Nunca había estado tanto tiempo sin publicar en mi blog. No hay mejor día para romper el silencio. Lo hago con una escena de mi novela. Sucedió justo hace 85 años... el sueño de un país que no dejaron que existiera. Hoy más que nunca mi corazón es republicano y trato de verlo a través de los ojos de mi abuela. En su honor, en el de mi tía que nació -un día como hoy- en una cárcel franquista, cuando ese sueño ya se había convertido en pesadilla, en el recuerdo de tantos hombres y mujeres que un 14 abril se arrojaron a la calle con el corazón lleno de esperanza...
Como cada tarde, la suavidad del pasamano le trasladó la primera sensación de paz después de la jornada de trabajo. Tras varios meses sirviendo en la casa, María se había acostumbrado al tacto delicado de la madera, fruncida por el tiempo y el paso de miles de manos, los cientos de visitas que habrían recibido los señores, las carreras de los niños que llegaban tarde al colegio. La baranda se tornaba más áspera en los últimos pisos, cuando subía a tender la colada y los peldaños se volvían más estrechos y empinados y el balde de la ropa mojada pesaba como un muerto, pero el descenso desde el principal hasta la calle solía significar el inicio de un agradable paseo hasta el tranvía, la promesa del tranquilo paisaje de la vega en las ventanas, la sonrisa cansada de su padre al regresar del campo.
Como cada tarde, la suavidad del pasamano le trasladó la primera sensación de paz después de la jornada de trabajo. Tras varios meses sirviendo en la casa, María se había acostumbrado al tacto delicado de la madera, fruncida por el tiempo y el paso de miles de manos, los cientos de visitas que habrían recibido los señores, las carreras de los niños que llegaban tarde al colegio. La baranda se tornaba más áspera en los últimos pisos, cuando subía a tender la colada y los peldaños se volvían más estrechos y empinados y el balde de la ropa mojada pesaba como un muerto, pero el descenso desde el principal hasta la calle solía significar el inicio de un agradable paseo hasta el tranvía, la promesa del tranquilo paisaje de la vega en las ventanas, la sonrisa cansada de su padre al regresar del campo.
Ese día, en
cambio, tras echar las horas pertinentes más la habitual propina añadida por
las peticiones de última hora de doña Águeda, tenía prisa por regresar a Uriana.
Su madre andaría preocupada. Se cambió de ropa con rapidez. La camisola blanca
quedó en la percha, con el cuello lobulado por encima del vestido negro que
imponía la austeridad del servicio. Antes de cerrar la puerta del minúsculo
armario lo vio colgando como un apéndice al que no acababa de acostumbrarse. La
cara de la señora se había mostrado más seria que de costumbre, encerraba una
inquietud parecida a la que pudo ver en la mirada de Antonia cuando, como cada
mañana, fue a despedirse de ella con un beso y la asaltó con una petición
extraña: “¡Ojalá hoy pudieras quedarte en casa!”. Su pobre madre estaba
inquieta por el runrún que sacudía la calle con una posible victoria
republicana, pero, a diferencia de la señora, cuya intranquilidad se ceñía a
los cauces materiales que su marido, un comerciante venido a más, conseguía con
la política, Antonia tan sólo suspiraba porque nada les ocurriera a sus hijos.
El domingo de
resurrección había quedado atrás, el martes ya no guardaba los signos de la lluvia,
pero la euforia contenida, que se fue haciendo más evidente con el paso de las
horas, podía verse en los rostros que María se cruzó de camino al trabajo. Los
rumores corrían de boca en boca, susurraban que el rey se planteaba abdicar
tras los resultados de las elecciones municipales. En su familia, sólo su
hermano mayor desafió al aguacero y acudió a votar. Su padre se quedó en casa:
“No va a servir de nada. Siempre mandarán los mismos”. El entrañable gañán solo
creía en el sol que cada mañana salía por el horizonte para calentar la
simiente de la tierra, pero ella, que tampoco estaba demasiado enterada de
política, compartía con su hermano la esperanza de que las cosas pudieran
cambiar, que las vidas fueran menos miserables, aunque la opinión de las
mujeres no contara porque las votaciones, como otros muchos asuntos, eran sólo
cosa de hombres.
Todos esos
pensamientos, que se habían borrado de su cabeza con el trajín de la faena,
regresaron en un momento. Al bajar los escalones fregados por la mañana, se
sorprendió de la penumbra húmeda, de la blanca frialdad del mármol, de la
atmósfera oscura, tan infrecuente, iluminada tan sólo por el ojo de cristal que
se alzaba desde el techo para arrojar su luz sobre el hueco de la escalera. Cuando
llegó al primer descansillo desde donde se divisaba la entrada comprendió la
causa: el gran portón de madera por el que debía colarse a raudales la claridad
de la tarde de primavera estaba cerrado a cal y canto.
Afuera se sentía
un inmenso jolgorio que ni siquiera de los goznes de la puerta, que chirriaron
como grillos, pudo aplacar. Una multitud entusiasta la rodeó nada más salir. En
todas las caras se iluminaban sonrisas. Algunos cantaban, otros se fundían en
abrazos muy efusivos, todos se contagiaban de una felicidad desbordada de la
que era imposible escapar. La marea humana, que fluía hacia la Plaza del Carmen,
la engulló sin remedio. Unas muchachas se habían prendido lazos rojos en las
blusas, confraternizaban entre saltos de alegría con hombres que portaban banderas
tricolores. Los vítores llegaron a apagar el eco del tañido de las campanas que
se sumaban a la fiesta. Los gritos, las canciones, los comentarios de la gente
se confundían en el aire. Aunque no habían salido aún los resultados de las
elecciones en más de cuarenta pueblos de la provincia, ya poco importaba. Todos
sabían que en los pueblos de la vega siempre ganaban los monárquicos, pero en
Granada, como en todas las capitales del país, la victoria de los republicanos
era incontestable. Lo que por la mañana sólo era un rumor ya se había hecho
realidad: el rey había abdicado. Todos vitoreaban a la República y entonaban
coplillas picantes en las que Alfonso XIII no quedaba muy bien parado.
Sin poder darse
cuenta, mientras fregaba los suelos, planchaba la ropa o subía a tenderla, el
país había cambiado en apenas unas horas. Los acontecimientos se resumían en la
hoja pisada del periódico de la tarde que hablaba de la extraordinaria pujanza
con la que el pueblo español había manifestado su voluntad republicana, de la
reunión del gobierno durante más de cuatro horas para deliberar sobre el
resultado de las elecciones, de la invasión de la plaza de Oriente en Madrid
por parte de la muchedumbre, de la desbandada de los servidores de la monarquía,
del silencio del Jefe del Gobierno que se negó a hacer declaraciones a su
entrada en palacio, de las manifestaciones de entusiasmo que habían comenzado
en varias capitales de provincia, de la proclamación de la República en la
ciudad de Vigo, del nombramiento de Niceto Alcalá Zamora como jefe del gobierno
provisional, de la intención del rey de marchar a Inglaterra, del compromiso
del gobierno con el Conde Romanones para garantizar la seguridad de la familia
real, pero, por encima de todo, podía leer bajo las enormes letras negras de El
Defensor de Granada el titular: “En casi
todas las poblaciones de España se ha proclamado hoy la República. El Gobierno
provisional de la república ya está actuando y a las cinco de la tarde el rey
firmará el acta de abdicación.”
Hay vidas enteras
que pasan en un suspiro, recuerdos que se olvidan al girar una esquina y se
pierden a lo lejos para no regresar nunca. Los años se difuminan en la tela
rota y oscura del tiempo que esconde a su capricho lo que le viene en gana, los
detalles pequeños que pasan sin dejar constancia, las sensaciones tantas veces
repetidas hasta convertirse en una rutina que se apaga como una vela se queda
sin sebo. Hay imágenes que se fragmentan como un espejo roto y, destrozadas en
mil pedazos, dejan de existir porque las borran las que vienen después, porque
las tapan el dolor, la felicidad o simplemente el olvido, pero hay otras, en
cambio, que se graban en la memoria y ya nunca se pueden borrar, las que son
recordadas muchos años más tarde con la precisión de lo que acaba de suceder,
de lo que está ocurriendo todavía. Hay un pasado remoto que siempre ocurre en
el presente. El presente de aquella tarde de abril en la que María no supo lo
que estaba pasando porque pasaban demasiadas cosas, porque, sin ni siquiera
saberlo, ya nada volvería ser igual. Más allá de que mandara un rey o una
república, la alegría en los cientos de caras, la ilusión que se reflejaba en
los miles de ojos era algo imposible de olvidar.
Al pasar junto al Coliseo
Olympia vio una bandera roja que ondeaba en la puerta. El trapo bailaba sobre
las letras del cartel: La canción del día, el clamoroso éxito de Muñoz Seca se
anunciaba en tres sesiones junto a una película de dibujos animados de la
Paramount, aunque esa tarde nadie iría a la representación porque todos tenían
la fe en un mundo nuevo. El gentío
comenzó a ovacionar a un grupo de guardias urbanos que se habían colocado
brazaletes tricolores sobre las mangas.
Cuando María llegó
a la plaza, la encontró abarrotada por un enjambre que se había congregado
frente al Ayuntamiento. Varios guardias civiles retenían las riendas de sus
caballos. Los ojos de los jinetes estaban tan expectantes como los de los
animales, a la espera de los acontecimientos que estaban por venir. El oficial
al mando trataba de transmitir calma con todos sus gestos y acabó por subir al
balcón del consistorio para dirigirse al pueblo y tranquilizarle con sus
palabras. Pero la calma no duró demasiado: el tiempo que tardó en hacer su
entrada una sección de caballería. Los soldados desenvainaron los sables e
iniciaron una carga entre un revuelo de carreras, pero les frenó el griterío
primero y luego las indicaciones de un teniente coronel de infantería que se
acercó para ordenarles la retirada. De seguida, la muchedumbre jubilosa se
abalanzó sobre él y lo subieron a hombros entre ovaciones. El pueblo no estaba
acostumbrado a que las autoridades se pusieran de su parte y, como ya iba
siendo hora de celebrarlo, empezaron a gritar vivas al nuevo y rebautizado
Ejército Republicano.
Unos minutos más
tarde se fue abriendo, como si de una cremallera de tratase, un hueco entre los
presentes por el que comenzaron a desfilar los ediles recién elegidos. Avanzaron
entre apretones de manos y saludos hacia el Ayuntamiento. Las puertas del
edificio volvieron a cerrarse tras ellos, pero no tardaron mucho en aparecer de
nuevo por el balcón central que se abría en el primer piso. Lo hicieron con una
enorme bandera republicana. La tela de colores ondeó al viento como una promesa
de libertad. Tras pedir calma, uno de ellos comenzó su discurso. Decía que,
como representes de la naciente República, tenían el mandato del gobierno provisional para tomar las
instituciones y garantizar la seguridad. Luego explicó que se iban a dirigir en
comisión a entrevistarse con las
autoridades civiles y militares del régimen que se estaba derrumbando para
hacerse cargo del orden en toda la provincia y, entre el sonido de los cohetes
y campanas, proclamaron la República. En ese momento el entusiasmo era ya
indescriptible y la plaza un hervidero de aplausos. Rodeada por una marea de
desconocidos, María lo presenciaba todo como en un sueño lento, con esa
felicidad extraña que se contagia de forma imparable.
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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