30 agosto, 2009

Lisboa

(Notas apuntadas en mi diario de viaje en Lisboa a Marzo de 2.001)

La primera mañana en una ciudad que no conoces siempre viene acompañada de desorientación. Un intento inútil por encontrar puntos de referencia, decidir el orden de las visitas, diseñar el recorrido en el extraño espacio de un plano. Todas las ciudades tienen su epicentro y en Lisboa es Rossío, que es como se conoce popularmente a la Praça de Dom Pedro IV. Aquí se han celebrado corridas de toros, festejos, desfiles y hasta autos de fé de la Inquisición. Ahora es una concurrida plaza de edificios pombalinos, repleta de cafeterías. Está toda levantada por las obras y la estatua de Dom Pedro, el primer emperador del Brasil independiente, está completamente oculta tras unas lonas. Visto así, el Rossío no tiene el más mínimo encanto, como tampoco lo tienen las vecinas plazas de restauradores y la de la Figuera, ambas con el vientre al descubierto por las máquinas.

La Baixa entera parece estar en obras. Las cuadrículas de calles alineadas que contruyó el Marqués de Pombal tras el terremoto y que unen el Rossío con la Praça do Comerço, están mojadas por la lluvia y desangeladas en una maña de domingo de tiendas cerradas, con las sonrisas de los maniquíes dando un ambiente a la ciudad casi fantasma. Los lisboetas parecen haber desertado de su ciudad por unas horas. En los primeros momentos, la ciudad sorprende por una quietud extraña.

Al final de la Baixa, junto al río, se abre la Praça de Comerço. Aquí daba recepción a los visitantes ilustres y cuentan que el esplendor de la plaza era la primera mirada deslumbradora de la ciudad. Hoy, sin embargo, medio cubierta por la bruma atlántica, se dibuja gris y fría. Debe ser muy diferente la visión desde el Teixo o desde luego, no me siento embajador. En el centro de la plaza, como no podía ser de otra forma en Lisboa, hay una estatua ecuestre de un rey, cubierta por la patina verde del tiempo.



Subimos al eléctrico que es como aquí llaman a los tranvías, para dirigirnos a la Alfama. Siempre he pensado que hay dos cosas que le dan encanto a una ciudad: los tranvías y los ríos. Lisboa tiene ambos, aunque el río parece casi mar. Viajar en tranvía es perderte en el tiempo, sentir que vuelves a la época de tus bisabuelos. Las horas pasan más lentas y cansadas entre las cuestas. Desde un punto de vista práctico, no parece ser un gran medio de comunicación. No resistiría sus largas esperas si llegase tarde al trabajo, pero es fantástico para conocer la ciudad. Entre paradas, semáforos y atascos tienes tiempo a admirarla entre las ventanas de madera del tranvía.

Con la subida del tranvía por las callejas el tiempo se ilumina y el sol aparece tras una curva junto a la Sé, la catedral lisboeta. Serpenteado entre calles estrechas que suben hasta el Castelo, descubrimos la Alfama, el antiguo barrio de origen musulmán. En la cima, desde el Miradouro de Santa Luzía el sol se muestra ya por completo y, con la luz, la ciudad cambia y alegra el espíritu. El estuario del Teixo se muestra en su esplendor y la ciudad abajo parece que empieza a entrar en calor, el puente colgante de tonos rojos, los muelles, que aquí llaman docas

Dicen que en Lisboa hay más ropa tendida en las calles que en los armarios y al final va a resultar ser cierto. La Alfama es un mar de sábanas blancas secándose al sol después de la lluvia, una extraña visión de paredes gastadas, de brasas apagadas con olor a sardina y escalones que bajan.

Siempre es en el último día del viaje cuando tienes la sensación de que comienzas a tomarle el pulso a la ciudad. Siempre a la hora de la partida es cuando empiezas a encontrarle el rumbo a las calles, para, sólo algunas horas más tarde, darte cuenta de que has vuelto al rutinario conocimiento de tu geografía urbana.

Lisboa es una ciudad de paladar difícil. No es un amor a primera vista como puede serlo Venecia o París. Cuesta horas, días enamorarte de ella. La sensación de abandono, las paredes tristes, las esquinas gastadas, las eternas obras son una primera bocanada difícil de digerir. Pero cuando atraviesas la ciudad con el eléctrico 28 y vas desgranado el Barrio Alto, el Chiado, la Alfama, Graça... desde la ventana del tranvía, empiezas a sentir que es como aquellos tragos donde lo importante no es el sabor inicial, sino el buen gusto que deja en la boca.

Y el sabor de Lisboa es diferente. Subirse en sus elevadores es un placer que no encuentras en otras ciudades más deslumbrantes. Cuando ves como la Praça Restauradores se pierde en la curva de la Calçada de Gloria y empiezas a vislumbrar la luz del atardecer en las murallas del Castelo de Sao Jorge, por encima de los tejados, sientes que definitivamente la ciudad te ha atrapado. Desde la ventana del elevador de Gloria la ascensión te embriaga, parece como si Pereira fuera a salirse de la novela de Tabuchi y empezar a sudar la subida. En esta cuesta, el funicular serpentea entre las siluetas humanas y los coches aparcados salidos de las calles laterales y los hombres, vistos desde la altura del funicular, parecen más pequeños, menos importantes. La subida merece la pena, no ya sólo por el propio elevador, sino porque la meta es el Miradouro de Sao Pedro de Alcántara, desde donde la panorámica del Castelo y la Alfama es inmejorable, sobre todo con la puesta de sol del atardecer. Sobre la silueta de la colina también se dibujan el monasterio de Graça y la blanca iglesia de Sao Vicente de Foora, con sus torres simétricas construidas fuera de las murallas.

Lisboa es la ciudad de las siete colinas. Sólo así se entiende que haya tantos elevadores, pues no está sólo el de Gloria, también Bica, Santa Justa y Lavra. El de santa Justa es una curiosa construcción de hierro, diseñada por un discípulo de Eiffel, que une la Baixa con el Barrio Alto, cerca de la iglesia do Carmo, la que destruyó el terremoto de 1755 y se muestra hoy en ruinas, sin techo y abierta al cielo como un cadáver olvidado. Resulta extravagante ver juntas en el paisaje lisboeta a la iglesia y al elevador, la dejadez de la piedra y la arrogancia del hierro, lo antiguo y lo moderno.


El elevador de Bica sube hasta el Barrio Alto desde el río, justo detrás del mercado de 24 de Junio. Tras dejar atrás los olores de los puestos de comida, en mitad de una lluvia pegajosa, aparece de repente el elevador, oculto bajo el arco de una fachada que lo esconde. Estrecho y oscuro, apenas cabe una decena de personas, sube entre la lluvia, junto a las casas de la cuesta, que están tan próximas que casi puedes tocar sus puertas y, a través de sus ventanas, puedes ver la intimidad de los lisboetas, se muestra ante la mirada indiscreta del turista, que aparece como un invitado sorprendido entre las cortinas. Al inicio de la subida, la electricidad deja de funcionar y, durante unos breves segundos, el funicular queda suspendido en el espacio. Las bromas del conductor y las risas de una pasajera cincuentona acompañan el momento. Abajo queda el río Teixo, sus aguas casi grises, se reflejan entre la estrecha obertura de la cuesta.


En la Rúa Garret, corazón del Chiado, en la plaza junto a la cafetería A brasileira, la estatua de Pessoa sentada en una mesa te observa. A su lado, un indigente borracho apura, uno tras otro, tragos de un vino barato en un vaso de plástico recortado sobre una antigua botella de agua. La escena es impagable. Un mariquita medio loco corre de un lado a otro gritando sin cesar y haciendo proposiciones a algunos paseantes desconocidos. Al fondo de la plaza, un grupo de ricos presumidos entran sobre una larga alfombra roja en una fiesta de inauguración de una tienda de Hermés. La escena se vuelve más surrealista: Pessoa, el borracho barbudo, el mariquita loco y los ricos con sus trajes, corbatas y vestidos sacados de un pase de modelos. La vida en esencia, pobreza, locura y riqueza toda mezclada entre la gente que pasa.

El café A Brasileira sigue recordando a Pessoa, mesas de madera oscura y espejos dorados. No hay cafetería antigua que se precie que no refleje el paso de los años en sus gastados espejos. Seis perros tumbados al sol en la entrada de la iglesia de Santa Catalina duermen la tarde en una siesta tranquila mientras un anciano camina con una bolsa en la cabeza. Son escenas extrañas que sólo aquí pueden verse, en la última tarde en Lisboa, que traen recuerdos del viaje: el color de la piedra del Monasterio de los Jerónimos, extrema riqueza ornamental de estilo manuelino; el sonido de la lluvia arrojándose por las gárgolas del claustro; los carros dorados de bodas reales, cueros y terciopelos gastados del Museo de coches; la Torre de Betlem brillando con el sol tenue del agradecer, mostrándose altiva entre las olas; el sabor de la canela de los pasteis do nata de la Antiga Confeitaria de Betlem; el olor de las tiendas de café y de bacalao; esa melancolía atlántica a la que llaman saudade…

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