Cuando hace ahora dos años,
entre impaciente y cansado, acabé la investigación histórica que debía arrojar
luz a la novela, era consciente que volvería a ella conforme avanzara el
proceso de escritura, porque la búsqueda nunca finaliza y todo está abierto
hasta el final.
En la segunda escena del
primer capítulo aparece un personaje secundario. Como otras muchas cosas, el
azar me trajo su existencia. Cuando leí por primera vez el sumario de la causa
595, me sorprendió la frialdad con la que el teniente de ingenieros, que estaba
de guardia ese día, reflejaba los dramáticos sucesos relacionados con la
detención y posterior tortura de mi abuela.
Esas líneas despiadadas me
ayudaron a dibujar un personaje, uno de esos secundarios que aparecen sólo al
principio de la historia, de forma breve, pero que adquieren un protagonismo
inicial, inesperado, que logra fluir la acción. Pero, después del ímpetu los
primeros momentos, el teniente se diluyó en pocos rasgos imprecisos. Mi
imaginación lo creyó joven, recién salido de la academia y con ganas de
destacar entre sus superiores, todos ellos más zafios, pero con más galones por
sus méritos de guerra. Lo veía más bien como un muchacho de clase media
empobrecida, probablemente de una pequeña ciudad castellana. Y así se fue
diluyendo con el paso del tiempo. Sin duda yo mismo tuve gran parte de culpa.
No quiero escribir una novela maniquea. Durante la guerra, la mezquindad no
entendió de bandos y, por ello, sin darme cuenta fui indulgente, demasiado
benévolo, con ese personaje
El azar volvió a acercármelo
hace varias semanas. Estaba reescribiendo la escena con una desesperante falta
de habilidad cuando el mar de google volvió a arrojarme una botella en la playa
de mi proceso creativo. Las olas me llevaron a una web de condecoraciones
militares. El tono de algunos comentarios “el Alcázar nunca se rinde”,
indicaban que me adentraba en territorio enemigo para mi sensibilidad. Los
visitantes habituales del foro presumían de sus prendas, de los resultados de
su caza. Uno de ellos había adquirido recientemente las medallas de un
comandante de ingenieros, el hombre que, dieciocho años después de instruir una
causa contra mi abuela y una decena de personas, cuyo principal delito había
sido ayudar a los hombres que se echaron al monte, pasó a la reserva en
Alicante. Como si fuera un trofeo, allí encontré una fotografía de sus galones
y medallas. Cinco de esos metales lucían de la pechera de su uniforme la mañana
que interrogó a mi abuela María.
El teniente Medina -he
decidido intercambiar los apellidos reales de los personajes siniestros de mis
textos para no incomodar a nadie- volvió a tomar vida en aquella foto y en su
expediente militar, que recibí unas semanas más tarde. A sus cuarenta y un
años, haraganeaba en la Granada de posguerra, después de haber servido durante
más de veinte en el cuerpo de ingenieros. Con la mayoría de edad, abandonó su
pueblo, en la Tierra de Baños extremeña, para alistarse voluntario y marchar a
Madrid donde quedó inscrito en un Regimiento de Telégrafos. Allí puso todo su
empeño en ascender por el escalafón, pero, pese a varios rápidos ascensos
iniciales, en 1.920, cuando estaba a punto de alcanzar los galones de sargento,
participó en un altercado que le supuso la inmediata degradación a soldado. Una
noche, probablemente de juerga y borrachera, obligó al conductor de un tranvía
a cambiar su ruta para acercarle al cuartel.
Meses más tarde, marcha para
la Guerra de África con la 1ª Compañía Expedicionaria que organiza el gobierno.
Dos años después, recibe su primera condecoración, la Medalla Militar de
Marruecos. Envuelta por una corona de laurel, aparece la silueta de Alfonso XII
con el casco en punta de los lanceros de la Guardia Real. De su cinta verde
cinabrio, irá colgando en los años siguiente los pasadores de Melilla, Tetuán y
Larache. Por su participación en el desembarco de Alhucemas se le concede la
Cruz de Plata al Mérito Militar con distintivo rojo y el ascenso a suboficial
por méritos de guerra. Debía presumir de sus medallas, porque antes había
comprado una que no tenía ningún mérito, la del homenaje de los Ayuntamientos a
Sus Majestades Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Cualquier civil que quisiera pagar
diez pesetas podía hacer gala de ella.
Tras la guerra en el Rif su
carrera se estanca, pero antes recibe su cuarta condecoración, la Medalla de la
Paz de Marruecos. De forma ovalada y enmarcada por dos ramas de olivos
sujetadas por un lazo que se unen en una media luna, dibuja un paisaje de
ciudad africana, iluminado por el sol con un nimbo radiado entre cuyos rayos se
lee la palabra Paz. Sobre ella posa una paloma exenta con las alas abiertas y
una rama de olivo en el pico y la corona real. La cinta, de muaré blanco, tiene
bordada una estrella de seis puntas y dos franjas con los colores nacionales.
Con la llegada de la
República, nuestro personaje se acoge a la llamada Ley Azaña, promulgada para
aligerar el obsoleto ejército del exceso de oficiales. Entonces decide
retirarse a Granada, ya que se había casado, dos años antes, con Francisca, una
granadina. El “Glorioso Alzamiento Nacional” le pilla en la ciudad marroquí de
Arcila y, sin dudarlo, se presenta voluntario para servir al nuevo régimen. Al
parecer su ardor guerrero ya no es el mismo de antaño y pasa toda la guerra en
retaguardia, prestando servicios de vigilancia de la línea telegráfica que iba
desde Tánger a la Zona Francesa y como instructor de la Falange en Larache. Por
esos servicios recibiría más tarde la Medalla de Campaña con distintivo de
retaguardia. Empavonada en negro con el borde y algunas alegorías en dorado,
donde aparecen hojas de laurel y robles, figura la Laureada en oro, siendo en
negro un sol naciente, en el cuadrante superior que representa a España, en
lucha con un dragón con una hoz y un martillo que representa al comunismo. La
cinta es con los colores nacionales y borde en negro.
Tras el final de la guerra,
causa baja durante dos meses en el ejército, al que reingresa sólo dos meses
más tarde para ser ascendido a teniente por antigüedad, un modesto ascenso poco
comparable al de algunos colegas que habían medrado con el conflicto bélico. A
partir de ese momento, se dedica a esperar su ascenso a capitán, prestando sus
servicios como instructor y juez militar en los juzgados de Granada. Es en ese
momento cuando su vida se cruza, de forma desgraciada, con la de mi abuela,
que, entre golpes y preguntas, debió ver el brillo de aquellas medallas.
Así, el teniente Medina, ese
personaje secundario que aparece en una esquina de la historia, y del que su
expediente militar destaca “la capacidad para las funciones administrativas, la
aptitud para los cargos judiciales” y cuya actividad profesional más distinguida
es “la movilización”, va cobrando de nuevo vida y una personalidad compleja,
mientras su creador se va olvidando de complejos maniqueos y construye una
trama más allá de la verdad, aunque sin engañarla del todo.
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Increíble. Que hayas localizado justamente el lote de medallas de semejante cabrón me parece increíble. Y anda que no hubo tipejos de esos...
ResponderEliminarUn abrazo granaíno,
AG
Yo no podía imaginar al principio de esta historia que llegaría a encontrar todo lo que he encontrado y gracias a internet
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