Conocí la obra de Jan Morris hace
ya bastantes años cuando, preparando uno de mis viajes a Venezia, leí su
maravilloso libro sobre la ciudad. En enero pasado no quise regresar allí sin
releer sus descripciones repletas de sensibilidad: “El agua de alrededor es
opaca y poco profunda, la atmósfera curiosamente traslúcida, los colores
pálidos y se cierne una insinuación de melancolía. Está rodeada de reflejos
ilusorios, como espejismos en el desierto y entre tanta alucinación, el agua
reposa en una especie de trance”.
Los viajes despiertan el interés
no sólo por los lugares, también por las personas que los habitan y hablaron de
ellos. Morris siempre me pareció un personaje muy interesante, su vida casi el
producto de una novelesca ficción. Releí artículos sobre ella. Jacinto Antón,
ese periodista de El País que tanto me gusta, le dedicó varios de gran calidad.
Así descubrí que el narrador de viajes había escrito un libro sobre su aventura
más personal y apasionante: su cambio de sexo.
El Enigma –Conudrum es el título en inglés de este libro publicado en 1974-
arranca con el primer recuerdo de su vida, cuando a los tres o cuatro años,
sentado bajo el piano donde su madre toca a Sibelius, se da cuenta de que había
nacido en un cuerpo equivocado. Ahí se inicia su viaje a través del conflicto
interior, la ambigüedad y el desconcierto, deteniéndose en varias etapas de su
vida: el coro escolar de la Church Christi de la Catedral de Oxford, en el que
ingresa a los nueve años y donde aprende el gusto por los ritos y la liturgia;
sus primeras experiencias sexuales, víctima de conductas pederastas, en los exclusivos
internados de la época postvictoriana o su ingreso voluntario, al estallar la Segunda Guerra
Mundial y con tan sólo 17 años, en el Noveno de Lanceros de la Reina, “un
modelo ejemplar de caballería motorizada que combina con éxito la tradición y
la técnica”
Allí descubre su atracción por la
vida militar, el valor, la disciplina y, sobre todo, el sentimiento de
pertenencia. Algo que parecería paradójico en un espíritu libre y diferente
como el suyo. Vive los acontecimientos con impostura, con la mirada de un
espectador. Describe con ojos femeninos lo que se siente al estar rodeada de
hombres jóvenes y desnudos que no reparan en esa mirada. La narración de cómo
acompaña a un oficial de su misma graduación hasta la puerta de un burdel de
Trieste, su mirada bajo la luz mortecina de una farola cuando se despide de él,
incapaz de acompañarle… es simplemente maravillosa.
Antes de viajar a esa ciudad
donde Morris vivió el final de la guerra, intenté encontrar sin éxito, incluso
en librerías especializadas en viajes, su Trieste
and the meaning of nowhere.
Tras visitar Italia, Egipto o
Palestina como soldado, Morris se dedicó al periodismo. Trabajó para The
Guardian o The Times. Fue la única persona que participó y cubrió el primer
ascenso al Everest, pero el prestigio profesional no logró equilibrar su lucha
contra las hormonas, el espejismo en el que vivía: “igual que un prisionero
incomunicado en realidad estaba privada de identidad”
Tras la guerra conoció a
Elizabeth, la hija de un cultivador de té en Ceilán, una mujer que había
servido en el Servicio Real Naval Femenino que acabó convirtiéndose en la
cómplice de toda su vida, pese a que desde el primer momento le habló de su
condición sexual: “nuestro matrimonio
no tenía posibilidad alguna de funcionar, pero funcionó igual que un sueño,
como el testimonio vivo, podría decirse, del poder de la mente sobre la
materia; o del amor en su sentido más puro por encima de todo lo demás”. Con ella tuvo cinco hijos porque, como
ella misma cuenta, su instinto maternal solo pudo canalizarse como padre.
Morris convivió con su condición
andrógina durante años hasta que sus hijos tuvieron la edad suficiente para
poder entender la metamorfosis que estaba dispuesta a sufrir. Tras recorrer “pesadamente el camino largo, trillado, caro
e infructuoso de todos y cada uno de los psiquiatras y sexólogos de Harley
Street” Jean decidió convertir en Jan. Narcotizado por los medicamentos, en
la habitación de una clínica de Casablanca quiso mirar por última vez al espejo
su cuerpo de hombre para desearle buena suerte y despedirse de él.
Es ahí, en la sensibilidad de los
pequeños detalles, donde este libro irregular -que puede llegar incluso a
aburrir en algunas páginas- se convierte en un texto muy recomendable, lleno de
imágenes reveladoras. De entre todas ellas, destaco la que nos describe su indecisión,
tras pasar el mostrador de seguridad en el aeropuerto de Nueva York, a la hora
de dirigirse a la cola de hombres o a la de mujeres. Es sólo una de las muchas
muestras cotidianas que dibuja sobre su dualidad sexual y sobre las diferencias
de trato que recibe en muchos países -seguirá siendo una viajera adicta-.
En el libro Morris nos cuenta uno
de los peajes más duros por el que tuvo que pasar para poder cambiar de sexo:
el obligado divorcio. Muchos años después de escribirlo, cuando por fin se
reconoció en Gran Bretaña el matrimonio homosexual, Jan Morris volvió a casarse
con la mujer de su vida: Elisabeth. En una deliciosa entrevista que ella le
concedió a Jacinto Antón hace años, le cuenta como guardan en su biblioteca desde
hace tres décadas la lápida que hablará de ellas en una isla del río galés
Dwyfor, junto a la Poza de los Caballos: “Yacen aquí dos amigas al final de una
vida”.
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