Hay viajes que se gestan durante
mucho tiempo, cuando ni siquiera forman parte de la imaginación, y sobreviven
larvados en algún rincón del cerebro, periplos que se emprenden de repente sin
atender a un rumbo fijo, más allá del azar que sigue al primer paso. En ellos
lo importante no es el destino final, ni los años recorridos, sino las
vivencias que transcurren paralelas al camino. Este blog ha acabado
convirtiéndose en una caja de sorpresas, en un viaje que no ha cesado de traer
noticias insospechadas.
Hace unos meses encontré un
mensaje en una de esas carpetas en las que se pierden a veces los correos
electrónicos de los desconocidos. Llevaba semanas esperándome. El texto era
breve. Al otro lado de internet, una persona quería encontrar a los
descendientes de José Castro Peregrina. El azar de Google le había llevado a un
artículo sobre mi abuelo que publiqué en marzo de 2010 en este blog.
El remitente aportaba poca
información, pero suficiente. Las fechas de nacimiento y defunción eran los
únicos datos que conocía y quería saber si se trataba de la misma persona.
Buena parte de lo que ocurrió a
partir de la tarde del 22 de febrero de 1942 en la vida de mi abuelo materno
está oculto tras las cortinas de lo desconocido. El emprendedor que supo hacer
negocios como tratante de ganado, el trabajador que se esforzó siempre por un
futuro mejor para los suyos, el teniente que luchó por la República para salvar
su vida y la de sus familiares, el resistente que se echó al monte después de
la derrota, se perdió entre una huida de datos confusos, de infidelidades y
egoísmos. Esa tarde, mientras él lograba huir de una emboscada, la Guardia Civil
cercaba la cueva donde vivía su mujer y su hija mayor, el escondite donde se
refugiaba junto a sus compañeros, la partida de los hermanos Quero. A partir de
ese momento, cuando comienzan la tortura y los años de prisión de mi abuela
María, él logra desaparecer para convertirse en un superviviente, en una sombra
sobre la que nunca, a lo largo de mi investigación, he logrado arrojar más luz.
Por ello, en cuanto leí el mail,
lo conteste con semanas de retraso para confirmarle que hablábamos de la misma
persona. También le preguntaba los motivos por los que quería conocerme. La
respuesta solo tardó unas horas: “Era mi padre”. No se trataba de ninguna
sorpresa. Aquellos años turbulentos dieron lugar a amores apresurados que
nacieron al calor de situaciones muy difíciles. Pero las infidelidades de mi
abuelo venían de antiguo y no siempre fueron apresuradas. Mi familia sabía que
José había tenido otras mujeres y varios hijos fuera del matrimonio.
El remitente no podía contarme
nada nuevo: había descubierto la información sobre su padre biológico sólo unos
meses antes. Desde entonces buscaba su rastro, el de sus descendientes. Fue la
casualidad la que le llevó a descubrir unos datos borrados en una vieja partida
de bautismo. Fue la curiosidad la que le empujó a descubrir el nombre de su
verdadero padre. Fueron la paciencia y el azar que le llevó a mi blog, los que
le pusieron en contacto con unas hermanas desconocidas.
En un nuevo mail le mandé mi
número de teléfono y, a partir de ahí, nacieron las conversaciones que nos
fueron acercando y las historias se fueron cruzando. Las vidas tomaron caminos muy diferentes y supieron
rehacerse de formas diversas frente al abandono paterno. Mi madre y mi tía Resu
malvivieron en los conventos de la posguerra mientras mi abuela perdía seis
años en las cárceles. En 1950, sin que ellos lo supieran, nacía José. Compartió
el mismo abandono por parte del progenitor. Su madre supo encontrar en otro
hombre al padre que él necesitaba. Cuenta que de él aprendió el sentido del
deber y el camino que, desde su infancia en el norte de África, le llevó a
pelear por el futuro hasta llegar a ser capitán de la legión.
Hace una semana José conoció a
María. Ella, a sus 77 años, vio a su hermano de 62. Su primera mirada fue
emocionada. En su rostro descubrió los rasgos de su padre, con quien guarda un
gran parecido. El hecho de que hayan podido conocerse gracias a este blog, aún
le da más sentido al viaje que comencé aquí hace un tiempo.
En la mañana del domingo los dos
hermanos conversaban en el jardín de mi casa. Sentados al sol, yo los
observaba, feliz por el encuentro.
―Nunca es tarde…― le decía él.
―Si la dicha es buena― le
contestaba ella.