A
menudo me ofusca la escritura de la novela. Hay días en los que el desánimo se
convierte en el peor enemigo, la escasez de tiempo me derrota y la lentitud en
el avance me desespera. Entonces el enorme andamiaje que intento levantar se
desmorona y busco refugio en la brevedad de los artículos que publico en este
blog, que me ofrecen el oxígeno necesario para tomar fuerzas.
Uno
de los primeros consejos que les dan a los aprendices que luchan por
convertirse en escritores es tener siempre a mano una libreta donde atrapar las
ideas que se escapan al vuelo. Pero muchas veces, la mayoría, esas súbitas
inspiraciones no encajan en la trama de la novela y las descarto. La papelera,
ese objeto que Hemingway describía como el primer mueble en el estudio del
escritor, se va llenando con la incapacidad y la falta de oficio, pero algunas
de las ideas o de los personajes que no sirven para la novela pueden encerrar
la semilla de una historia simple, que puede encontrar vida en los párrafos
escasos de un cuento. A veces esos papeles arrugados por la desazón contienen
un relato minúsculo.
De
una de esas ideas nació “Bombones”. Fue
después de oír una charla de Antonio Muñoz Molina, en la que el maestro contó
cómo había encontrado en su vida cotidiana las historias que le sirvieron para
construir los cuentos de su último libro publicado, Nada del otro mundo. De
camino a casa, contento por haber podido hablar con él durante dos minutos -me
daba apuro ver la larga cola que esperaba- y con el ego por las nubes después
de escuchar sus palabras cuando le dije mi nombre para que me firmara una
dedicatoria -“¡Finalmente nos conocemos!”- una idea, que llevaba semanas
rondando mi cabeza, apareció en el parabrisas, entre las luces de los coches.
A
finales de octubre había visitado Málaga y, en el instante breve que se tarda
en girar una esquina, apareció ante mí el viejo descampado de mis juegos
infantiles, transformado ahora en un pequeño parque de columpios modernos, pero
mucho más pequeño de cómo yo lo recordaba. La infancia nos engañó en muchas
cosas, también en las dimensiones que guarda nuestra memoria. Esa idea seguía
flotando en mi cabeza cuando no pude resistirme a la tentación que me ofrecía,
después de la cena, una caja de bombones. Entonces las palabras de Antonio, el
recuerdo del descampado y la caja de bombones se cruzaron con otros muchos
recuerdos para engendrar este cuento breve.
_._
Bombones.
Mientras la fila se hacía cada vez más pequeña, Pedro pensaba en los bombones.
Su madre los compraba sólo una vez al año, lo cual siempre fue un inconveniente
para su talante goloso y un sufrimiento para sus incipientes conocimientos
matemáticos. Ése fue el motivo por el que nunca la gustaran las restas y, en
aquella época, prefiriera las parábolas del catecismo que multiplicaban los
panes y los peces.
Bombones. La
navidad venía precedida por una caja pequeña donde el surtido se disponía como
un rosetón de colores. Estaban acabando de elegir los equipos y él seguía allí
plantado, con la camisa blanca y los pantalones cortos, de un gris marengo diluido
por los muchos lavados, que mostraban sus rodillas huesudas y las pantorrillas
llenas de los moratones provocados por batallas anteriores.
La ceremonia
siempre era idéntica. Los dos mayores hacían de capitanes y se jugaban el
derecho a elegir primero. Par o impar. Los dedos dictaban el veredicto rápido y
a continuación comenzaba el instante tan temido de las decepciones, el que determinaba
el rango de cada uno dentro del grupo. Empezaban por el rubio porque sabía
driblar muy bien y metía muchos goles. Luego la cuestión estaba entre los
remates de cabeza del pecoso o la fortaleza de su primo y eso solía depender de
sus actuaciones en el último partido. Pero de lo que nunca había duda era que
él siempre se quedaba para el final, como los bombones de chocolate blanco que
nadie quería, o los de licor, que venían disfrazados bajo papeles de color
plata y sólo le gustaban a su tío.
Conforme Pedro
se iba quedando cada vez más abandonado, se negaba a ver la sonrisa que le
dedicaban los elegidos cuando salían de la hilera. El odiado destino de portero
le esperaba una vez más para ver cómo eran otros los que marcaban los goles. Perdía
la mirada en las montañas de abrigos que delimitaban una de las porterías
imaginarias, situada en el descampado de sus juegos infantiles. El pedregal se
escondía detrás del colegio, justo donde terminaba la ciudad y comenzaban las
huertas, el damero de cultivos donde se alineaban las lechugas y las tomateras que
tantos recuerdos les traían a los abuelos sobre su pasado de labriegos.
Como era el más chico y
la torpeza de sus pies con la pelota no prometía mejoras futuras sólo esperaba
un milagro. Suerte que sólo faltaba dos días para que vinieran los Reyes. Ya
imaginaba sus caras sumisas cuando apareciera con su balón nuevo de reglamento.
Ese año se había portado bien y Baltasar no tenía excusa, por mucho que su
padre se quejara de la falta de trabajo.
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...como me gustaría ver esa mirada que le nacerá al niño -la de dentro, la invisible- cuando abrace el balón entre sus brazos, lo apriete, fuerte, y sienta el poder de esa bola de aire enmascarado en cuero de colores, mirar como lo acerca a su nariz y lo huele llenando así sus pulmones de brillo, de ilusión, de lo nuevo, de deseo, de todas esas esas cosas que los mayores simplifican y llaman felicidad.
ResponderEliminarMe gustaría ver esa mirada, quizá, para ser niño de nuevo. O para no olvidarlo.
Gracias Velasco, por tus letras.
Disfruta con los tuyos... todos los días.
Al niño que fue el escritor del cuento nunca le regalaron un balón de reglamento, sólo uno de goma, de color rojo, que se pinchó al primer partido. Pero no ha parado de intentar meterle goles a la vida, por mucho que la mayoría de los chuts hayan salido rozando el largero.
ResponderEliminarAño tras año buscamos siempre un nuevo balon para mantener la ilusión
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