A todos los servidores de la sanidad pública que, como el
doctor Rieux,
combaten la pandemia
con la honestidad de su trabajo.
No se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es
una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la
peste es la honestidad.
Albert Camus
Tres décadas después regresé a La Peste de Albert Camus. Cada noche, después
de repasar en la pantalla de mi teléfono las últimas noticias sobre el
coronavirus, abatido no sé si por el sueño o por la tristeza, apenas podía
avanzar una veintena de páginas antes de dormirme. La mañana del pasado sábado
fue luminosa, los pájaros cantaban en los árboles que rodean el pequeño jardín de
mi casa y un sol primaveral se sumó a la fiesta de la lectura. Me atrapó varias
horas durante las cuales devoré más de la mitad de esta novela que, aunque fue
escrita hace 73 años, relata con sorprendente realismo la dureza de una
pandemia como la que estamos sufriendo.
Todo se inicia una mañana de primavera,
cuando el doctor Bernard Rieux tropieza con una rata muerta en el rellano de su
escalera en la ciudad argelina
de Orán. Ahora esa ficción en una realidad global. Al principio los
ciudadanos continúan con sus vidas, haciendo negocios, planeando viajes, ajenos
al tamaño de la desgracia que les acecha: nadie se sentía cesante sino de vacaciones. A lo largo de las páginas los pequeños
detalles iniciales se van haciendo más evidentes y solo a la larga comprobando el aumento de defunciones
la opinión tuvo conciencia de la verdad.
A partir de ese momento - hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más
numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo
- todo se precipita y leemos la novela como si fuera la
actualidad de un periódico: Durante
semanas y semanas los prisioneros de la peste se debatieron cómo pudieron. Y
algunos de ellos llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres,
que podían escoger. Pero se podría decir que la peste lo había envuelto todo.
Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva.
Y es en esa situación, sin memoria ni esperanza, instalados solo en el
presente, donde los personajes se enfrentan a la epidemia de formas distintas,
tienen dudas, diferentes opiniones. Nos encontramos con tipos oscuros como Cottard,
un contrabandista y frustrado suicida que vive cómodo en una ciudad al margen
de la ley. También con personajes grises como Joseph Grand, un funcionario
que, cuando no lleva las cuentas municipales sobre los muertos o el registro de
lo que acontece, se niega a rendirse reescribiendo una y otra vez la primera
frase de una novela con la que pretende recuperar a su mujer. Y con tipos que
se evolucionan como Raymond Rambert, un periodista parisino que había combatido en la Guerra Civil
española del lado de los derrotados y al que la peste atrapa por casualidad en Orán.
Lejos de su amada, su único objetivo es huir de una ciudad y de una lucha que cree
no son las suyas, pero que acaba haciendo propias cuando, llegado el esperado
momento de la escapada, decide quedarse a luchar junto a los héroes.
Y entre todos ellos destaca Bernard Rieux, el médico de familia obrera
que coordina la lucha contra la epidemia. En los diálogos que mantiene con
otros personajes descubrimos la magnitud de su decencia. Cuando su amigo Tarrou
le dice que no entiende cómo puede luchar sin creer en Dios y que la muerte es
inevitable, el doctor reconoce que sus victorias son solo provisionales
y la epidemia una gran derrota, pero eso no le impide seguir luchando por
salvar vidas. Y cuando el periodista Rambert le confiesa que no cree en el
heroísmo, ni en las grandes ideas y solo en el amor que provoca sus deseos de
querer huir, Rieux le responde que la lucha contra la epidemia no se combate con
heroísmo sino con la honestidad de hacer bien su trabajo.
Muchas de las imágenes de la novela adquieren ahora más sentido que
nunca…
La impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde hubiesen
detenido la circulación.
Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin
embargo, pestes y guerras toman siempre desprevenidas a las personas.
La enfermedad, que aparentemente había forzado a los
habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las
asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad.
Al grande y furioso impulso de las primeras semanas
había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación.
Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya
digerir el cansancio.
La familia del enfermo sabía que no volvería a verle
más que curado o muerto.
La evidencia tiene una fuerza terrible que acaba
siempre por arrastrarlo todo […]. Los enfermos morían separados de su familia y
estaban prohibidos los rituales velatorios. Los que morían por la tarde pasaban
la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin perder un
momento.
Sabía también que si las estadísticas seguían subiendo,
ninguna organización por excelente que fuese, podría resistir.
Pero incluso en la desgracia Albert
Camus nos sorprende con la esperanza y las descripciones llenas de poesía.
La noche estaba llena de gemidos. En todas partes, en
el cielo negro, por encima de los reflectores, un silbido sordo le hacía pensar
en el invisible azote que abrasaba incansablemente el aire encendido.
Eran las cuatro de la tarde. La ciudad se asaba
lentamente bajo un cielo pesado. Todos los comercios tenían las cortinas
echadas. Las calles estaban desiertas. Era una de esas horas en que la peste se
hacía invisible. Aquel silencio, aquella muerte de los colores y de los movimientos
podría ser igualmente efecto del verano que de la peste. No se sabía si el aire
estaba preñado de amenazas o de polvo y de ardor.
En la oscuridad atravesada de ambulancias fugitivas.
La ciudad estaba llena de dormidos despiertos.
Lo que subía entonces hasta las terrazas, todavía
soleadas, en la ausencia de los ruidos de coches y de máquinas que son de
ordinario el lenguaje de las ciudades, no era más que un enorme rumor de pasos
y de voces sordas, el doloroso deslizarse de miles de escuelas rimado por el
silbido de la plaga en el cielo cargado, un pisoteo interminable y sofocante,
en fin, que iba llenando toda la ciudad y que cada tarde daba su voz más fiel,
y más mortecina, a la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba
entonces al amor.
Leer La peste es en estos
días también un ejercicio de esperanza. Sus escenas más graves parecen sacadas
de nuestro presente, pero la epidemia se marcha como llega en un final que
nuestro presente no acaba de vislumbrar.
Disfrutando la paz de la
lectura al sol de mi jardín yo sentía la culpabilidad de Rambert, sabiendo que en
ese mismo momento de mi evasión lectora miles de personas, héroes como Rieux,
luchaban contra el coronavirus. También nos encontramos algunos personajes, como
Cottard, que intentan sacar provecho de la situación. Se me ocurren algunos políticos
de baja estopa, reyezuelos de taifas, recortadores de servicios públicos que
sin estar libres de pecado tiran las mayores piedras, gurús del apocalipsis parapetados
por sus titulos académicos o presuntos sabios que expanden sus críticas a través
ciertos medios de comunicación o de sus seguidores en las redes sociales.
Por eso prefiero quedarme
siempre con los héroes, porque la victoria contra la enfermedad solo puede
conseguirse a través de la sencilla honestidad de los que, como el doctor
Rieux, no se rinden y se limitan a hacer su trabajo lo mejor posible. Hoy
nuestros héroes son los servicios sanitarios y de orden público, los camioneros,
las cajeras de los supermercados, las limpiadoras… y todos esos modestos
protagonistas, en muchos casos mal pagados, que luchan por salvarnos a todos.
Tendremos que aguantar hasta
el final. En el momento en que la victoria ya se sabe cierta, cuando en la
novela ya se comienza a celebrar por las calles, Rieux no puede salvar a la última
víctima, a su valiente amigo Tarrou, que ofrece otra lección de honestidad: No tengo ganas de morir, así que
lucharé. Pero si el juego está perdido, quiero tener un buen final.
Quiero acabar este texto con
una frase que aparece en las primeras páginas de la novela: Hay ciudades y países que nos sostienen
en la enfermedad, países en los que, en
cierto modo, puede uno confiarse. A pesar de las cifras y de las
críticas que irán en aumento en los próximos días, yo confío en la honestidad
de los servicios públicos de mi país y quiero agradecerles todo lo que están
haciendo.
Nota 1.- En la novela aparece una
única canción. Primero suena casi de forma imperceptible entre las
conversaciones de un bar. Más tarde en otra escena maravillosa:
Rambert se dirigió hasta un rincón de su cuarto y sacó un tocadiscos
pequeño.
—¿Qué
disco es ése? —preguntó Tarrou—. Lo conozco.
Rambert contestó que era Saint James
Infirmary.
A la mitad del disco se oyeron dos tiros a lo
lejos.
Un momento más tarde terminó el disco y la
sirena de una ambulancia comenzó a oírse; creció, pasó bajo la ventana del cuarto
del hotel, disminuyó, y por fin se apagó.
—Este disco es absurdo —dijo Rambert—. Además
es la décima vez que lo escucho hoy.
—¿Tanto te gusta?
—No, pero es el único que tengo
A diferencia de Tarrou yo no conocía
la canción. Es triste, muy melódica. Cuenta el sufrimiento de un joven que
muere en una enfermería. Su origen en muy antiguo y de las muchas versiones que
he descubierto existen dos, una de Louis Armstrong y otra de Van Morrison, que gracias
al azar de las recomendaciones de Spotify han sido el germen de una playlist
para este tiempo del coronavirus.
Nota 2.- En este texto no he
hablado del autor de la novela: Albert Camus. En el blog hay otros donde queda patente mi admiración por uno de los mejores y más honestos
escritores.
http://dormidasenelcajondelolvido.blogspot.com/2013/11/al-maestro-albert-camus-en-su-centenario.html
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