Uno de los temas en
los que más inciden en las escuelas de escritura es el estilo. Hay textos
anodinos, fríos, que no trasladan al lector a ningún lugar, pero, a menudo, los
aprendices de escritores caemos por el otro lado del precipicio en uno de los
errores más graves: el intento de deslumbrar a través de la forma, la vanidad
por lograr una voz tan personalísima que acaba difuminada, perdida entre tanta
palabrería.
Decía Tolstoi que el
estilo más que brillante tiene que ser limpio. Yo trato de encaminar la labor
de corrección de mis escenas a desbrozar los excesos en los que puede caer una
imaginación a veces desbordada, un
apasionamiento por otro lado imprescindible para avanzar y vencer el miedo a la
página en blanco.
Y aunque prefiero los
escritores de estilo limpio, los que siempre saben encontrar la palabra justa
(la “mote juste” de la que hablaba Flaubert) debo confesar que, en lo relativo
a este tema, considero un mal menor el exceso que la carencia. Por ello, siento
predilección por novelistas latinoamericanos, españoles, franceses o italianos frente
a la insipidez de algunos escritores anglosajones (aunque nunca debe entrarse
en el error de la generalización).
Todos los dibujos son de Rebecca Dautremeer para la nueva edición de Seda |
Seda, del italiano
Alejandro Baricco, quizás sea uno de los mayores mecanismos de estilo que haya
leído. De una gran brevedad, cercana a lo que los antiguos llamaban una
“nouvelle”, he devorado sus páginas en menos de dos horas. Y lo he hecho con
reincidencia. La leí, prestada por la biblioteca, hace apenas un par de años,
ya que formaba parte de la lista de lecturas que recomendaba mi último curso de
novela. Como regalo de reyes, he vuelto a sumergirme en su estética tan
particular, en ese universo personalísimo de imágenes que se difuminan como si
lo viéramos a través de un suave visillo de seda, en ese mundo enigmático de
fugaces paisajes, de imágenes vaporosas, casi oníricas.
Desde la primera
línea, todo en esta novela está al servicio del estilo. Baricco nos abandona en
manos de un narrador omnisciente que nos cuenta la historia en tercera persona
y se convierte en una voz omnipresente que maneja los personajes y los difumina
a su conveniencia. Para ello utiliza un lenguaje lleno de poesía e incluso
distorsiona la sintaxis cuando lo considera necesario; en lugar de mostrar
evoca y resume la historia en imágenes de gran belleza. En el mudo de misterio que
desvela lo que se esconde es tan importante como lo que se cuenta.
He leído bastantes
críticas de esta novela. Mientras algunos se rinden a la hermosura del
mecanismo otros disienten de un estilo tan almibarado en ocasiones e incluso
llegan a calificarlo de tramposo. Hay incluso quienes dicen que, por su
brevedad, es un ejercicio apresurado del que estiró el autor hasta convertirlo
en novela. Yo creo que todo en ella esta medido, revisado con celo y que, en
ningún caso, de trata de un juego del azar. Más allá de la aparente ruptura
formal con otras formas más tradicionales de narrar, la obra nunca pierde la
coherencia y toda esa apariencia estética está al servicio de la historia, la
de un joven, Hervé Joncour, que abandona una futura carrera militar para ponerse
al servicio de un empresario visionario, Balbadiou, que lo introduce en el
negocio de la seda. Ante las epidemias de pebrina que sufren los gusanos, el
protagonista tendrá que viajar más lejos en su búsqueda hasta hacerlo al fin
del mundo: el cerrado Japón casi feudal de mitad del siglo XIX, donde quedará prendado
de una misteriosa mujer, de la que ni siquiera llega a oír su voz.
Otro de los aciertos
de la novela es el uso del ritmo de la narración, los largos viajes que suceden
en apenas un párrafo y que se repiten como un mantra -casi idéntico, pero con
minúsculas variaciones- varias veces a lo largo del libro. Hay quien dice que
ésta es una novela de viajes, pero yo creo que se equivocan: las vicisitudes de
la penosa ruta nada importan y de ellas casi nada se sabe porque lo importante
es lo que encontrará en el destino: un amor misterioso, casi un sueño o la sorpresa
final que le espera en casa. Toda la novedad formal está al servicio de uno de
los temas más antiguos, más manidos y convencionales: un amor imposible y
lejano, algo que se pierde en el canon más antiguo de la literatura. Alesandro
Baricco tiene la capacidad de plasmarlo de una forma maravillosa que seduce al
lector en una hipnosis de hermosura.
En todo caso, no hay mejores palabras
para describir el libro que las propias del autor: “Ésta
no es una novela. Ni siquiera un cuento. Ésta es una historia. Empieza con un
hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil en una
jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se
podría decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no
habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores
que se sabe muy bien lo que son, pero que no tienen un nombre exacto que los
designe. Y, en todo caso, ese nombre no es amor. (Esto es algo muy antiguo.
cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan
historias. Así funciona. Desde hace siglos)”
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