El confinamiento por el coranavirus me ha dado la oportunidad de retomar esa novela que llevaba tanto tiempo esperando. Los días se vuelven largos y se llenan de incertidumbre. Por ello y para que todos los que nos quedamos en casa, he decidido compartir en este blog una escena de la novela, con la que arranca cronológicamente la historia (aunque no sea el inicio de la misma). Habla de una larga espera, la de mi bisabuela Antonia en 1899. Ojalá os guste. Se agradecerán los comentarios. #Yomequedoencasa.
La luz tenue de finales de enero se colaba
entre los visillos mientras Antonia aprovechaba la última claridad del
atardecer junto a la ventana para continuar bordando sus pájaros. Dos gorriones
de tonos azules y anaranjados piaban sobre un enramado de hojas que enmarcaba
la escena. Ya sólo le faltaba lo más sencillo, tenía que dar los últimos
pespuntes a sus iniciales y la tarea estaría por fin acabada. Cosía en
silencio, abstraída en una diligencia certera para terminar la labor a la que
había dedicado el último mes. Cada vez que clavaba la aguja en la tela sacaba
la punta de la lengua sin darse cuenta y apretaba lo labios con suavidad,
delatando un estado de concentración muy diferente a las prisas nerviosas con las que su madre y
sus hermanas se movían por el salón.
Dentro de la casa reinaba una alegría y una
excitación desbordantes, que contrastaba con el desánimo de los últimos meses, durante
los cuales las labores de bordado le acompañaron en la espera. Con cada alfiler
fue clavando en el acerico un deseo y así, a lo largo de tres inviernos, pidió
centenares de veces el regreso de su padre, Antonio, de una guerra que se
libraba al otro lado del océano.
En ese momento, en el que estaba a punto de
hacerse realidad el mayor de sus anhelos, un hormigueo nervioso empezó a
recorrerle todo el cuerpo. Nadie había reparado en que, detrás del tesón que
demostraba a sus once años, se ocultaba una enorme melancolía. Le gustaba abrir
su costurero de madera taraceada, ordenar los carretes y las madejas de hilos
de colores, los dedales, algunos botones y corchetes de diversos tamaños o el
pequeño cilindro de nácar donde guardaba las agujas, pero le incomodaba dedicar
tantas horas a los animales y las flores que quedaban atrapados en el cañamazo,
entre el bastidor de madera. En cuanto la vigilancia maternal se despistaba,
ella se embobaba mirando el paso de las personas y de las estaciones a través
de los cristales que enmarcaron el paisaje de su infancia.. En todo ese tiempo,
se cerraron mil noches los postigos y se abrieron las cortinas mil mañanas sin que se tuvieran noticias sobre la
vuelta de Antonio y mientras su madre, que guardaba su preocupación en
silencio, se volvía cada vez más severa, ella sentía que las tardes se hacían
tan eternas como la espera del padre, del marido, del teniente que llevaba
meses en Cuba tratando de administrar la derrota.
En los meses que siguieron a la marcha del
teniente, la inquietud provocada por la guerra solo era visible a través de los
ojos de su madre, siempre callada a escasos metros del escenario de sus juegos,
siempre detrás, vigilando sus paseos en la distancia. En mitad de ese sigilo,
Antonia disfrutaba de la complicidad de su hermana mayor, compañera eterna de
tantas tardes de bordados, que le recordaba a cada instante los buenos momentos
compartidos en familia con la secreta intención de que fueran un bálsamo contra
el olvido.
―No te preocupes, vendrá pronto ―solía
responderle cuando su ausencia se hacía tan grande que pesaba en el ambiente.
Con el paso de los meses, la figura paterna
se fue haciendo cada vez más lejana, más idealizada en la memoria y su regreso
se convirtió en el ruego de todas las oraciones. Cada noche su madre la
obligaba a recitar aquella letanía que siempre finalizaba pidiendo por Antonio.
Nunca hubo excepción, por muy cansada que estuviera, para la retahíla de
padrenuestros y avemarías que rezaba al borde de la cama.
―Tu padre está lejos, luchando por un futuro
mejor para todos nosotros, pero no sufras porque ya verás cómo, el día menos
pensado, nos manda una carta anunciándonos su llegada―le decía mientras le
besaba en la frente, antes de arroparla.
Pero pasaron meses, años sin que el teniente
regresara y se fueron agotando las excusas. Las razones de la distancia
quedaron envueltas en una gasa de palabras calladas, de miradas entornadas
entre suspiros. Hasta que una fría mañana de febrero todo el mundo volvió a
hablar de la guerra a causa del hundimiento de un barco y de la partida de la
flota hacia Cuba.
―No hija, ahora se acabará todo. Ya verás lo
pronto que lo vemos entrar por esa puerta.
Llegó el verano y, con el bochorno agobiante
de agosto, su madre acabó contagiándoles la preocupación que expresaba con cada
uno de sus gestos, los abrazos fríos, la ira contenida con la que miraba el mar
por la ventana mientras en las calles sólo había palabras para el desastre de
la flota. Pasaron las semanas, el tiempo
se detuvo y las tardes de costura se hicieron cada vez más aburridas, pese a
los continuos ánimos que su hermana trataba de transmitirle sin mucho
convencimiento
―Ya verás cómo viene por Navidad ―le dijo una
noche de noviembre.
Acabó el último año del siglo y, aunque para
entonces ya habían regresado la mayoría de los soldados, la esperanza se
difuminó entre alfileres. Cuando llegó por fin la noticia de su regreso, la
felicidad llenó aquella casa donde el aire tenía aroma de salitre y las horas
pasaban tan despacio. Desde ese momento, Antonia comenzó a contar los días que
faltaban para abrazarle y sentir su olor, que se había ido perdiendo en el
olvido, impregnado apenas entre sus ropas, las que su madre ordenaba esa tarde
en el salón, con el deseo de que las encontrara limpias y planchadas a su
vuelta. La vio desaparecer con su andar seguro tras la puerta del dormitorio y
regresar un minuto más tarde con algo entre las manos, bromeando sobre las
camisas que acababa de dejar alineadas en el armario en perfecto estado de
revista.
Su madre siempre trató de ocultar sus
preocupaciones bajo el rostro serio con el que les reprendía cada vez que ideaban
alguna travesura, algún juego inocente, un poco alocado para su estricto
sentido de la disciplina y así también fue escondiendo sus sentimientos. Su
hija se cansó de la severidad, de las misas, los rosarios y los bordados y
recordaba, cada vez con más ternura, las caricias paternales y ordenaba en su
mente los lugares a los que quería ir con el teniente cuando regresara. Sus
hermanas deseaban enseñarle los escaparates de los grandes almacenes de Gómez
Hermanos y, mientras dejaban volar la imaginación con sus esclavinas de pañete
bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas, nubes de
madroño y sayas, ella, que ya veía cómo las tardes se hacían más
largas en mitad del invierno, ansiaba que llegara el calor para pasear con él
por la calle Larios hasta la plaza de la Constitución y tomarse un helado de
turrón en la nevería del Café de La Loba. Aunque, en realidad, su mayor deseo
era que la acompañara a ver el cinematógrafo.
Todo el mundo en Málaga hablaba de la
fascinación que provocaba ese ingenio que hacía aparecer a las personas en una
pantalla caminando por las calles de París o de las capitales más bellas de
Europa. El invento llegó a la ciudad dos años antes, pero Feliciana, con sus
anticuadas reticencias, no consintió que sus hijas fueran a esos cafés, en los
que se agrupaba gente de toda condición deseosa de ver la novedad; con sus
reparos, le dio a Antonia otro motivo más para desear el retorno de su padre.
― ¡Corre, que ya ha llegado! ―le gritó una de
sus hermanas en el momento en el que sus pensamientos daban las últimas
puntadas a la tela.
Los pájaros se quedaron encima del alféizar
cantando en las ramas mientras se apresuraba por llegar a la puerta.
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No te conocia, pero solamente con leer unas cuantas líneas tuyas he sentido un movimiento dentro de mi que supone una clara decisión de seguir leyendo cosas tuyas, Me ha encantado descubrirte
ResponderEliminarDisculpa que no te haya contestado, pero no había visto tu comentario hasta hoy. Me alegran tus palabras. Siempre se escribe para que alguien te lea y como muchas veces pienso que no me lee casi nadie es bueno saber que hay alguien al otro lado. Ojala sigas descubriendo textos que te gusten.
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