Aún recuerdo el calor de la
mañana luminosa de agosto de mis diecisiete años en la que leí por primera vez
El extranjero de Albert Camús, el sudor que recorría mi frente mientras
Marsault, el protagonista de la novela, cometía un absurdo crimen en aquella
playa inundada por la luz del sol. Algunas de las lecturas más arrebatadoras se
pierden en aquellos veranos de mi juventud, cuando podía permitirme el lujo de
sumergirme durante horas en la lectura. Ahora recuerdo que devoré ese libro en
un solo día. El final de la adolescencia es una mala época para enfermar de
existencialismo y, tras ella, en pocos meses llegaron La peste, también de
Camus, y otras obras de Jean Paul Sartre que no recuerdo.
Regresé hace algo más de un año a El extranjero. Era una de las lecturas
recomendadas de mi tercer y último curso de novela en la Escola d’Escriptors.
Por las páginas del viejo volumen de la decimoquinta edición del año 1984 había
pasado la huella sepia del tiempo, dejando, como los vinos añejos, un doloroso
olor a pasado. Esta vez regresaba con otra mirada: no ya sólo la del
lector, sino también la del aprendiz de escritor que se adentra en ella a la búsqueda de enseñanza.
Quedé maravillado por la
prosa precisa, las frases cortas que cuentan, pero no enjuician los hechos. Prendado
de las imágenes desbordadas de luz: “Persistía
el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración
rápida y ahogada de las olas pequeñas.” A fin de cuentas el propio Camus dijo que “una novela
no es otra cosa que una filosofía puesta en imágenes”. Y en ésta la presencia
de la luz solar es una imagen constante, como lo fue en su infancia pobre, en
la que la playa y el sol fueron su mayor alegría: “la pobreza nunca me pareció
una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mis
rebeldías”.
Me sumergí en el mar de
pretérito indefinido que puebla toda la novela y difumina la perspectiva temporal,
alejando los acontecimientos, incluso los más cotidianos, a un tiempo extraño.
Tan extraño como ese narrador en primera persona que, en ningún momento
transmite cercanía, el personaje que nos cuenta su historia desde la mayor
frialdad, una falta de sentimientos que ya nos golpea en el primer párrafo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.
Recibí un telegrama del asilo. Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas
condolencias.”
El protagonista se nos
dibuja como un hombre perdido, carente de afectos frente al absurdo de la vida.
No podemos olvidar que mientras Camus la escribía, en los años 1940 y 1941, el
mundo se despeñaba por la sinrazón de la guerra y el nazismo, pero no es una novela
para la desesperanza, sino para el inicio de la rebeldía. Ya nos lo dijo su
autor: "La comprensión de que la
vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo".
Pocos escritores se han
posicionado frente a la vida tanto como él. Para entenderle sólo hay que leer
el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel de Literatura
en diciembre de 1957: “El arte no es una
diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres,
ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes.” Unos
párrafos más adelante del mismo texto nos
define su oficio: “El papel del escritor
es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al
servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren.”
Y es que a mí Albert Camus
más que un escritor se me dibuja como aquellos héroes de las películas que,
desencantados por la historia y la derrota, guardan aún un último gramo de
rebeldía, una chispa capaz de encenderlo todo. Cuando lo veo en las fotos con
aquellas gabardinas, las solapas vueltas y un cigarrillo inclinado sobre sus
labios me recuerda mucho a cualquiera de los personajes que interpretaba
Humphrey Bogart en las películas, esos héroes improbables, minúsculos que,
aunque lo hayan perdido todo, aún guardan una integridad moral que lo
predisponen, sin saberlo, hacia los actos más humanos.
Albert Camus fotografiado por Cartier-Bresson |
Dicen que Camus confesó que
todo lo que sabía sobre moral lo aprendió jugando al futbol. Más allá de un
intelectual, nos encontramos al hombre; al huérfano que perdió a su padre en
los campos de batalla de la primera gran guerra, al hijo de la mallorquina
sorda y analfabeta que tanto le marcó en su infancia humilde; al escritor que
dedicó el primer agradecimiento por recibir el Nobel a su madre, -el segundo
fue para su profesor del colegio, como en los últimos días nos han recordado
las redes sociales, ahora que los ministros de este país perpetran con total
impunidad el asesinato de los servicios públicos-; al ciudadano que combatió
desde las ideas al nazismo y al franquismo, pero que desde la misma conciencia
de libertad, supo alejarse del partido comunista en el que había militado con
fervor, aunque sus críticas a la locura del estalinismo le valieran el rechazo
de otros compañeros mucho más ortodoxos.
La semana pasada se celebró
el centenario de su nacimiento. Es una magnífica excusa para recordarlo a
través de sus libros, de sus palabras que, más allá de contarnos de forma
maravillosa una historia, pueden en enseñarnos no sólo a escribir, también a
ser unos ciudadanos más lúcidos.
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