Entro en el Caffé San Marco y,
como describe Claudio Magris, a mis “espaldas las hojas siguen oscilando”,
aunque -ahora que ya no se puede fumar en su interior- es imposible que “una
leve bocanada de aire” haga “ondear el humo estancado”. El texto del escritor triestino
sigue siendo, a pesar de ello, maravilloso: “La oscilación tiene cada vez un
aliento más corto, un latido más breve. En el humo flotan franjas de polvillo
luminoso, espiras de serpentinas se desenrollan
lentamente, lábiles guirnaldas al cuello de los náufragos aferrados a
sus mesas.”
Nunca he leído una descripción
tan fascinante de un café como la que Magris hace del San Marco en el primer
capítulo de su libro Microcosmos,
donde nos dibuja minúsculos detalles sensoriales mientras nos presenta una
galería de personajes maravillosos entre sus clientes asiduos: el pintor
vagabundo que malvive en su viaje hacia la destrucción vendiendo sus dibujos a
los comerciantes ricos; el viejo enamorado de atormentada vida conyugal; los antiguos
propietarios que guardan anécdotas curiosas; el maduro donjuán que, tras
décadas de poco éxito con las mujeres, intenta recuperar el tiempo perdido
seduciendo a sus antiguas compañeras de estudio o incluso a las madres de su
amigos de la infancia…
Sentado en una de “esas mesitas
de mármol con el pie de hierro colado, que acaba en un pedestal apoyado sobre
garras de león” admiro los estucos
marrones que dibujan hojas y granos de café en los frisos, los globos luminosos
de las lámparas de latón, los percheros dorados o los libros apilados en los
estantes de la librería que ocupa una sala contigua. Encuentro refugio tras
todo un día caminando por las calles de Trieste, porque “el Caffé San Marco es
un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos,
para toda pareja que busque refugio cuando afuera llueve a cántaros y también
para los que carecen de pareja”.
Bajo una vetusta caja
registradora, que supongo jubilada hace décadas, se desordenan varios tableros
de cuadros blancos y negros. Ya lo dice Magris: “Amado por los ajedrecistas, el
Caffé se parece a un tablero de ajedrez y entre sus mesas uno se mueve igual
que el caballo, torciendo continuamente en ángulo recto y volviéndose a
encontrar a menudo, como en un juego de la oca, en el mismo punto de partida”.
Sobre la mesa de mármol jaspeado
se alinean un capuccino, un macchiato y dos vasos de agua. Un poco más allá, el
cuaderno Moleskine abierto y,
sujetando las páginas emborronadas,
el bolígrafo Faber Castell que me regalaron -como despedida- unos compañeros de
trabajo hace ya más de ocho años (estuvo mucho tiempo inutilizado, sin carga de tinta). Recuerdo las palabras de
Magris “la pluma es una lanza que hiere y sana” y me veo a mi mismo a la
búsqueda de sanación de la forma que más me duele: “emborronar cuartillas,
liberar los demonios, embridarlos, a menudo
sólo emularlos con inocua presunción”. Acudo a los templos de la
literatura buscando la inspiración largamente perdida, pero los maestros no
siempre nos alumbran con las palabras que esperamos: “Escribir significa saber
que no estamos en la Tierra Prometida y que no podremos llegar nunca allí, pero
continuar con tenacidad el camino en esa dirección, a través del desierto”.
Casualmente el San Marco fue
fundado un sábado de enero -como el que habito- aunque de hace 103 años. En seguida se convirtió en el lugar donde falsificaban sus pasaportes los
irredentistas italianos que luchaban contra el imperio austriaco. Por eso fue destrozado
durante la Primera Gran Guerra por las
tropas germánicas, aunque por suerte aquí sigue con su ruido de fondo, “Se
alzan voces, se confunden, se apagan, se las oye a la espalda, preparándose para
salir al fondo de la sala, un murmullo marino de resaca. Las ondas sonoras se
alejan como anillos de humo, pero en algún sitio quedan todavía.”
Miro fascinado el brillo de la
maquinaria antigua de latón, el de los recipientes de cristal que contienen
caramelos de colores, el mostrador de madera negra taraceado, las máscaras de
carnaval dibujadas en las paredes y leo, una vez más, el primer capítulo de Microcosmos. Casi puedo escuchar a
Magris susurrándome al oído esas palabras para decirme que “en esta academia no
se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto” y, por si aún
no lo supiera, una última aclaración: “los cafés son una especie de asilo para
los indigentes del corazón”.
Antes de que me derrote esa
indigencia y la tarde del invierno se oscurezca nos dirigimos al Giardino Púbblico
–otro de los lugares mágicos de Magris-. Solo hay que continuar hasta el final
de la calle Battisti, pero lo encontramos cerrado y sobre la valla de hierro
una placa nos advierte: “caduta rami”. Entonces recordamos los que nos han
dicho apenas unas horas antes: “Han tenido suerte en venir hoy. Ayer la bora sopló
con gran intensidad”. La bora –ese viento enloquecido que azota Trieste- se
conjuró para derribar las ramas e impedir que pudiéramos ver el Giardino
Público. Una excusa más para volver.
Caffé San Marco. Vía Cesare
Battisti 18, Trieste. Italia
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