27 octubre, 2010

Inventario de lecturas (y 3)

La poesía es intensa y embriaga. Con el paso del tiempo, los tragos se han ido espaciando, pero ahora el sabor que me dejan los versos en la boca es mucho más intenso, quizás porque vuelvo a la poesía buscando sólo sorbos profundos y largos. A partir de los veinticinco años dejé de emborracharme de poesía y me fui enganchando cada vez más a la novela. No era una droga nueva. Ya había probado cosas fuertes antes. Con diecisiete años, tuve una época en la que, durante varios meses, no leía otra cosa que los existencialistas franceses. Ya por entonces prefería a Camús, aunque se llevara más Sartre. La tarde en la que Mersault apuñalaba al árabe en la playa, también estaba llena del sudor de agosto con el que yo leía aquellos párrafos. En aquella época, leer a Camús daba cierto empaque como lector, sobre todo para aquellos que queríamos ir de serios cuando no tocaba y sólo éramos unos mocosos, aprendices de todo. Más triste me resultan los que aún hoy siguen actuando de esa forma. El año pasado, al curso que asistí sobre técnicas de escritura, asistía uno de esos pedantes sesentayochistas, ya algo caduco, que citaba a Mersault como quien habla de su primo del pueblo. Pese a ello, mi amor por Camús sigue vigente, aunque no haya leído nada de él en todo este tiempo. Años en los que han ido naciendo nuevas pasiones. Recuerdo de aquel tiempo dos libros a los que yo encontré gran parecido, aunque ahora no recuerdo bien el motivo: El túnel de Ernesto Sábato y uno de Ramón J. Sender que se llamaba La luna y los perros, que nunca he vuelto a ver reeditado y que, por eso, porque no lo encuentro, me gustaría volver a releer. Las madrugadas del final de la adolescencia generan el estado de ánimo adecuado para lecturas intensas. Yo leí esas dos obras a altas horas de la noche, es en esos momentos cuando es más fácil entender la extraña metamorfosis a la que Kafka sometió a Gregorio Samsa o aquellos cuentos fantásticos de Cortázar.


Resulta curioso, pero en la novela he ido teniendo grandes y diferentes enamoramientos a lo largo del tiempo. Cuando descubro un autor que me apasiona, me resulta muy difícil resistirme a leer más cosas suyas. Me pasó con El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina. En la lectura, las adicciones pueden llegar a ser muy fuertes y, desde aquella tarde en la que no fui a clase, porque me quedé colgado de la historia de aquel pianista, he tratado de leer casi todo lo que él ha escrito. El día que descubrí a Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, recordando el día en que su abuelo le llevó a ver por primera vez la nieve, quedé atrapado en la magia de García Márquez. Sigo pensando que sus Cien años de soledad es, probablemente, la mejor novela que he leído, y creo, sin ninguna duda, que su comienzo es el mejor que se ha escrito.. Ahora que se alarga el boom de la novela histórica, yo me sigo quedando con León el Africano de Amin Maalouf, la historia de aquel musulmán granadino exiliado, en la que conviven oriente y occidente, a caballo entre la edad media y el renacimiento, y que me pareció magnífica.


Con El cielo protector de Bowles aprendí, otra tarde de verano, de servicio militar, la diferencia entre el turista y el viajero. Por cierto, la literatura es uno de los mejores medios de evasión, y durante la época en el ejército las necesidades de escapismo aumentan y, en mi caso, también la lista de obras leídas. Recuerdo una tarde de domingo en Huesca, en la que disfruté con Un viejo que contaba historias de amor, con el que Luis Sepúlveda me hizo olvidar que, al lunes siguiente, se acababa el permiso y había que regresar al cuartel. En aquella época se hacía duro dejarse llevar por las pasiones de El amante que describió Marguerite Duras. Unos meses más tarde, acabadas mis obligaciones militares, un año en el paro me ofreció el tiempo necesario para aumentar mi lista de lecturas: La casa de los espíritus de Isabel Allende o Como agua para chocolate de Laura Esquivel me contaban universos especiales, en aquellos meses postolímpicos en los que también había crisis y destrucción de puestos de trabajo. También La romana de Alberto Moravia encendía pasiones en aquella época.

Luego mi carrera profesional no me dejó demasiado tiempo para leer. Ahora no me perdono no haberlo encontrado. No es fácil leer de madrugada, cansado de la jornada laboral y hay novelas que requieren de un ritmo de lectura mayor que las cinco o seis páginas que apenas aguantaba antes de quedarme dormido. No obstante, en estos años mi colección de novelas leídas ha ido aumentando, también el número de ejemplares que iban ocupando los estantes, porque tenía dinero para comprarlas e ir marcándolas con el rotulador amarillo, con el que mi admiración va guardando aquellas líneas o párrafos que me gustan. Aunque siempre guardo un gran recuerdo de las novelas tomadas en préstamo de las diferentes bibliotecas públicas en las varias ciudades y pueblos en los que he ido viviendo. Hace unos años pude comprarme una casa con un estudio donde poder escribir y guardar todos mis libros. A mí me gustan esas fotos que les hacen a los escritores, en las que, a sus espaldas, aparecen unos enormes estantes repletos de volúmenes. Mi estantería es mucho más modesta, pero a mí me encanta ver las paredes de mi estudio que empiezan a llenarse de lecturas. Desconozco si perderé esa sensación en el futuro, cuando el papel sea sustituido por otros medios de lectura.

Me será difícil adaptarme a ese momento. Cuando compro una novela, no puedo resistirme al mismo ritual, tantas veces repetido, saborear el olor de la tinta, del papel. Los libros tienen vida y cambian de olor a lo largo de los años, pero a mí me parece irresistible el olor de tinta recién impresa que tienen cuando son nuevos. Tampoco puedo resistirme a leer la primera y la última frase antes de comprarlo. Espero no encontrarme nunca en la última línea con la revelación que el asesino es el mayordomo.

Así, entre rituales y lecturas mi vida ha ido cambiando con los libros que he ido leyendo. La lista de los pendientes cada día es más larga. Tengo una deuda con los clásicos de todos los siglos, pero sé que algún día la saldaré o al menos trataré de hacerlo en parte. Hay lecturas para cada época, horas para obras densas y otras para paladares ligeros. Con el tiempo he ido descubriendo que no es pecado abandonar un libro que no te gusta. Tampoco me sorprende que haya lecturas, que, retomadas en el momento adecuado, si que parecen valiosas. Solo espero seguir inventariando una larga lista de ellas que me hagan disfrutar y mejorar como persona.

19 octubre, 2010

Inventario de lecturas (2)

Como explico en la cabecera de este blog, empecé a escribir poemas porque trenzar rimas y palabras me parecían el más complicado y gratificante de todos los puzles. La poesía tiene la brevedad y la concentración necesaria de las bebidas fuertes y también genera embriaguez y dependencia cuando se beben las palabras con mucho hielo. Los primeros versos que recuerdo formaban parte de cancioneros de rimas musicales, aquellos que trataba de imitar en mis poemas infantiles. A los quince años llegó Bécquer y con el toda la imaginería romántica de la idea del amor. Aquellas oscuras golondrinas aún regresan al recuerdo de unos ojos verdes. Pero los dos libros que me sumergieron para siempre en la poesía tenían los aromas del sur que retuve en los pocos días de otoño, en los que Romancero gitano y Marinero en tierra me dejaron turbado de hermosura. Luego llegaron Poeta en Nueva York y Sobre los ángeles y Lorca y Alberti ya se quedaron para siempre, porque, más allá de aquellos jinetes o marineros andaluces, sus mundos surrealistas, de ciudades insomnes y ángeles maniqueos, eran universales.
Ellos fueron la grieta por la que acabó colándose toda la generación del 27. Recuerdo la ciudad del paraíso, que Vicente Aleixandre apenas podía retener en su caída hacia las aguas y que era idéntica a la Málaga idealizada por mi infancia. O aquella otra ciudad donde vivían un millón de cadáveres, los hijos de la ira de Dámaso Alonso. O los poemas del elegante Cernuda que se quedaron donde habita mi memoria. También los de otros poetas que, sin pertenecer a esa generación, fueron contemporáneos suyos. Es imposible haber estado enamorado y no susurrar al oído los veinte poemas de amor y la canción desesperada de Neruda. Con Louis Aragón descubrí que el polen sin peso de las palabras era capaz de germinar más allá de la edad con la aquel viejo octogenario aún adoraba a su amada Elsa, pues todas las tachaduras de cuanto escribía eran mujeres tendidas a semejanza de ella. Con Paul Eluard supe que era posible hacer burbujas de silencio en el desierto de los ruidos y guardar en el lecho la ternura de la noche.
El tiempo es inevitable y las generaciones pasan, y así llegué a las de los años 50, que reflejaba la realidad muy diferente del país acartonado en las mentiras del NODO. A los diecisiete años, mis poemas eran una burda imitación de los de Ángel González, que pudiendo ser dios, sólo quería ser él mismo para seguir queriendo a su amada. Con él descubrí el inventario de lugares más propicios para el amor, como las grietas que el otoño deja en los domingos de algunas ciudades. Y con Gil de Biedma, también aprendí tarde que la vida iba en serio.
A partir de entonces comencé a beberme con mucho hielo cualquier libro de poesía contemporánea española que llegara a mi paladar. En los años de juventud, las personas adoramos todo aquello que se viste con el marchamo de la modernidad y acabamos perdidos en modas pasajeras. En mis estantes aún duermen tranquilos más de un centenar de poemarios a los que sólo vuelvo muy de vez en cuando. Yo, en aquella época, andaba obsesionado con los premios literarios y trataba de leer todos los libros, en cuyas camisas se anunciaba algún éxito. Por entonces hubo uno con mucha repercusión entre los círculos de aprendices de poetas, de cuyo largo nombre no quiero acordarme, porque, como supe más tarde, el único mérito de su autora fue el de compartir lecho con un escritor maduro y mediático del momento.
Hubo otro libro, en cambio, que se quedó para siempre sobre la mesita de noche de aquellos años. Su continua relectura continúa dos décadas más tarde. Ahora está viejo, con las tapas despegadas, y una enorme cantidad de versos marcados por el amarillo desgastado que indicaba mi admiración. Lo conservo como un tesoro, no sólo porque sigue siendo el libro de poemas que más me gusta, sino porque aquella dedicatoria que Luis García Montero me firmó en su casa una tarde de nochebuena, manifestaba su complicidad con aquel neófito poeta que tanto le admiraba. Diario cómplice tiene la calidez de la ropa que nos vigila, como un gato tendido, al borde de la cama.



Y en este inventario de versos no podía faltar Javier Egea. Muchas veces la poesía ha devorado a sus hijos y los ha maltratado, pero quizás nunca tanto como con Javier. Yo lo recuerdo aquella tarde de agosto, en la me recibió en su piso del Zaidín granadino, en plena resaca de una de sus largas madrugadas. Nunca puedo olvidar la Pensión Fátima, donde una tarde de mayo él supo el porqué de tanta lucha y la virginidad redonda amaneció entre el sudor de las sábanas, marcando la geografía de su primer amor.
Sólo inventariamos aquello que nos es valioso y nada tiene tanto valor como un verso, porque puede convertirse con gran facilidad en eterno.

14 octubre, 2010

Inventario de lecturas (1)

La decisión de escribir una primera novela encierra en sí misma una pequeña locura. Ser un gran lector no equivale a ser una razonable escritor y el aprendizaje, como en todos los oficios que se hacen con las manos, requiere de mucha paciencia y no pocas frustraciones. Más allá de los manuales y los cursos de escritura creativa, que son de gran ayuda, el mejor aprendizaje se encuentra en los cientos de lecturas previas que se convirtieron el germen de la pasión por la literatura. Las tardes de lluvia son proclives al recuerdo, la tranquilidad del otoño invitan a la reflexión. Por eso, ayer me volvió a vencer la dificultad frente al papel en blanco y, en lugar de garabatear páginas vacías que esperan, mi pensamiento voló por todos aquellos libros que quedaron para siempre prendidos en mi memoria.
Sólo inventariamos aquello a lo que le conferimos valor. Ayer mi mente elaboraba el inventario de las lecturas que me gustaron a lo largo de los años, tratando con ello de despertar inútilmente a las musas. Despertaron al menos la idea de lo que ahora escribo, el mapa sentimental que marca el itinerario donde perderse en busca de la esquiva inspiración, el reflejo de aquellos párrafos, versos, capítulos, obras que tanto me gustaron leer y que algún día me gustaría poder alcanzar a escribir.
La primera vez que intenté leer un libro debería tener unos ocho años. En un estante de mi habitación dormían dos solitarias novelas: El corsario negro y La isla misteriosa. Las había comprado mi padre en unos de aquellos pedidos que se veía obligado hacer, creo que de forma bimensual, al Círculo de Lectores. Debió pensar que “el niño” (es curioso pero, más de tres décadas después, sigue refiriéndose así de mí) algún día sentiría la curiosidad por leer. En mi niñez, que empieza a ser ya lejana, no existía la literatura infantil y juvenil, magníficamente ilustrada, que hoy podemos encontrar en las librerías. Para un niño de ocho años, enfrentarse al reto de leer más de trescientas páginas, sin apenas dibujos, era casi desolador. Apenas conseguí leer un capítulo y volví a aquellos cómics, que editaba Bruguera, en cuyas viñetas se contaban los cásicos de la literatura de aventuras. Pero aquel capítulo fue la semilla de la que más tarde brotaría mi amor por los libros.
Pocos tiempo más tarde, volví a tomar entre mis manos El corsario negro. Esta vez, aquellas aventuras caribeñas de piratas agarraron de tal forma en mi corazón, que devoré la novela con el ansia que sólo tienen los descubrimientos que llevan tiempo esperando. Fue sólo el inicio porque no paré hasta leer el resto de volúmenes que contaban la vida de aquel valiente de Ventimiglia, forzado por la vida a convertirse en filibustero para luchar, en compañía de Morgan, contra el gobernador de Maracaibo. Las historias de las Antillas se fueron simultaneando con las que los tigres de Mompracen desarrollaban en los manglares de la India y en las selvas malayas. Así, las luchas contra el colonialismo del Corsario Negro y Sandokan, acompañado éste de Yañez, Sambigliong, Lady Mariana, los malvados thugs y el déspota rajá de Sarawak, dieron alas al deseo de aventuras que puebla la imaginación del final de la infancia. Yo en aquella época confeccionaba una lista donde apuntaban los libros que iba leyendo y, llevado por el espíritu de calificaciones de la escuela, hasta los puntuaba con una nota, en función de cómo me habían gustado. Esa lista desapareció de mi vida durante muchos años, hasta que hace algún tiempo, ya no recuerdo cómo, la volví a encontrar, perdida entre viejos papeles. Repesándola hoy descubro cuarenta y dos novelas de Emilio Salgari. Eso no hubiera sido posible sin la magnífica labor que hacen las bibliotecas públicas por los lectores jóvenes de pocos recursos.
Años más tarde, descubrí que la breve biografía del autor, que aparecía en aquella edición de 1.975 de El corsario negro y que aún guardo como un tesoro, no era del todo correcta, porque aunque era verdad que estudió para marino, no navegó por otros mares que los italianos y nunca recorrió el mundo bajo el uniforme de capitán de navío, como falsamente allí se contaba. Al principio fue una pequeña decepción, porque yo imaginaba que aquellas narraciones serían fruto de alguna experiencia viajera. Allí aprendí la primera lección, no hay medio de transporte más poderoso que la imaginación, porque puede trasladarte a lugares lejanos e imposibles.

Pero Salgari no viajaba solo. Julio Verne no alcanzaba sus dosis de acción, pero desplegaba un entorno científico maravilloso y de escenarios más variados. Con él acompañé al correo del zar, me sumergí en un mar de historias submarinas o forme parte de la expedición de los hijos del Capitán Grant que buscaron a su padre a lo largo del paralelo 37.
Nunca me gustaron aquellas correrías edulcoradas de detectives adolescentes que acampaban en grupos de cinco. Me parecían más auténticas, y sobre todo más inquietantes, los delitos y los crímenes que Agatha Christie o Conan Doyle resolvían en sus novelas. Recuerdo sobre todo aquellos paisajes góticos e inquietantes de los páramos por donde campaba el sabueso de los Baskerville y también las novelas de un autor que ha pasado casi desconocido para la historia, pero cuyas obras llenaban un largo estante de la antigua Biblioteca Municipal de Málaga. A J.S. Fletcher hoy nadie lo conoce pero sus peripecias detectivescas llenaron muchas de mis tardes y mis noches.
Así entre detectives, mosqueteros, cruzados, robinsones, balleneros que perseguían al monstruo blanco o historias de romanos, mi infancia fue convirtiéndose en adolescencia y el abanico de lecturas se fue ampliando. Creo que a los quince años descubrí, como lector, la poesía, pero eso forma parte de otro capítulo de estos recuerdos que seguiré contando.

07 octubre, 2010

Los sátrapas modernos

En la antigua Persia, sátrapa significaba etimológicamente el protector de la tierra o del país y era el nombre que recibían los gobernadores de las regiones en las que se dividía el Imperio Persa. El emperador no podía controlar su vasto territorio y delegaba en estos hombres, elegidos entre la nobleza, el gobierno de amplias zonas del mismo. Muchos de ellos lo hicieron con crueldad y despotismo, de tal forma que hoy sátrapa tiene un sentido peyorativo, que se identifica con mal gobernante.



En España, después de cuarenta años de una cruel dictadura, que había actuado con dureza contra cualquier atisbo de oposición política que atacara su dogma fascista y unitario de la patria, la llegada de la democracia representó una gratificante explosión de las libertades individuales y colectivas. El yugo unificador que hablaba de Una, Grande y Libre, obviaba que el país no cumplía precisamente con ninguna de esas tres características. La llegada de la democracia abrió la puerta a las reclamaciones nacionalistas, muchas de ellas justas y brutalmente cercenadas por el dictador. Las consideradas nacionalidades históricas solicitaban recuperar las instituciones que nacieron con la Segunda República y que habían desaparecido con la barbarie de la victoria franquista. Uno de los argumentos era simple y de una lógica aplastante: había que acercar el alejado poder monolítico al interés de los pueblos. Pero cuando otras regiones no consideradas históricas, también reclamaron, con la misma lógica aplastante, la descentralización del poder, aquel, llamado con desprecio, “café para todos” no gustó a algunos de los nacionalistas históricos, simplemente porque debajo del “somos diferentes” en realidad pensaban “somos mejores”.


Se inició entonces un proceso de descentralización hacia comunidades y municipios que llevan años recibiendo las deseadas transferencias del llamado Estado Central. Pero lo que debía ser bueno para los ciudadanos, si los centros del poder se acercaban a ellos podrían gestionar mejor sus necesidades, también ha dado pie a la aparición de nuevos sátrapas que han incrementado sus estructuras de poder y los gastos, a veces en obras faraónicas fuera de control. Quizás el mejor ejemplo de sátrapa lo encontramos hoy en los antiguos alcaldes de Marbella, Jesús Gil a la cabeza, ahora que vuelven a estar en el “candelabro” por un juicio que trata de analizar la pésima gestión que realizaron.


Con la crisis económica, el nivel de gasto de las satrapías se ha demostrado insostenible y algunas voces empiezan a pedir que, al igual que desgraciadamente la falta de competitividad ha obligado a realizar despidos masivos en algunas empresas privadas, ocurra lo mismo en la administración pública. Sin ir más lejos, en el pequeño pueblo donde vivo, la nómina de policías municipales se ha multiplicado exponencialmente aunque la población no haya crecido al mismo ritmo.


Los campos y los mares sobreexplotados acaban siendo abandonados. Por eso, como acérrimo defensor de los servicios públicos, creo que hay que velar por la supervivencia de los mismos. No me gustan las políticas neocon de algunos sátrapas como la Presidenta de la Comunidad de Madrid, que se dedican simplemente a destrozar todo lo público en beneficio de lo privado. No nos dejemos engañar, en algunas áreas lo servicios privados no son necesariamente mejor que los públicos, ni benefician al pueblo, solo responden a los intereses económicos de las minorías que jalean a sus sátrapas. Pero hay que racionalizar el dinero de todos y no se pueden mantener estructuras que no se pueden pagar.


La opción de que otros proponen es mucho más drástica. Si no me dan lo que pido, me voy. Los nacionalistas siempre han tratado de aprovechar las crisis en beneficio propio y siempre la jugada les ha acabado saliendo mal. El caldo de cultivo que hirvió tras la crisis del 98 acabó años más tarde derivando en la dictadura de Primo de Rivera. En los momentos más difíciles de la Segunda República, algunos, en lugar de remar por el bien común, trataron de levantar estados independientes y acabaron colaborando con la desunión que permitió la victoria de un fascismo, que no tardo ni un segundo en extinguir sus libertades. Ahora los independentistas organizan periódicamente pseudo-referendums en los que una minoría de la población (repetidamente su techo electoral se queda por debajo del 20%) proclaman una independencia futura. La otra mayoría, la del 80%, calla. Hoy los chic, cool, pijo y políticamente correcto en Catalunya es der independentista. Lo son los locutores radiofónicos, los presentadores de televisión, los escritores de segunda y hasta los pregoneros. Si te pronuncias en contra, corres el riesgo de que te acusen de facha, centralista o retrógrado. Aunque no deberíamos tampoco olvidar que el mayor agresor a la unidad del Estado fue el hoy ex presidente Aznar que, desde el castillo de su mayoría absoluta, quiso mirar, desde su rancia chulería centralista, la diversidad de los pueblos de este país. El sembró los vientos que trajeron las posteriores tempestades. Son los extremistas del nacionalismo de un lado los que retroalimentan a los del opuesto.


Yo esta mañana me he acordado de ellos que acusan y también de los sátrapas. Mi mujer hace tres años pagó el impuesto de sucesión por la modesta casa que su padre dejó en herencia a sus cuatro hijos. Una presunta deuda de menor cuantía con la Generalitat, que se ejecuta a través del “Estado Central” acabó con un comprobante del cobro perdido por los pasillos de las administraciones. Después de recursos y al borde del embargo, tras contar el caso por diferentes mostradores de varias administraciones, una funcionaria ha comprobado que efectivamente el pago había sido realizado y con gran amabilidad lo ha resuelto “de oficio”. Los funcionarios de hoy han aprendido los manuales del trato amable y correcto al ciudadano, pero los pasillos de la administración se han hecho aún más largos y más ineficaces.


También me acordé de ellos, la tarde en que una doctora, esta vez no tan amable (faltó a clase el día que enseñaron la amabilidad en el trato al ciudadano) del Institut Catalá de Salut no quería expender la receta que mi madre necesitaba para poder inyectarse la insulina que necesita cada día. Su pecado era ser una descuidada por visitar a su hijo en navidad sin traer la dosis adecuada y ser de “otra comunidad”.


Lo siento pero cada día soporto peor a los sátrapas que encarecen los servicios públicos que pagamos entre todos y tampoco a los que bajo el disfraz de “cool” tratan de aprovechar otra crisis para sembrar tempestades que sólo beneficiarían a unos cuantos. La descentralización que por principio puede ser buena, puede acabar en algunos casos, alejando las administraciones públicas de las personas.


El enfado por lo que veo o lo que oigo hace que escriba cosas con una sinceridad que probablemente no debería. Prometo no hacer más artículos de actualidad política y seguir publicando en este blog antiguos poemas o artículos sobre la lucha de los viejos republicanos, sé que tampoco será “cool”, pero si parecerá más políticamente correcto. Desgraciadamente el desconocimiento de la historia hace los pueblos volvamos a cometer si no los mismos errores, al menos otros muy parecidos.