A
menudo he hablado aquí de mi abuela materna: su vida humilde estuvo marcada por
tantos acontecimientos extraordinarios que merecía convertirse en la
protagonista de una novela, esa que escribo desde hace tiempo y sobre la a
veces que voy contando detalles. Pero casi nunca había contado nada de mi
abuela paterna, aunque su vida también daría para otro libro.
Hace
unos días, mientras saboreábamos unas lentejas humeantes, mi padre regresó a
aquellas viejas historias de hambre y de posguerra. Ya he explicado en este
blog la capacidad que tienen los miembros de mi familia de contar las aventuras
más apasionantes al calor de las cocinas, mientras se preparan o degustan platos
sencillos, pero suculentos. Las narraciones más maravillosas se cuecen al mismo
fuego lento, con la misma paciencia y con la mezcla de ingredientes necesaria: pasión,
lucha, drama…
Con
las lentejas, regresaron otra vez, en boca de mi padre, algunos detalles de la
vida de mi abuela Dolores: su viaje a Argentina y Brasil a principios de los
años veinte, huyendo de la epidemia de gripe y de la crisis económica que
asolaba Europa; el recuerdo de las enormes avenidas de Buenos Aires; de las
direcciones que guardaba de los conocidos que allí quedaron: avenidas que
superaban el millar de números y que sonaban gigantescas en comparación con las
estrechas calles de la Málaga a la que regresó; su viudedad difícil: porque no
hay nada más duro que perder a un marido en una guerra que acaba en derrota; la
fotografía extraviada en alguna de las mudanzas, la única en la que aparecía el
estibador muy alto que contrastaba con el cuerpo pequeño de la novia; la
ausencia paterna: porque mi padre, que nació ya en la derrota antes de que
acabara la maldita guerra, nunca supo quien fue el suyo; del tesón que puso
aquella mujer bajita en sacar adelante a su hijo frente a todas las
adversidades; de las visitas a los
centros de Auxilio Social que instauró el franquismo para que los hijos de la
desgracia pudieran calmar un poco el hambre; del frío que helaba bajo los
puentes en los que vivieron; de cómo más tarde pudieron dormir en un portal,
pese a que un vecino echaba lejía cada mañana hasta que mi padre, siendo apenas
un niño, lo cogió de las solapas…
Pero
más allá de la tristeza de aquella infancia de posguerra, regresó la magia del
Cine Duque.
Cuanto
más gris es la realidad, más necesitamos de las historias que suplan la
carencia de emociones. Durante los años cuarenta, cuando la dictadura era más
tenebrosa y la vida diaria de una grisura casi infinita, los cines de barrio
proliferaron para hacer volar la
imaginación sobre una realidad deprimente. El día de Reyes de 1.945 se inauguró
el Cine Duque en el barrio de El Molinillo de Málaga. El nuevo edificio se
alzaba en el solar que había ocupado el convento dominico de San Miguel
Árcangel, incendiado en los primeros años de la República, en un lugar conocido
por Huerta Alta. Su aforo era de 1.100 butacas, más las 900 del cine de verano.
El filme que aparecía en la cartelera era Enviado especial de Alfred Hitchcock.
Fue
en aquel cine donde mi padre encontró su primer trabajo siendo un niño y mi
abuela la manera de ganar un poco de dinero para comer. Con dos botijos,
saciaban la sed del numeroso público que acudía a ver las películas. De seguida,
los trabajadores del cine hicieron amistad con el pequeño al que todos llamaban
“Pepe aguas” y le permitieron que entrara sin pagar a ver los reestrenos. Allí
se generó esa dependencia por las películas –sigue enganchado a ellas- que
después hemos heredado su hijo y su nieta.
He
tratado de imaginar muchas veces la mirada infantil de mi padre frente a la
pantalla. Probablemente no sería muy diferente a la del protagonista de una de
mis películas favoritas: Cinema Paradiso, que retrata de forma maravillosa cómo
el cine trajo la imaginación a la infancia de posguerra.
Pepe
cumplió 75 años hace la semana pasada. Aún mantiene el pelo azabache y peina
menos canas que su hijo. Después de pasar más de la mitad de mi vida a mil
kilómetros de distancia, volvemos a vivir bajo el mismo techo desde hace poco más de un mes. Estamos de
estreno: en la cartelera vuelven a brillar las historias del Cine Duque y, por supuesto, en versión malagueña original, donde los nombres de los actores sonaban muy diferentes al acento inglés con el que ahora los conocemos.: porque como él dice: "¡qué buenos eran jon vaine y jame esteva!"
La única foto de infancia de José Velasco Lucena, de comunión |
Nota.-
El Cne Duque permaneció abierto hasta 1.971. Fue vendido a una inmobiliaria, que
construyó un bloque de pisos. Actualmente en los bajos hay una oficina
bancaria. Aunque yo nací tres años antes, no lo recuerdo. En internet, lugar de
milagros, donde he encontrado detalles maravillosos para mi novela, no hay
ninguna fotografía del viejo cine. El barrio de mi infancia es también ahora muy
distinto, como describí en otra entrada de este blog.
El
Cine Duque pervivirá para siempre en la memoria de mi padre.