He vivido veinticinco años
lejos de mis padres, compartiendo días escasos de vacaciones y visitas siempre
breves. Con su llegada han regresado algunos recuerdos de la infancia y las comidas
se han llenado de platos de cuchara: gazpachuelos, pescado en blanco, “gisaíllos”
de carne, cazuelas de fideos, potajes, pucheros. Ha vuelto el placer nunca
olvidado de la casquería, esos segundos que parecen que pertenezcan al pasado
como los callos, el hígado a la plancha con ajo y perejil o los riñones al
jerez. ¡Y qué decir de los pescados! Uno de los mayores placeres cuando
visitaba Málaga lo vivía al cruzar el viejo arco árabe del Mercado Central y
pasear junto a los mostradores de mármol blanco donde los pescaderos exponían
su mercancía: boquerones, sardinas, salmonetes, almejas, jibias… tan
diferentes, tan humildes frente a los rodaballos, merluzas y rapes de los
mercados del norte. ¡Fresco! ¡Barato! ¡Niña, mira que bueno tengo hoy el pescao!
Los sabores recuperados de
mi niñez hablan de un tiempo de barrio, de personas modestas que raras veces
habían probado el bogavante, el centollo, los solomillos al foie y todos los lujos
de nuevo rico que se fueron apoderando de los menús de los restaurantes. Un tiempo
en el que no existían las cadenas de hamburgueserías americanas, los bocadillos
de cadenas industriales, ni los platos precocinados. Ahora que los cocineros se
han convertido en alquimistas que diseñan menús de nombres imposibles,
mezclados con técnicas propias de químicos extraños, que a algunos les permiten
disfrazarse de piratas para pedir por ellos precios aberrantes, yo disfruto como
nunca con un buen potaje de lentejas o de los callos que ha cocinado Laura, mi mujer
esta mañana de domingo.
Al parecer, la economía de
la crisis trae de nuevo los viejos menús casi olvidados. Yo espero que no
vuelvan las circunstancias que los acompañaron. Ahora algunos poderosos iluminados
hablan de instaurar minitrabajos para remontar la situación económica. Es lo
que hace décadas llamaban, con palabras más claras, un puto trabajo de mierda,
siempre a expensas de un patrón que sólo sabía conjugar un verbo: explotar. Explotadores
que se hicieron ricos levantando la dictadura.
Y es que con la llegada de
mis padres no sólo han regresado los platos antiguos, también los recuerdos aún
más viejos. Las sobremesas hablan de los tiempos de las fatigas, de las visitas
a los centros del auxilio social que instauró el franquismo, del frío y la
humedad que había debajo del puente del Guadalmedina, donde dormía mi padre
cuando era niño, del hambre de los hospicios de monjas que sufrió mi madre en los
primeros años de la postguerra. Ése era el destino que les esperaba a los hijos
de los republicanos, a esos rojos que no se merecían otra cosa.
Mi hija de seis años hoy ha sabido que existe la pobreza, que hay personas que no tienen casa, que no pueden ver los dibujos animados por la tele. Ha sabido que sus abuelos fueron muy pobres. Más tarde, cuando su mente infantil ya estaba por otras cosas, ellos han seguido contando cómo les quitaban las bellotas a los cerdos y las algarrobas a los caballos para poder llevarse algo a la boca, cómo comían peladuras de patatas, cáscaras de naranja para engañar al hambre. Después de una infancia tan triste, la juventud les supo a gloria. El tiempo de las legumbres empezó a quitarles el hambre. Los garbanzos duros, las lentejas con piedras, las habichuelas negras, llenaron sus estómagos de recuerdos, de recetas sencillas que necesitaban de una olla, mucho tiempo y una piza de cariño.
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De mis abuelos no pude escuchar historias de hambruna, éstos huyeron a Tánger lugar de mis veranos inolvidables de la infancia donde los aromas se tejieron mi memoria como colores.
ResponderEliminarEscuché relatos de la hambruna malagueña muchos años después; historias de decenas de chavales entrando al seminario para comer más que vocación, de "acción católica", los flechas, éstas agrupaciones en torno al pasillo de Sto. Domingo del casi desaparecido barrio del Perchel, de los "trompitos salesianos" unos garbanzos como piedras algunos y negros otros que navegaban en un caldo caliente de aguachirri -como aquí le llaman a los caldos "sin ciencia"-, de comer algarrobas, tallos de hinojo, cardos... de reciclaje de abrigos para los afortunados de poseer uno heredado de algún familiar y volverlos del revés para reestrenarlos.
Relatos e historias que "pegadas" a las de los misterios de mi abuelo, masón, dibujaron una realidad pretérita difícil aún de trazar.
Disfruta de tus padres,
Saludos y un abrazote Velasco.
Pd.: Sugiérele a tu madre un gazpachuelo, ese delicatessen malagueño tan rico, si te gusta :-)
Esos mercados municipales permanecieron largo tiempo en el abandono del olvido a causa de los modernos supermercados y grandes espacios. De un tiempo a esta parte han sido recuperados y con ellos aquellos aromas, olores y sabores. Y el color de sus verdulerías, carnicerías,pescaderías. Hoy en día es un auténtico placer recorrerlos y comprar en ellos. Muy oportuno el tema.
ResponderEliminarLamentablemente no todos aquellos mercados han sido recuperados. El Mercado de Salamanca en Málaga, que es el de mi infancia, sigue en el cajón del olvido
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