Desde que empecé el curso de narrativa, he aprovechado los ejercicios que tenía que realizar para esbozar posibles escenas de mi futura novela. Colgué el primero de esos ejercicios hace ya varios meses, pero no he vuelto a publicar en mi blog ninguno más. Un motivo es porque no dejaban de ser ideas, bocetos que estaban muy lejos del resultado final que pretendo conseguir. El otro motivo es que detrás de un libro hay un largo trabajo callado que no debe desvelarse antes de tiempo. Mi noveno ejercicio es el primero que puede acercarse a una de las escenas que quiero describir. Lo cuelgo aquí porque para mí es muy importante vuestra opinión, agradeceré todas las críticas constructivas que hagáis porque me ayudaran a encontrar el tono necesario para la historia.
Los fusilamientos se producían de forma invariable cada martes y cada jueves. Esas madrugadas eran terribles y la espera tensa. El carcelero deletreaba los apellidos, prolongaba la tortura alargando cruelmente las sílabas. La cifra de los elegidos para la muerte variaba como una lotería macabra, que había ido aumentando sin cesar. Ese anochecer llevaban ya más de setenta nombres cuando Paco oyó el suyo. Durante los primeros días en la cárcel, pensó que se trataba de un error, luego pasaron las semanas y, poco a poco, empezó a temer lo peor. Hasta ese instante sólo había sentido la impotencia que arañaba su cuerpo cada vez que el celador acababa la lista sin que su nombre estuviera en ella. Era entonces el momento de bajar la cabeza, de no mirar a los que se marchaban por la vergüenza de no compartir su destino. Esa vez Paco miró a los ojos de los compañeros que salían con él de la celda y vio en ellos el mismo miedo. Los barrotes se cerraron con el mismo estruendo, pero, ahora que estaba fuera, ya sabía que no tendría que volver a oír el sonido metálico de las llaves que tanto le inquietaba, ni el de las puertas que se abrían trayendo un mal augurio.
En la capilla de la prisión la madrugada siempre es más larga porque siempre es la última. De nada sirve rechazar al cura, que absuelve a todos, incluso a los que no han querido confesarse. El pecado de Francisco Álvarez era ser socialista, suficiente para morir por ello frente un pelotón de fusilamiento. La capilla está en penumbras, de las paredes blancas, desnudas, cuelga un único crucifijo sobre el pequeño altar, los presos, hacinados, sentados en la frialdad del suelo, gestionan cómo pueden los diferentes grados del miedo, mientras el capellán va murmurando sus perdones. Las miradas esquivas se cruzan, huyen. Ya no importan las palabras que normalmente mienten, que traen falsas esperanzas, solamente importan los gestos y todas las caras están tensas, a la espera. La mayoría de los hombres callan, alguno llora entre gemidos, Paco mantenía sus lágrimas en silencio.
Dos horas antes de alba vuelven a llamar. Esta vez no hay lista, no enumeran nombres. Sólo es necesario abrir la puerta, salir al patio donde el cielo aún está oscuro y los camiones ya aguardan con el motor en marcha. Antes, la aspereza de la cuerda va ligando las muñecas de los presos en una reata triste y callada. El rumor de los pasos gasta la grava fría de octubre, una voz rompe la madrugada y empieza a cantar La Internacional. Sabe que sus compañeros en las celdas le están oyendo, que su rabia les hace apretar los puños y los dientes. Paco también los apretaba, mirando a los cuatro camiones aparcados en un orden que desconocía.
Un guardia civil grita —¡No tenemos todo el día!– y empuja con el fusil a un preso.
Los vehículos inician su camino con intervalos de tiempo. El de Paco espera a que vayan saliendo los demás. Amontonados en la plataforma se entremezclan los prisioneros y los vigilantes que se apoyan en sus fusiles. Al arrancar bruscamente, los hombres se apoyan en el brazo del vecino y tratan de mantener el equilibrio como pueden. La oscuridad aun gobierna las calles al abrirse la puerta de la prisión y el aire frío, que viene de la sierra y que la lona apenas puede contener, se dispone a acompañarles durante el último trayecto. Entre los cuerpos, que permanecen de pie con las manos atadas, aparece casi desierta la Gran Vía. Es el momento que algunos encienden su último cigarrillo. Los guardias comparten con los condenados la cara de campesinos, si no fuera por las circunstancias, se podría pensar que el vehículo transporta una cuadrilla que va a trabajar a la vega, pero el itinerario es otro muy diferente. El conductor gira a la izquierda por Plaza Nueva, cambia de marcha y las ruedas comienzan a subir la cuesta de Gómerez.
Uno de los agentes resbala maldiciendo en voz baja una frase que no todos oyen: -¡Menos mal que a la vuelta tendremos más sitio y podremos sentarnos!.
Al pasar por debajo del arco de la Puerta de las Granadas un compañero comienza a lloriquear su perdón, nadie quiere oírle. Paco lo miraba susurrándole palabras inútiles sobre el ánimo, le hubiera gustado llorar con él. El día clarea entre las alamedas de la Alhambra, pero debajo de del toldo del camión la penumbra sigue siendo silenciosa. Conforme se van acercando al cementerio, los hombres apuran las últimas caladas, breves puntos de luz que apenas duran. Pasada la cuesta, el conductor acelera. El tiempo pasa ahora deprisa, nadie puede detenerlo, la vida se va consumiendo con las últimas bocanadas de humo. En unos minutos caerán como las colillas que, consumidas con nerviosismo, van arrojando al suelo.
Al llegar al final de su camino se detienen y bajan despacio. Los guardias y los presos ya no comparten los cigarros y cada uno se dispone a cumplir el papel asignado. Unos apuntarán, otros sentirán cómo las balas abrasan su carne. El resto de los camiones ya están aparcados. Sus conductores fuman y charlan muy bajo. En sus miradas hay pena. Una salva de disparos descerraja el amanecer. Al otro lado del valle la sierra guarda sus primeras nieves y la mañana cubre las colinas de olivares con un frescor que enfría las palabras. La recua sigue su camino hacia las tapias cuando otra descarga les recibe con estruendo. El pelotón tiene dos filas, la primera hinca la rodilla en tierra. Otra señal y los disparos golpean el muro con bocados de muerte.
Los colocan en fila mirando a la tapia. La sangre salpicada dibuja extrañas formas en la pared del cementerio, llena de signos de muerte después de más de tres meses de fusilamientos. Los cuerpos de los compañeros que les han precedido están aún calientes, pero no son ya más que bultos macilentos que comienzan a desmadejarse en un rastro de lutos, que a sus madres no les dejarán ni siquiera vestir. Sus caras, desfiguradas por el miedo, guardan la última expresión, la misma que probablemente en ese momento se dibuja en los rostros de aquella fila de hombres que esperan el final en aquella colina, con la ciudad a sus pies. Ahora son varios los que lloran. Paco recordaba la última vez que habló con su madre. Había sido el 24 de Octubre, sólo un día antes, pero a él le parecía que hubiera pasado mucho tiempo.
- Hijo, no sufras. Tu hermana Antonia ha conseguido que los curas con los que trabaja intercedan por ti. Firmaron una carta pidiendo tu libertad. No entiendo como no ha llegado todavía.
- No llores madre. Nada malo pueden hacerme porque tampoco hice ningún mal a nadie
- ¿Qué quieres que te traiga de comer tu padre?
- Ya sabes lo que me gusta el cocido de col. Dentro de tres días cumplo veinte años. Ese sería mi mejor regalo. Si no fuera por la comida que me traéis…
- Cuídate mucho hijo.
Ese día José fue a llevarle a su hijo el cocido se enfriaba en la pequeña olla. Un aire desabrido le carcomía por dentro. La comida llegó tarde. La carta se perdió por los cajones.
Paco cierra los ojos, los dedos están ya dispuestos en los gatillos, su vida está fijada en un punto de mira. Él recuerda el olor del cocido de col de su madre cuando suenan los disparos.