Es treinta y uno de octubre
en un tren que me aleja de Málaga. Atrás han quedado las huertas del Valle del
Guadalhorce, los pueblos blancos sobre las lomas suaves, rodeados de frutales, también los olivares, que se alinean
interminables sobre las colinas cordobesas y las dehesas de encinares antiguos
entre los que el ganado campa tranquilo. La noche se borra difusa en la
ventana, avanza deprisa como el vagón cafetería que empieza a dejar ya muy atrás
la ciudad de mi infancia, a la que no sé cuánto tiempo tardaré en volver. Esta
vez mis padres viajan conmigo, se mudan, se marchan para siempre a unos
paisajes menos cálidos y lejos queda la cuna donde estuvo mi origen, vacía sin
casa, sin cama propia a la que regresar.
En el vaivén del vagón
bailan los recuerdos. Hace dos días no pude evitarlo. Al caminar por las calles
de mi infancia, el corazón me atracó armado de una nostalgia pegajosa, de una
emoción, ahogada por décadas de distancia, que apenas necesitó un segundo,
girar una esquina, para volver del pasado como si nunca se hubiera ido. Allí seguía,
diferente, la diminuta calle Dos Hermanas, rota por la mitad desde que
derribaron mi casa. Han construido un pequeño parque infantil de columpios
modernos en el lugar del viejo descampado, el que entonces me parecía enorme y
ahora compruebo que, también en esto, nos engañó la niñez con sus dimensiones
tramposas y sus sueños incompletos, que se quedaron a medias. Y de repente lo
veo, al niño callado que escogieron el último porque era el más tímido, el más
chico, el mismo que, por esos azares tan extraños que a veces tiene la vida,
acertó a meter el pie, de forma fortuita, entre un bosque de piernas. Y veo
aquella pelota, creo que roja, entrando entre dos pequeñas montículos,
construidos a base de piedras y jerséis, que delimitaban una portería
imaginaria. Aquel fue el primer gol de mi vida, en un solar triste en el que
esa tarde, posiblemente de finales de verano, los coches decidieron no aparcar
y dejarnos un terreno para nuestros juegos.
Cerca, la calle Huerto
Monjas es hoy una sucesión de casas derribadas. El convento de las carmelitas
sigue en pie. Lo habitan trece ancianas, que esta mañana salieron a medias de
la clausura para despedirse de mi madre a través de una reja. Allí estaban
todas felices oyendo los poemas que María aprendió en un convento de la
provincia de Jaén donde tomó los hábitos en su juuventud, donde la internaron
de niña mientras mi abuela María malvivía en una cárcel franquista.
Apenas a un centenar de pasos, el cruce del
Molinillo está vacío en la tarde del domingo. Entonces los puestos ambulantes
extendían por las callejuelas cercanas la fruta, la verdura, las telas, los
huevos. Allí, un día, ahora la imagino de invierno, vi por primera vez a un
hombre vestido y sobre todo peinado de mujer. Vendía cupones para una rifa de
sábanas y saludó a mi abuela María con ese afecto de los que se conocen de
antiguo. Ella luego no supo explicarme, a mis quizás cinco años, las razones de
ese travestismo. El Mercado de Salamanca hace tiempo que malvive, al igual que
el resto del barrio, indiferente a la apatía de décadas de menosprecio por
parte de sucesivos consistorios municipales para los que la zona debe ser
invisible, pese a estar a cinco minutos caminando del centro. Abandonado por
todos, dormita en un sueño que parece una pesadilla. Ya nadie recuerda que sus
arcos neo árabes simularon un zoco argelino en una película -Mando perdido- que
interpretaron Claudia Cardinale y Anthony Quinn poco antes de que yo naciera. Cuando
era niño aún se recordaba el rodaje con la Cardinale que, según decían, llegó radiante
en un coche enorme y negro.
Al principio de la calle Ollerías cerraron
los bares, la zapatería de la esquina, la tienda de ultramarinos –aunque por
aquel entonces los productos que vendían ya no llegaban del otro lado del mar-,
la droguería, donde los dependientes vestían una bata azul, y hasta una tienda
de juguetes de la que ahora ya comienzo a tener dudas sobre su existencia real.
Sólo queda la panadería en la que siempre hacía cola, mientras me distraía
mirando los dulces del mostrador -la palabra pastel aún no existía en mi
vocabulario infantil-. Tampoco la tienda de los chinos, con su mercancía tan
barata como inútil, que ocupa el espacio donde antiguamente había tres tiendas.
Algunas casas han ido cayendo, han dado paso
a descampados llenos de escombros donde crece la basura y los ailantos, esos
arbustos que aprovechan el menor hueco para invadirlo de tristeza. Los vecinos
han ido marchando, envejeciendo, las familias de trabajadores modestos, de
obreros humildes ya no viven allí. Sólo quedan las viudas ancianas que no
pudieron o no quisieron marcharse y esa chusma gritona, ociosa, que nunca
trabaja y desparrama hoy su mala educación por el barrio.
Sigo caminando hasta la esquina con la calle
Alderete. Allí estaba la cafetería Maripepe, siempre llena de tenderos, de
repartidores, de vecinas que compartían la tostada, la alegría y el café con
leche. Al pasar por aquella puerta, mis ojos miraban con envidia a los que
desayunaban entre risas y palabras que sonaban desde lejos. A mí aquellas
tostadas con mantequilla me parecían más deliciosas que el pobre bocadillo que
me daban en mi casa simplemente porque era un espacio prohibido, donde nunca
había entrado. En aquellos tiempos de estrecheces, para nosotros era casi
imposible desayunar en un bar. La esquina del Maripepe ya no existe, el bar
tampoco. Ampliaron la calle estrecha y desparecieron las tostadas. A unos
cincuenta metros sobrevive “Los leones chicos”, su competencia, que siempre fue
menos más popular. Decían que era más caro. Los grandes ventanales sobreviven ahora
disfrazados de pequeñas ventanas, a través de las que se ve un camarero que
mira con aburrimiento a un par de clientes.
La churrería de Gregorio cerró hace décadas.
El edificio tapiado espera las fauces de las excavadoras. En el suelo frío de
aquel portal le dejaban dormir por las noches a una viuda de la guerra. Se
llamaba Dolores y era mi abuela. A mi padre le llamaban “Pepe aguas” porque el
único oficio que les quedó fue ponerse en la entrada del Cine Duque con un par
de botijos y unos cartones de tabaco y vivir de las propinas escasas y la mucha
hambre que aquellas mercancías tan sencillas les dejaban. La que han restaurado
es la Capilla de La Piedad, la que sacaba mi tío Fali en la procesión del
Viernes Santo.
El tren atraviesa las anchas autopistas que
se acercan a Madrid cuando me viene a la mente la Cuesta de Capuchinos. Lo
niños la bajaban con aquellos vehículos que construían con tres cojinetes y
cuatro tablas. En aquella época la pendiente me parecía enorme, se precipitaba
desde la iglesia de la Virgen de la Pastora, la que procesionaban en Mayo. En
lo alto de la cuesta se acababa el territorio de mi niñez, que se reducía
apenas a una docena de calles y a un par de plazas donde transcurría todo en la
vida. Antes de llegar a la cuesta se encontraba la fábrica de conservas de
pescado, en la que había trabajado mi abuela Dolores, ya en los sesenta, y el
portal mugriento, en el que se cambiaban tebeos viejos y novelas de oeste
llenas de polvo, las que escribían en Barcelona antiguos escritores
republicanos represaliados a los que el franquismo trató de negarles un futuro.
Me llevaba mi abuelo a escondidas porque a mi madre no le gustaba aquella
trapería que, según ella, estaba llena de chinches.
Esta vez no quise pasear por la antigua calle
Cauce “el Cau”, que ya ni siquiera conserva el nombre, ahora la llaman Juan de
la Encina. Allí se encontraba la corrala donde mis padres primero fueron
vecinos y luego novios. Esos conjuntos laberínticos de viviendas se agrupaban
en torno a un patio lleno de sábanas colgadas a secar y un lavabo comunitario,
que consistía en un agujero en el suelo que tapaba una puerta de madera. Cada
hogar se componía de una o dos habitaciones sin cocina, en las que se apilaban
familias numerosas. Hoy forman parte de un pasado muy remoto, como el grumo de
las natillas que se pegaban a la olla de mi abuela y otros lugares que se
perdieron en una esquina olvidada de mi infancia.
El primer parvulario, que estaba en la bajada
de la calle Dos Aceras, del que guardo el que creo es mi primer recuerdo: la
riña de la “seño” por no saberme limpiar bien el culo y aquellas dos mellizas,
muy cabezonas, que me miraban mientras reían y cuyas caras creí ver muchos años
más tarde en los rostros de algunos de los enanos pintados en las Meninas.
Mi primera escuela fue la de San Pedro y San
Rafael. Ahora sé que también en ella estudió Picasso. Se levantaba en la Plaza
San Francisco. Aún queda la fuente de Pomona, la diosa romana de la fruta, esculpida
en mármol de Carrara. Sobre el solar en el que se levantaba la escuela construyeron
lo único que parece importarle al actual Ayuntamiento. En la Málaga que se cae
a trozos florecen, al calor de los consistorios conservadores, las casas de
hermandad, esos edificios postizos, horribles, con campanarios simulados y
portones gigantescos, donde hoy se construyen los pasos que posesionan en
Semana Santa. A mí me gustaban más aquellos entoldados, levantados al aire
libre, junto a las tapias de las iglesias, que dejaban infinidad de rendijas a
través de las cuales, al llegar la primavera se podía ver el avance la
construcción de los tronos.
Muchos de los edificios que recuerdo ya no
existen. Tampoco mi casa. Era pequeña, pero tenía dos pisos y una escalera que
a mí me parecía inmensa en aquella época. Arriba, un pasillo oscuro llevaba a
las dos únicas habitaciones. El suelo alineaba azulejos blancos y negros, como
un damero sin fichas. A mitad del pasillo, justo a la altura de la puerta de mi
habitación había uno roto que bailaba. Yo siempre evitaba pisarlo para no
escuchar el ruido seco que tanto miedo me daba, un miedo injustificable que
duró mucho tiempo desde que pasó lo de aquella mañana.
Era invierno, hacía frío y llovía. Bajo el
calor de las mantas se oía el sonido de la lluvia golpeando los postigos
cerrados. Mi padre entonces trabajaba y se marchaba muy temprano. Un poco más
tarde lo hacía mi madre, que madrugaba los días alternos para fregar en una
funeraria. Esos días yo me quedaba solo y cada noche, en las oraciones que
entonces rezaba, pedía despertarme tarde, cuando mi madre ya hubiera llegado,
justo a tiempo para ayudarme a vestirme y darme el desayuno antes de ir al
colegio. Aquella madrugada oí pasos caminando por el pasillo. Al principio
pensé que sólo eran imaginaciones mías, pero cuando un pie pisó el azulejo roto,
un estruendo de pánico rompió el silencio y yo me escondí, todo lo que pude,
bajo las mantas. Unos días más tarde mi madre me contó que, por un motivo que
ya no recuerdo, no pudo trabajar ese día y regresó antes. A pesar de saberlo,
siempre le tuve miedo a aquel sonido, ese miedo inexplicable que sólo existe en
los recuerdos infantiles, esos que me asaltan muy de tarde en tarde y que, como
ahora, me inundan el corazón de nostalgia por un territorio que ya no existe,
una geografía, pobre pero honrada, que sólo pervive en mi memoria.
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no creí me sentiria con tanta nostalgia al leer tu articulo, yo naci y me crie en el "cau", hasta los
ResponderEliminar20 años aproximadamente, mi familia nacieron y vivieron
alli tambien, por casualidad, buscando alguna nota del
colegio donde curse mis estudios hasta los 11 años ya
que por falta de recursos empece a trabajar a los 13 años.
me he encontrado con tu pagina.este colegio era un colegio
"particular" asi recuerdo como se llamaba en aquella epoca los colegios privados.
estaba a mitad de la calle alderete, y la propietaria
la srta. carmen
yo estudie alli, ya que mi tia era la chica que trabajaba en la casa, era un piso con dos habitaciones habilitadas para dar clases, asi me he encontrado
con tu pagina.
no se si en la epoca que comentas ese hombre al que te
refieres vestido de mujer, ha sido y es un personaje
de tv y alguna que otra pelicula, me confirma mi mujer
que se dedicaba a este tipo de rifas,no te comento quien es por salvaguardar su intimidad.
un saludo y gracias por hacerme recordar algunos momentos buenos y tambien muy malos de mi vida.
Anónimo: Mis padres eran vecinos de la calle Cauce nº 43. Allí se conocieron y vivieron muchos años con mis abuelas. El hombre travestido, si vive,debe tener casi noventa años. Recuerdo que era vecino del barrio y era conocido por casi todos, que aceptaban, en su mayoría, sin problemas su condición sexual. Yo escribí el artículo con mucho cariño por aquella época, me alegro de que también te haya transmitido nostalgia.
ResponderEliminarbuenas tardes jose maria:
Eliminarpues no era ese señor al que yo me referia, lo siento, ahora no recuerdo de quién se pudiera tratar,
yo viví en el núm. 27, era casi en el centro de la calle, donde pusieron la primera cabina y unica créo, de telefono.yo nací en el año 52, y te comento alguna anécdota, por ejemplo la primera vez que visite
un cuarto de baño para pegarme una ducha.fué en la subida hacia capuchinos, un pequeño hostal que mediante una cantidad pequeña, por supuesto, te dejaban duchar. acostumbrado a ese barreño de cinz y
agua caliente en una olla para luego poder echarte el agua con una regadera.ese dia fui muy feliz, sin pensar en lo pobre que eramos.tambien recuerdo muy cerca de donde tu vivias, una peluqueria, llamada ciriaco, era el nombre de su propietario, un personaje.muchas gracias por tu publicacion.y hasta otra si tu quieres.
La historia de tu primer baño me parece preciosa. Demuestra que, a pesar de los años pasados, no has olvidado aquel pequeño detalle. Mis padres cuentan otras parecidas de un tiempo que ahora nos parece remoto y que nos recuerdan la pobreza de esos años. Yo recuerdo de niño las "casas de vecinos" de la calle Cauce, cuando iba a visitar a mi abuela Dolores. En muchos casos la vivienda la formaba una sola habitación o dos como mucho, donde a veces se apretaban varios de familia. Recuerdo el olor de la colada cuando tendían las sábanas en el patio común, colgadas de una simple cuerda. Un abrazo.
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