14 noviembre, 2011

Las medallas el torturador


Cuando hace ahora dos años, entre impaciente y cansado, acabé la investigación histórica que debía arrojar luz a la novela, era consciente que volvería a ella conforme avanzara el proceso de escritura, porque la búsqueda nunca finaliza y todo está abierto hasta el final.

En la segunda escena del primer capítulo aparece un personaje secundario. Como otras muchas cosas, el azar me trajo su existencia. Cuando leí por primera vez el sumario de la causa 595, me sorprendió la frialdad con la que el teniente de ingenieros, que estaba de guardia ese día, reflejaba los dramáticos sucesos relacionados con la detención y posterior tortura de mi abuela.

Esas líneas despiadadas me ayudaron a dibujar un personaje, uno de esos secundarios que aparecen sólo al principio de la historia, de forma breve, pero que adquieren un protagonismo inicial, inesperado, que logra fluir la acción. Pero, después del ímpetu los primeros momentos, el teniente se diluyó en pocos rasgos imprecisos. Mi imaginación lo creyó joven, recién salido de la academia y con ganas de destacar entre sus superiores, todos ellos más zafios, pero con más galones por sus méritos de guerra. Lo veía más bien como un muchacho de clase media empobrecida, probablemente de una pequeña ciudad castellana. Y así se fue diluyendo con el paso del tiempo. Sin duda yo mismo tuve gran parte de culpa. No quiero escribir una novela maniquea. Durante la guerra, la mezquindad no entendió de bandos y, por ello, sin darme cuenta fui indulgente, demasiado benévolo, con ese personaje

El azar volvió a acercármelo hace varias semanas. Estaba reescribiendo la escena con una desesperante falta de habilidad cuando el mar de google volvió a arrojarme una botella en la playa de mi proceso creativo. Las olas me llevaron a una web de condecoraciones militares. El tono de algunos comentarios “el Alcázar nunca se rinde”, indicaban que me adentraba en territorio enemigo para mi sensibilidad. Los visitantes habituales del foro presumían de sus prendas, de los resultados de su caza. Uno de ellos había adquirido recientemente las medallas de un comandante de ingenieros, el hombre que, dieciocho años después de instruir una causa contra mi abuela y una decena de personas, cuyo principal delito había sido ayudar a los hombres que se echaron al monte, pasó a la reserva en Alicante. Como si fuera un trofeo, allí encontré una fotografía de sus galones y medallas. Cinco de esos metales lucían de la pechera de su uniforme la mañana que interrogó a mi abuela María.

El teniente Medina -he decidido intercambiar los apellidos reales de los personajes siniestros de mis textos para no incomodar a nadie- volvió a tomar vida en aquella foto y en su expediente militar, que recibí unas semanas más tarde. A sus cuarenta y un años, haraganeaba en la Granada de posguerra, después de haber servido durante más de veinte en el cuerpo de ingenieros. Con la mayoría de edad, abandonó su pueblo, en la Tierra de Baños extremeña, para alistarse voluntario y marchar a Madrid donde quedó inscrito en un Regimiento de Telégrafos. Allí puso todo su empeño en ascender por el escalafón, pero, pese a varios rápidos ascensos iniciales, en 1.920, cuando estaba a punto de alcanzar los galones de sargento, participó en un altercado que le supuso la inmediata degradación a soldado. Una noche, probablemente de juerga y borrachera, obligó al conductor de un tranvía a cambiar su ruta para acercarle al cuartel.

Meses más tarde, marcha para la Guerra de África con la 1ª Compañía Expedicionaria que organiza el gobierno. Dos años después, recibe su primera condecoración, la Medalla Militar de Marruecos. Envuelta por una corona de laurel, aparece la silueta de Alfonso XII con el casco en punta de los lanceros de la Guardia Real. De su cinta verde cinabrio, irá colgando en los años siguiente los pasadores de Melilla, Tetuán y Larache. Por su participación en el desembarco de Alhucemas se le concede la Cruz de Plata al Mérito Militar con distintivo rojo y el ascenso a suboficial por méritos de guerra. Debía presumir de sus medallas, porque antes había comprado una que no tenía ningún mérito, la del homenaje de los Ayuntamientos a Sus Majestades Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Cualquier civil que quisiera pagar diez pesetas podía hacer gala de ella.

Tras la guerra en el Rif su carrera se estanca, pero antes recibe su cuarta condecoración, la Medalla de la Paz de Marruecos. De forma ovalada y enmarcada por dos ramas de olivos sujetadas por un lazo que se unen en una media luna, dibuja un paisaje de ciudad africana, iluminado por el sol con un nimbo radiado entre cuyos rayos se lee la palabra Paz. Sobre ella posa una paloma exenta con las alas abiertas y una rama de olivo en el pico y la corona real. La cinta, de muaré blanco, tiene bordada una estrella de seis puntas y dos franjas con los colores nacionales.

Con la llegada de la República, nuestro personaje se acoge a la llamada Ley Azaña, promulgada para aligerar el obsoleto ejército del exceso de oficiales. Entonces decide retirarse a Granada, ya que se había casado, dos años antes, con Francisca, una granadina. El “Glorioso Alzamiento Nacional” le pilla en la ciudad marroquí de Arcila y, sin dudarlo, se presenta voluntario para servir al nuevo régimen. Al parecer su ardor guerrero ya no es el mismo de antaño y pasa toda la guerra en retaguardia, prestando servicios de vigilancia de la línea telegráfica que iba desde Tánger a la Zona Francesa y como instructor de la Falange en Larache. Por esos servicios recibiría más tarde la Medalla de Campaña con distintivo de retaguardia. Empavonada en negro con el borde y algunas alegorías en dorado, donde aparecen hojas de laurel y robles, figura la Laureada en oro, siendo en negro un sol naciente, en el cuadrante superior que representa a España, en lucha con un dragón con una hoz y un martillo que representa al comunismo. La cinta es con los colores nacionales y borde en negro.





Tras el final de la guerra, causa baja durante dos meses en el ejército, al que reingresa sólo dos meses más tarde para ser ascendido a teniente por antigüedad, un modesto ascenso poco comparable al de algunos colegas que habían medrado con el conflicto bélico. A partir de ese momento, se dedica a esperar su ascenso a capitán, prestando sus servicios como instructor y juez militar en los juzgados de Granada. Es en ese momento cuando su vida se cruza, de forma desgraciada, con la de mi abuela, que, entre golpes y preguntas, debió ver el brillo de aquellas medallas.


Así, el teniente Medina, ese personaje secundario que aparece en una esquina de la historia, y del que su expediente militar destaca “la capacidad para las funciones administrativas, la aptitud para los cargos judiciales” y cuya actividad profesional más distinguida es “la movilización”, va cobrando de nuevo vida y una personalidad compleja, mientras su creador se va olvidando de complejos maniqueos y construye una trama más allá de la verdad, aunque sin engañarla del todo. 


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2 comentarios:

  1. Increíble. Que hayas localizado justamente el lote de medallas de semejante cabrón me parece increíble. Y anda que no hubo tipejos de esos...
    Un abrazo granaíno,

    AG

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  2. Yo no podía imaginar al principio de esta historia que llegaría a encontrar todo lo que he encontrado y gracias a internet

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