Ahora que se malbaratan palabras
como exilio o preso político, que los nacionalismos -de todo tipo- nos hacen
creernos mejores que nuestros vecinos, impulsando a levantar fronteras y a
cerrar puertos, a rechazar a todo el que viene de fuera, ahora que las ideas
parecen polarizarse hacia extremos en los que no es fácil ni entenderse, ni
encontrarse… Conviene recordar que los extremismos nunca traen nada bueno y que
nadie huye de su casa por gusto.
A principios de febrero de 1937,
las tropas franquistas iniciaron su avance hacia la ciudad de Málaga desde
todos los frentes. La población civil inició lo que se llamó “la desbandá” para
huir del sufrimiento y, en muchos casos, de la muerte. Mi abuela María tuvo que
abandonar su casa de Jayena, un pueblo del sur de Granada, donde se habían
refugiado al inicio de la guerra, y cruzar las Sierras de Tejeda y Almijara. Lo
hizo en compañía de su hija –mi madre- que tenía menos de dos años. El mal
tiempo frenó el avance enemigo durante unos pocos días, dándoles la oportunidad
de escapar. Los documentos que pude encontrar certifican esa huida y confirman
las narraciones orales de la familia. Solo después de algunas semanas, María pudo
reencontrarse con su marido y también con dos de sus hermanos.
Los cuentos de Navidad hablan de
una huida en burro. Con este texto –que en realidad forma parte de una escena de
esa novela que sigue varada desde hace tiempo- quiero desearte mis mejores
deseos para el 2019. Disfruta mucho de la vida, pero no te olvides de combatir con
tus palabras, tus votos, tus actos… la intolerancia, la xenofobia, el racismo, el
machismo y las nuevas caras que traen los nacionalismos y los fascismos.
El camino se empinaba sin descanso, se retorcía a lo largo de
decenas de curvas que parecían llevar al fin del mundo. La lluvia caía más
despacio a medida que avanzaban y, a la altura del puerto, se había convertido
en aguanieve: los primeros copos empezaron a caer con un murmullo lento de
tristeza. Suspendidos del aire helado, se prendían con suavidad sobre las ropas
mojadas, pero también con una constancia desesperante que calaba hasta los
huesos. A pesar de ello, la nieve escasa se negaba a dejar huellas
sobre el pasado que iban dejando atrás sin saber qué les depararía el futuro,
tan incierto que ya no existía más allá del día siguiente, de la próxima curva.
Un frío espantoso bramaba entre los barrancos y dificultaba el
avance de los que huían en mitad de la tormenta. María observaba la cara de su
hija, envuelta en mantas, protegida por la pleita de esparto. Miraba el rostro
de la inocencia dormida, ajena por un instante a la desgracia de la guerra; sus
manos que abrazaban con toda la
fuerza de su instinto protector una pequeña muñeca de cartón, mojada, casi
rota. Rendida en el balanceo del mulo, trataba de proteger a su único juguete.
Una familia de campesinos se apiadó de ellas cuando la lluvia
comenzó a arreciar al principio de la cuesta y la pequeña lloraba en el suelo
ante los brazos agotados de su madre. El hombre la cogió con sus manos grandes
y la metió dentro del único hueco que quedaba en el cujón, los otros tres
estaban ocupados cada uno por un niño. El mulo iba con las cinchas bien
apretadas, tan cargado con las criaturas que muchas veces se detenía,
remoloneándose hasta que su dueño amenazaba su terquedad con la fusta.
Con el paso de las horas los grupos se fueron
disgregando. Los que caminaban delante desaparecían en los recodos que dibujaba
la carretera. Los más fuertes caminaban sin mirar atrás, y se perdían a lo
lejos. Las familias, en cambio,
acomodaban el paso para permanecer juntas, para buscar la pequeña e ilusoria
protección que ofrece en los momentos difíciles la compañía de los seres
queridos. Así, se fueron quedando rezagados y, cuando quiso darse cuenta, María
caminaba acompañada tan solo por el matrimonio de labriegos y el mulo con los
críos.