A finales de diciembre de
2010 escribí un relato breve que titulé Los años veloces. Se lo mandé a mis
amigos, a modo de felicitación, con mis mejores deseos para el nuevo año. En él
jugaba con una idea: en los momentos alegres el tiempo corre y se eterniza en
las épocas duras. Por ello, les deseaba
un año veloz. En 2012, un escritor del que nada había leído hasta entonces,
Fernando Aramburu, publicó una novela que, bajo el título de Años lentos,
retrataba la grisura de los últimos coletazos del franquismo en Euskadi.
Cuando esa primavera, por la
Diada de Sant Jordi, mi mujer me pidió una lista de libros que me gustaría recibir
como regalo, lo incluí junto con Las hormigas ciegas, de otro novelista vasco:
Ramiro Pinilla. Ambos aparecían entre las recomendaciones de narrativa en
castellano que publicaron varios periódicos en su suplemento literario especial
para el día de las rosas y los libros. Pero, a pesar de ello, y de que le
dieran varios premios -Libro del Año según los libreros y Premio Tusquets- resultó
una misión imposible encontrarlo en los tenderetes callejeros que pusieron
en el pueblo junto al que vivimos. “No
son libros para regalar en Sant Jordi” le llegaron a decir. Para los presuntos
libreros sólo merecían esa etiqueta los ejemplares de ex políticos, músicos
retirados, periodistas y presentadores de televisión que, disfrazados de
novelistas, habían escrito obras, cuyo único mérito son sus ideales siempre
serviles al nacionalismo del gobierno y de su principal oposición que
curiosamente, nunca se opone. Con esos gustos literarios no me extrañó que la
única librería que quedaba en el pueblo acabara cerrando.
Dos años más tarde, encontré
la edición de bolsillo de Años lentos en los estantes de otra librería,
precisamente pocas semanas después de otra Diada de Sant Jordi. La etiqueta que
marcaba la contraportada señalaba el precio: ¡menos de ocho euros!, ¡y aún hay
incultos que dicen que los libros son caros! Y decidí que ya era hora de
eliminarlo de mi lista de lecturas pendientes.
Lo primero que sorprende en
esta novela es la estructura formal, las dos voces, completamente diferentes,
que narran la historia. Por un lado, la
conocemos a través del recuerdo de un niño que tenía ocho años cuando sucedió y
se la traslada al escritor que, convertido también en personaje, está dispuesto
a escribirla y, por otro lado, a través de las presuntas notas preparatorias
del propio escritor.
La primera voz encierra la
ingenuidad de la infancia, que olvida algunos momentos o sólo llega a
entenderlos muchos años más tarde. Cargada de oralidad, tiene la ventaja de
trasmitirnos los sucesos desde la mirada directa de un testigo, una mirada creíble,
que resulta próxima. En la notas del escritor nos aporta, de forma original,
otros detalles, apenas esquemas de ideas, carentes en apariencia de estilo, con
las que se ahorra desarrollar formas mas literarias más complejas y que, de
paso, nos transmiten la propia complejidad a la que se enfrenta a la hora de
contar –todo el que se enfrente a la escritura de una novela puede sentirse
identificado en los problemas que describe-.
No me suelen gustar los
experimentos formales. Entre otras cosas porque buena parte de los novelistas
del último tercio del pasado siglo rertorcieron sus textos bajo formas muy
innovadoras, experimentos literarios que, aunque en aquel momento gozaron del
favor de la crítica más moderna y de los lectores mas esnobistas, hoy pueden
parecer artefactos complejos que no logran rozar la emoción del que los lee. A mí lo que me gusta es que me cuenten
historias que me atrapen, con una voz que me hipnotice y me invite a seguir. Y
debo que reconocer que, pese a mis reticencias formales, la doble voz de Años
lentos está pensada para hipnotizarnos.
La historia es sencilla: un
niño navarro de ocho años, al que su madre no puede mantener por culpa de la
pobreza familiar, marcha a vivir con su tía a un barrio obrero de San Sebastián
y allí nos presenta a unos cuantos de esos personajes realistas que, ante todo,
resultan creíbles. La tía, una matriarca de fuerte carácter y religiosidad que
debe bregar con los adversidades de todos; el tío, un hombre fuerte y a la vez
cobarde, huraño y también sensible frente a los problemas de su hijo y de su
nieta, un perdedor que gasta sus días entre la fábrica y el bar; la prima, una
ingenua que sufre por su furor uterino; y, sobre todo, el primo, un inculto
adoctrinado en las mentiras del nacionalismo más feroz que acaba entre dos
fuegos igual de dañinos. De entre ese conjunto de miradas ambiguas, llenas de
contradicciones que huyen del maniqueísmo, sobresale la del cura: un hombre
profundamente antipático, en el que su integrismo ultranacionalista sólo está a
la altura del religioso y que se convierte en el dueño de las almas y las ideas
de la mayoría de los vecinos del barrio.
“Yo, señor Aramburu, por las razones que usted
conoce, siendo niño pasé nueve años…” comienza la historia y, ya de entrada, se nos ocultan esas razones, de
la misma forma que no sabremos muchos detalles que serán silenciados, dejados
al albedrío de la imaginación del lector, conocidos a través del contexto, como
si el autor buscara la complicidad del que lo lee y le susurrara pequeños
detalles al oído, detalles que deben permanecer escondidos en el entorno
familiar porque hay confesiones que la sociedad cruel nunca podrá entender.
“Me gustaría pedirle perdón, pero no vive [
] y
ya sólo por dicho motivo debería escribir la novela”. La última frase del libro es toda una
declaración de intenciones, un intento de perdonar la culpa de un hombre que
sufre por la persecución política de su hijo. Una violencia que viene primero a
manos de los esbirros de la dictadura franquista y luego del entorno social de los
que había sido sus antiguos compañeros en una organización terrorista que
comenzaba sus primeros años de lucha armada.
Me gustan las historias de las personas humildes que tratan de
sobrevivir, como pueden y de la mejor forma que logran aprender, a la cruda
realidad del entorno que les rodea. En esas situaciones siempre abundan los
manipuladores que desde la sombra tratan de imponer sus ideas. No me gustan las
historias de las gloriosas multitudes que tratan de imponer su falsa unanimidad
en las calles, sino las de las personas individuales que sufren sus dudas y sus
contradicciones en el interior de sus casas. Años lentos están llenos de
personajes maravillosos que sobreviven en ese entorno. Es, por ello, una
lectura muy recomendable, ahora que el tiempo, gracias a los políticos
mediocres, a sus periodistas cómplices y a los gurús mentirosos de la economía,
pasa tan despacio.
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Hola José María. Magnífica reseña. Me ha ocurrido igual que a tí. LLevo años esperando la oportunidad de encontrarme con algún libro de Aramburu porque presiento que va a ser de mi cuerda. Yo también disfruto con las historias bien contadas y he echado pestes de esos experimentos con gaseosa que nunca han resultado con la literatura, bajo mi punto de vista.
ResponderEliminarUna historia con la que estoy fascinado estos días es con la última de Leonardo Padura: Herejes. Muyyyy buena.
Un saludo.
Por cierto, a ver si con más calma me doy un paseo tranquilo por tu blog: Koestler, Salgari, Sender, Zweig, Pevese, Chirbes, Martinez de Pisón...tenemos bastantes afinidades literarias...
EliminarTe agradezco la recomendación. No he leído nada de Padura, pero lo tengo pendiente. Hace unos años escribió El hombre que amaba a los perros, donde creo que narraba la vejez de Ramón Mercader, el asesino de Trostky
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