Cuando decidí escribir mi
novela, empecé una investigación histórica que debía llevar unos pocos meses y
me acabó ocupando más de un año. Mi año “sabático” lejos del mundo laboral, se
fue en jornadas diarias de más de ocho horas dedicadas a conocer algunos
detalles sobre la vida de mis familiares, pero también del contexto político
que les tocó vivir, desde una perspectiva muy local hasta otra totalmente
internacional. Una de mis mayores sorpresas fue comprobar cómo hay situaciones
que se repiten, casi de forma idéntica,
a lo largo del tiempo y cómo circunstancias de la política actual no son muy
diferentes a las que ocurrieron en aquellos años turbulentos del siglo pasado
que marcaron con sangre el destino del mundo.
Cuando el socialista Juan Negrín
llegó a la Presidencia del Gobierno de la Segunda República, en la primavera de
1.937, la guerra ya estaba perdida. El bando republicano se había desangrado en
disputas internas durante los primeros meses del conflicto y no había sabido
imponer la autoridad necesaria. Grupos de pistoleros habían dictado su ley en
las calles de algunos pueblos y ciudades y las milicias, tan repletas de
idealismo como carentes de preparación y armamento, no habían sabido hacer frente
a un enemigo mucho mayor, que contaba con preparación militar y el apoyo humano
y armamentístico de las potencias fascistas de Alemania e Italia. Durante los
primeros días, incluso horas, del golpe de estado, se sucedieron gobiernos
centristas sin carácter para abordar el terremoto social y político que estaba
sucediendo. Cuando se dieron cuenta que eran los sindicatos los que controlaban
la situación en la calle, colocaron en la presidencia del gobierno a Largo
Caballero, al que llamaban el Lenin español, un hombre de escasa preparación,
próximo a los sindicalistas.
ras la caída de Málaga y la
desbandada con la que se retiraron las tropas republicanas, desasistidas por
parte del gobierno, Azaña propuso a Juan Negrín para que se pusiera al frente
del mismo. Negrín era un médico eminente, fisiólogo, científico y poliglota
(dominaba el alemán –había estudiado medicina en la Universidad de Leipzig-, el
francés y el inglés) que tenía una enorme capacidad de trabajo. Aunque tarde,
se emprendieron las reformas necesarias para afrontar la guerra. Se estructuró
un ejército que intentara resistir al enemigo y se redujo el descontrol de las
calles. Pero el enemigo era mucho más fuerte y siguió avanzando. Las medidas
fueron criticadas con ferocidad por los anarquistas, que querían anteponer la
revolución a la guerra, y por los nacionalistas, más interesados en sus
egoístas intereses sobre competencias recién adquiridas que en la victoria común,
el único medio que permitiría consolidarlas. Sin el apoyo de las democracias occidentales
que, guiadas por Gran Bretaña, representaron una farsa de aparente neutralidad
y con la oposición de la izquierda y de los nacionalismos de centro, el
Gobierno del socialista Negrín tuvo que luchar con un enemigo demasiado
poderoso sin los medios necesarios.
Y así, frente a la
oposición, en algunos casos desleal, de algunos de sus socios (la actuación de
los nacionalistas vascos sólo puede calificarse de cobarde y vergonzosa), pero
también de miembros de su propio partido, Negrín impuso la consigna de
resistencia a toda costa. Al tratar de alargar la guerra, alargaba también el
sufrimiento del pueblo, pero era consciente, por la actuación de terror y
fusilamientos masivos que venía desarrollando el oponente, que la derrota
conllevaría una situación mucho más dramática.
Cuando ya no quedaba nada
que hacer en el territorio español y la retirada en el Ebro dejaba a Franco
abierto el camino hacia la victoria, Negrín y los republicanos pusieron sus
esperanzas en Europa. En septiembre de 1.939 el continente estaba al borde de
la guerra y su estallido a nivel internacional podía cambiar el curso del
conflicto en España. La política expansionista de la Alemania llevó a los nazis
a invadir los Sudetes, una región de la antigua Checoslovaquia, pese a las
advertencias de las democracias occidentales. No era el primer país que caía
bajo las fauces del nazismo, que anteriormente se habían anexionado Austria
mientras toda Europa miraba hacia otro lado. Con el objetivo de abordar la
situación de crisis se convocó la conferencia de Múnich. Allí los gobiernos
europeos, con Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se rindieron a las
pretensiones del fascismo, sacrificaron a Austria y Checoslovaquia con la
intención de evitar el enfrentamiento con Hitler. Su cobardía fue castigada
apenas unos meses más tarde y le dio alas a los nazis que impusieron su ley
invadiendo toda Europa.
Tras los Acuerdos de Múnich,
a los republicanos españoles ya no les quedaba
ninguna esperanza. Negrín tomó medidas, encaminadas a buscar un acercamiento
con el enemigo, que anunció en un memorable discurso pronunciado en la Sociedad
de Naciones, pero Franco sólo se confirmaba con una rendición incondicional y
el exterminio del rival para poder así consolidar una larga dictadura.
Tras la derrota, la política
de resistencia se demostró justificada. Centenares de miles de españoles fueron
asesinados u obligados al exilio por parte de los vencedores. La figura pública
de Negrín fue vapuleada con mentiras por el franquismo que vertió sobre él una
campaña de calumnias. Pero los derrotados también necesitaban un chivo
expiatorio que fuera la diana de todas las críticas, alguien a quien culpar de
la derrota. El Partido Socialista fue enormemente injusto con él retirándole
incluso la militancia. No fue hasta el año 2.009, cuando los historiadores ya
habían desmontado, una por una, todas las falsas acusaciones que provocaron su
descrédito, cuando se le restituyó con todos los honores.
Siempre he tenido
predilección por los derrotados de la historia, los personajes cruelmente
maltratados por las crónicas, muchas veces de forma injusta. Durante las
últimas semanas se ha acentuado una campaña orquestada contra otro presidente
socialista a quien se le ha hecho culpable de todos los males del país. En un
mundo globalizado, donde los países europeos han cedido su capacidad de gestión
económica a organismos comunitarios, la mayor crisis económica en mucho tiempo
está poniendo a prueba a los gobiernos, que no saben cómo hacer frente a
estrategias de enemigos muy poderosos e invisibles que ahora llaman los
mercados. Tras meses sin querer afrontar el problema, meses de disputas
constantes, en los que todos sus rivales políticos han antepuesto los intereses
propios a los del país, abandonado por todos, un presidente socialista se vio
obligado a imponer medidas, que probablemente no compartía, con la misión de
combatir a un enemigo contra el que ya era tarde para luchar. Enfrente sólo
tenía rivales que pedían una rendición incondicional o que volvían a anteponer
sus intereses nacionalistas en momentos donde la unidad era más necesaria que
nunca. Y al igual que décadas atrás, volvieron a cometerse muchos errores,
errores que luego sus propios compañeros han tratado de olvidar como si no
hubieran existido. Tratando de ocultar los errores renegaron también los
aciertos de un presidente que ha acometido reformas sociales que reparaban
injusticias históricas. Hoy hay detalles pequeños a los que no le damos importancia,
el humo del tabaco que ha desaparecido de nuestras vidas, el matrimonio entre
personas del mismo sexo, el recuerdo de los olvidados por la memoria histórica,
el reconocimiento de los derechos de aquellos que viven de dependencia de
otros, los intentos por romper con un centralismo de siglos para reconocer lo
que nos diferencia como única manera de recordarnos lo que nos une y otras
muchas medidas que tal vez se quedaron a medias.
Zapatero y Negrín no se parecen en muchas cosas, la capacidad intelectual y de trabajo del segundo, no ha caracterizado al primero, pero, aunque tarde, ambos tomaron medidas para una lucha imposible en la que se quedaron solos. Y yo confieso (pese a todo y contra la moda imperante) simpatía por ambos personajes.
Ochenta años más tarde,
Europa vuelve a sacrificar a algunos países para satisfacer el expansionismo
alemán y en España otro presidente socialista es abandonado a los pies de los
caballos. La historia no tiene memoria, parece que los europeos y los
socialistas españoles tampoco. Espero que las similitudes acaben aquí. El
precio que hubo que pagar por los errores de entonces fue demasiado alto. Tras
la derrota de la República en España se inició una dictadura que duro más de
cuarenta años y sólo cinco meses después de inició la Segunda Guerra Mundial
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