El confinamiento me ha ofrecido la oportunidad de volver a escribir. La semana pasada corregí esta escena escrita hace ya algunos años. Ahora que llevamos semanas en casa es un buen momento para imaginar la explosión de alegría que desbordó las calles otro 14 de abril de hace 86 años: el día en el que se proclamó la Segunda República.
Como
cada tarde, la suavidad del pasamanos le trasladó la primera sensación de paz
después de la jornada de trabajo. Tras varios meses sirviendo en la casa, María
se había acostumbrado al tacto delicado de
la madera, fruncida por el tiempo, los cientos de visitas que habrían recibido
los señores, las carreras de los niños que llegaban tarde al colegio. La
baranda se tornaba más áspera en los últimos pisos, cuando subía a tender la
colada y los peldaños se volvían más estrechos y empinados y el balde de la
ropa mojada pesaba como un muerto, pero el descenso desde el principal hasta la
calle solía significar el inicio de un agradable paseo hasta el tranvía, la
promesa del tranquilo paisaje de la vega en las ventanas, la sonrisa cansada de
su padre al regresar del campo.
Ese
día, sin embargo, tras echar las horas pertinentes más la habitual propina
añadida por las peticiones de última hora de doña Águeda, tenía prisa por
regresar a Uriana. Su madre andaría preocupada. Se cambió de ropa con rapidez.
La camisola blanca quedó en la percha, con el cuello lobulado por encima del
vestido negro que imponía la austeridad del servicio. Antes de cerrar la puerta
del minúsculo armario lo vio colgando como un apéndice al que no acababa de
acostumbrarse. La cara de la señora se había mostrado más seria que de
costumbre, encerraba una inquietud parecida a la que pudo ver en la mirada de
Antonia cuando, como cada mañana, fue a despedirse de ella con un beso y la
asaltó con una petición extraña: “¡Ojalá hoy pudieras quedarte en casa!”. Su
pobre madre estaba inquieta por el runrún que sacudía la calle a causa de una
posible victoria republicana, pero, a diferencia de la señora, cuya
intranquilidad se ceñía a los cauces materiales que su marido, un comerciante
venido a más, conseguía con la política, Antonia tan sólo deseaba que nada les
ocurriera a sus hijos.
El
domingo de resurrección había quedado atrás, el martes ya no guardaba los
signos de la lluvia, pero la euforia contenida, que se fue haciendo más
evidente con el paso de las horas, podía verse en los rostros que María se había
ido cruzando de camino al trabajo. Los rumores sobre la posible abdicación del
rey tras los resultados de las elecciones municipales corrían de boca en boca.
En su familia, sólo su hermano mayor desafió al aguacero y acudió a votar. Su
padre se quedó en casa: “No va a servir de nada. Siempre mandarán los mismos”.
El entrañable gañán solo creía en el sol que cada mañana salía por el horizonte
para calentar la simiente de la tierra. Pero ella, que tampoco estaba demasiado
enterada de política, compartía con su hermano la esperanza de que las cosas
pudieran cambiar, que las vidas fueran menos miserables, aunque la opinión de
las mujeres no contara porque las votaciones, como otros muchos asuntos, eran solo
cosa de hombres.
Todos
esos pensamientos, que se habían borrado de su cabeza con el trajín de la
faena, regresaron en un momento. Al bajar los escalones fregados por la mañana,
se sorprendió de la penumbra húmeda, de la blanca frialdad del mármol, de la
atmósfera oscura, tan infrecuente, iluminada tan solo por el ojo de cristal que
se alzaba desde el techo para arrojar su luz sobre el hueco de la escalera. Cuando
llegó al primer descansillo desde donde se divisaba la entrada comprendió la causa:
el gran portón de madera por el que debía colarse a raudales la claridad de la
tarde de primavera estaba cerrado a cal y canto.
Afuera
se sentía un inmenso jolgorio que ni siquiera de los goznes de la puerta, que
chirriaron como grillos, pudo aplacar. Una multitud entusiasta la rodeó nada
más salir. Algunos cantaban, otros se fundían en abrazos muy efusivos, todos se
contagiaban de una felicidad imposible de contener. La marea humana, que fluía
hacia la Plaza del Carmen, la engulló sin remedio. Unas muchachas se habían
prendido lazos rojos en las blusas, confraternizaban entre saltos de alegría
con hombres que portaban banderas tricolores. Los vítores llegaron a apagar el
eco del tañido de las campanas que se sumaban a la fiesta. Los gritos, las
canciones, los comentarios de la gente se confundían en el aire. Aunque no
habían salido aún los resultados de las elecciones en más de cuarenta pueblos
de la provincia, ya poco importaba. Todos sabían que en los pueblos de la vega
siempre ganaban los monárquicos, pero en Granada, como en todas las capitales
del país, la victoria de los republicanos era incontestable. Lo que por la
mañana sólo era un rumor ya se había hecho realidad: el rey había abdicado.
Todos vitoreaban a la República y entonaban coplillas picantes en las que
Alfonso XIII no quedaba muy bien parado.
Sin
darse cuenta, mientras fregaba los suelos, planchaba la ropa o subía a
tenderla, el país había cambiado, en apenas unas horas. Los acontecimientos se
resumían en la hoja pisada del periódico de la tarde que hablaba de la
extraordinaria pujanza con la que el pueblo español había manifestado su
voluntad republicana, de la reunión del gobierno durante más de cuatro horas
para deliberar sobre el resultado de las elecciones, de la invasión de la plaza
de Oriente en Madrid por parte de la muchedumbre, de la desbandada de los servidores
de la monarquía, del silencio del Jefe del Gobierno que se negó a hacer
declaraciones a su entrada en palacio, de las manifestaciones de entusiasmo que
habían comenzado en varias capitales de provincia, de la proclamación de la
República en la ciudad de Vigo, del nombramiento de Niceto Alcalá Zamora como
jefe del gobierno provisional, de la intención del rey de marchar a Inglaterra,
del compromiso del gobierno con el Conde Romanones para garantizar la seguridad
de la familia real, pero, por encima de todo, podía leer bajo las enormes
letras negras de El Defensor de Granada el titular: “En casi todas las
poblaciones de España se ha proclamado hoy la República. El Gobierno
provisional de la república ya está actuando y a las cinco de la tarde el rey
firmará el acta de abdicación.”
Hay
vidas enteras que pasan en un suspiro, recuerdos que se olvidan al girar una
esquina y se pierden a lo lejos para no regresar nunca. Los años se difuminan
en la tela rota y oscura del tiempo que esconde a su capricho lo que le viene
en gana, los detalles pequeños que pasan sin dejar constancia, las sensaciones
tantas veces repetidas hasta convertirse en una rutina que se apaga como una
vela se queda sin sebo. Hay imágenes que se fragmentan como un espejo roto y,
destrozadas en mil pedazos, dejan de existir porque las borran las que vienen
después, porque las tapan el dolor, la felicidad o simplemente el olvido, pero
hay otras, en cambio, que se graban en la memoria y ya nunca se pueden borrar,
las que son recordadas muchos años más tarde con la precisión de lo que acaba
de suceder, de lo que está ocurriendo todavía. Hay un pasado remoto que siempre
ocurre en el presente. El presente de aquella tarde de abril en la que María no
supo lo que estaba pasando porque pasaban demasiadas cosas, porque, sin ni
siquiera saberlo, ya nada volvería ser igual. Más allá de que mandara un rey o
una república, la alegría en los cientos de caras, la ilusión que se reflejaba
en los miles de ojos era algo imposible de olvidar.
Al
pasar junto al Coliseo Olympia vio una bandera roja que ondeaba en la puerta.
El trapo bailaba sobre las letras del cartel: La canción del día. El clamoroso
éxito de Muñoz Seca se anunciaba en tres sesiones junto a una película de
dibujos animados de la Paramount, aunque esa tarde nadie iría a la
representación porque todos tenían la fe en un mundo nuevo. El gentío comenzó a ovacionar a un grupo de guardias urbanos que
se habían colocado brazaletes tricolores sobre las mangas.
Cuando
María llegó a la plaza, la encontró abarrotada por un enjambre que se había
congregado frente al Ayuntamiento. Varios guardias civiles retenían las riendas
de sus caballos. Los ojos de los jinetes estaban tan expectantes como los de
los animales, a la espera de los acontecimientos que estaban por venir. El
oficial al mando trataba de transmitir calma con todos sus gestos y acabó por
subir al balcón del consistorio para dirigirse al pueblo y tranquilizarle con
sus palabras. Pero la calma no duró demasiado: el tiempo que tardó en hacer su
entrada una sección de caballería. Los soldados desenvainaron los sables e
iniciaron una carga entre un revuelo de carreras, pero les frenó el griterío
primero y luego las indicaciones de un teniente coronel de infantería que se
acercó para ordenarles la retirada. De seguida, la muchedumbre jubilosa se
abalanzó sobre él y lo subieron a hombros entre ovaciones. El pueblo no estaba
acostumbrado a que las autoridades se pusieran de su parte y, como ya iba
siendo hora de celebrarlo, empezaron a gritar vivas al nuevo y rebautizado
Ejército Republicano.
Plaza del Carmen 14 de abril de 1931 |
Unos
minutos más tarde se fue abriendo, como si de una cremallera de tratase, un
hueco entre los presentes por el que comenzaron a desfilar los ediles recién
elegidos. Avanzaron entre apretones de manos y saludos hacia el Ayuntamiento.
Las puertas del edificio volvieron a cerrarse tras ellos, pero no tardaron
mucho en aparecer de nuevo por el balcón central que se abría en el primer
piso. Lo hicieron con una enorme bandera republicana. La tela de colores ondeó
al viento como una promesa de libertad. Tras pedir calma, uno de ellos comenzó
su discurso. Decía que, como representes de la naciente República, tenían el
mandato del gobierno provisional
para tomar las instituciones y garantizar la seguridad. Luego explicó que se
iban a dirigir en comisión a
entrevistarse con las autoridades civiles y militares del régimen para hacerse
cargo del orden en toda la provincia y pusieron fin al discurso proclamando la
República entre el sonido de los cohetes y campanas. En ese momento el
entusiasmo era ya indescriptible y la plaza un hervidero de aplausos. Rodeada
por una marea de desconocidos, María lo presenciaba todo como en un sueño
lento, con esa felicidad extraña que se contagia de forma imparable.
Más
de un centenar de personas se dirigió entonces hacia la Plaza de Mariana Pineda
y ella aprovechó la ocasión para dejarse llevar por las callejuelas repletas,
ya que le pillaba de camino hacia la parada del tranvía. Entonaron La
Marsellesa y luego el himno de Riego, pero, de pronto, se hizo el silencio y
todos giraron las cabezas hacia el cielo. Acababan de dar las cinco de la tarde
cuando una escuadrilla de aviones les sobrevoló por encima de los tejados.
Habían despegado de la base de Armilla y los pilotos volaban bajo saludando a
los manifestantes. Desde el suelo, los transeúntes les contestaron reanudando los
cánticos. Al llegar a la plaza rodearon el cuello de la estatua con una bandera
republicana. Cientos de claveles rojos se desparramaban a los pies de la
heroína. A esa hora, cuando ya se había despejado la confusión de los primeros
momentos, la ciudadanía exultante llenó las calles del centro de una algarabía
nunca vista. Granada era una fiesta, pero María decidió que ya era el momento
de volver a casa y tranquilizar a su madre.
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