecanismo previamente definido y aceptado por ellos, bajo una premisa de centralización del poder. La figura emergente de Franco, que no estaba destinado en un primer momento a ser el líder de la revuelta, es la que poco a poco va a ir monopolizando ese poder, ya que él controla las unidades más operativas y preparadas del ejército. En el otro bando, el gobierno republicano, desbordado desde el inicio, ha tenido que armar al pueblo con el objetivo de hacer frente al golpe, pero con ello, ha perdido buena parte de su autoridad, que está en manos de unas milicias, que en muchos casos actúan sin control, cometiendo tropelías, bajo una sed de justicia que, en ocasiones, se desborda en venganza.
La ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista es clave para los insurgentes. Sin ella no hubiera sido posible el traslado del ejército de África a través del Estrecho, vital para la supervivencia del golpe. Durante muchos tiempo, ese apoyo es negado tanto por los nacionales como por sus aliados (incluso en sucesos tan fragrantes cono el bombardeo de Gernika) y la República tratará de demostrarlo sin éxito. Su objetivo era evitar la farsa de no intervención auspiciada por las democracias de Gran Bretaña y Francia, que originó el colapso republicano. Mientras estos gobiernos hablaban de neutralidad frente a su opinión pública, sus empresas colaboraban activamente con los golpistas. Estudios recientes han demostrado con pruebas documentales, que los servicios de inteligencia británicos estaban al corriente del más mínimo detalle de las actividades de alemanes e italianos en colaboración con los fascistas españoles y de los actos de represión que estaban cometiendo. Ante esa situación la República, desesperada, sólo recibe la ayuda, totalmente interesada, de la Unión Soviética, que cobra un alto precio, tanto económico como ideológico por ello. También recibe la asistencia altruista de unos millares de idealistas, que vienen de diferentes países a combatir en nuestra tierra contra un fascismo que también amenaza las suyas. Esas brigadas internacionales jugarán un importante papel, exagerado en ocasiones por la propaganda. La mayoría de los embajadores, muchos de ellos personas muy conservadoras, toman partido por los sublevados y cortocircuitan, en bastantes ocasiones, los intentos republicanos por conseguir el apoyo de las democracias occidentales.
En el interior, el partido socialista de debate entre sus dos almas: una republicana de centro izquierda y otra revolucionaria. Estas dudas hacen que los comunistas, que contaban con escasos militantes antes del inicio del conflicto armado, se conviertan en el partido mayoritario en el control del ejército y traten de unificar el poder, que las milicias anarquistas se han encargado de desbocar durante los primeros momentos, preocupadas únicamente por expandir su ideal libertario. Esa deriva hacia el extremismo hace que los partidos republicanos de centro vayan desapareciendo del escenario político. Los nacionalistas vascos y catalanes, mientras tanto, se preocupan también de defender sus intereses más que de ganar la guerra. El centro de su lucha se basa en defender y aumentar unas competencias recientemente recuperadas, después de varios siglos.
En el otro bando, la Falange, que no pasaba de ser un pequeño partido minoritario antes del golpe, ha incrementado espectacularmente su número de afiliados. En algunos casos, se trata además de elementos de izquierdas, que ante la brutalidad de la represión, visten la camisa azul con la intención de salvar su vida, aunque paguen un alto precio moral por ello. Incluso hay un momento en el que los dirigentes falangistas prohíben la venta de tejido azul mahón, para que no se confeccionen más camisas ante la ola de arribismo. Tras la muerte de José Antonio, Franco controla el partido y lo unifica con los carlistas, que, con sus antiguas posturas ultramontanas vienen luchando contra cualquier intento liberal desde hace más de un siglo. Esta espiral de extremismo se lleva también por delante cualquier vestigio de los diferentes partidos conservadores que se habían presentado en coalición con la CEDA a las últimas elecciones.
Sólo en unos meses el escenario cambió por completo y la deriva extremista condujo a una locura, que seguro que sería muy difícil de entender por unas mentes sencillas. Los avances tanto culturales, como tecnológicos y económicos que llegan a nuestro país a finales de los años veinte y principios de los treinta, se desvanecen y una de nuestras generaciones más brillantes acaba enterrada en una cuneta o huyendo hacia el exilio. Para aquella familia de agricultores granadinos la esperanza duró poco. Estoy seguro que ese nivel de ilusión lo vivieron con diferente intensidad y pasión, en una extraña mezcla de religiosidad profunda y de deseo de cambio. El entusiasmo vital de los jóvenes y el escepticismo resignado de los mayores, cambió hacia una única desesperación por sobrevivir frente unos hechos para los que era imposible estar preparados.
El avance de la guerra fue una sucesión de empates y derrotas que el enemigo administró con paciencia. Franco en muchas ocasiones desesperó a sus aliados y en lugar de optar por una victoria rápida, prolongó la guerra para poder exterminar así a su enemigo y fraguar las bases de una larga dictadura sin oposición posible. Los republicanos, conscientes de la represión que desarrollaba el oponente y de que su única salida era la muerte, la cárcel o el exilio alargaron hasta el último suspiro la lucha.
Muchos fueron los que perdieron en abril del 39. Los nacionalistas vieron como sus competencias y sus ideales de país desaparecían con la dictadura. Los republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas vieron pisoteados tanto sus ideales comunes, como los particulares de cada uno. Las democracias occidentales tuvieron que levantarse en armas contra la invasión del fascismo, apenas un año más tarde, y colaborar con el comunismo soviético, que no tuvo más remedio que enfrentarse al nazismo, con el que antes había firmado un pacto de no agresión. Al final, después de ser un laboratorio de pruebas, acabamos exportando la locura al resto del mundo. Pero cuando finalmente llegó la paz al resto de países, no conseguimos importar sus democracias, ni sus declaraciones de derechos humanos y nos obligaron a aguantar el tormento a lo largo de cuarenta años de negra dictadura, en los que mi familia pagó con muerte, cárcel y palizas sus antiguos deseos. Más tarde, el miedo, la vergüenza y el paso del tiempo, acabaron por esconder sus vidas en el cajón del olvido. Las historias orales, contadas en voz baja durante generaciones, han luchado por evitarlo. Por eso, yo trato ahora de escribir esas viejas historias, para que algún día mi hija también pueda conocerlas y sentirse orgullosa de ellas.
Por cierto, he dejado para el final la afirmación más evidente, que todos aquellos que leen este blog ya han debido adivinar hace tiempo. No he podido evitar enamorarme de aquella república imposible, atacada por todos, y de mis antepasados, que se están convirtiendo, a través de los párrafos y escenas que voy escribiendo con gran dificultad y lentitud, en personajes de novela, arrojados a un escenario cruel, pero magnífico de narrar. ¡Ojalá el resultado esté a la altura de todos ellos!

2 comentarios:

  1. No dudes que estará a la altura o por lo menos para nosotros, una generación que se siente orgullosa de la anterior.

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  2. Para un novelista es más fácil inventar una historia y unos personajes porque disfruta de una mayor libertad. En mi caso, tengo la gran fortuna de tener, creo, una gran historia, pero si quiero estar a la alturas de las personas (que además tanto significan moralmente) tendré que alejarme de ellas y para poder construir unos personajes de novela. Sólo así podré estar a la altura de esos antepasados a los que tanto admiro.

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