31 mayo, 2014

Años lentos

A finales de diciembre de 2010 escribí un relato breve que titulé Los años veloces. Se lo mandé a mis amigos, a modo de felicitación, con mis mejores deseos para el nuevo año. En él jugaba con una idea: en los momentos alegres el tiempo corre y se eterniza en las épocas duras. Por ello,  les deseaba un año veloz. En 2012, un escritor del que nada había leído hasta entonces, Fernando Aramburu, publicó una novela que, bajo el título de Años lentos, retrataba la grisura de los últimos coletazos del franquismo en Euskadi.

Cuando esa primavera, por la Diada de Sant Jordi, mi mujer me pidió una lista de libros que me gustaría recibir como regalo, lo incluí junto con Las hormigas ciegas, de otro novelista vasco: Ramiro Pinilla. Ambos aparecían entre las recomendaciones de narrativa en castellano que publicaron varios periódicos en su suplemento literario especial para el día de las rosas y los libros. Pero, a pesar de ello, y de que le dieran varios premios -Libro del Año según los libreros y Premio Tusquets- resultó una misión imposible encontrarlo en los tenderetes callejeros que pusieron en  el pueblo junto al que vivimos. “No son libros para regalar en Sant Jordi” le llegaron a decir. Para los presuntos libreros sólo merecían esa etiqueta los ejemplares de ex políticos, músicos retirados, periodistas y presentadores de televisión que, disfrazados de novelistas, habían escrito obras, cuyo único mérito son sus ideales siempre serviles al nacionalismo del gobierno y de su principal oposición que curiosamente, nunca se opone. Con esos gustos literarios no me extrañó que la única librería que quedaba en el pueblo acabara cerrando.

Dos años más tarde, encontré la edición de bolsillo de Años lentos en los estantes de otra librería, precisamente pocas semanas después de otra Diada de Sant Jordi. La etiqueta que marcaba la contraportada señalaba el precio: ¡menos de ocho euros!, ¡y aún hay incultos que dicen que los libros son caros! Y decidí que ya era hora de eliminarlo de mi lista de lecturas pendientes.



Lo primero que sorprende en esta novela es la estructura formal, las dos voces, completamente diferentes, que  narran la historia. Por un lado, la conocemos a través del recuerdo de un niño que tenía ocho años cuando sucedió y se la traslada al escritor que, convertido también en personaje, está dispuesto a escribirla y, por otro lado, a través de las presuntas notas preparatorias del propio escritor.

La primera voz encierra la ingenuidad de la infancia, que olvida algunos momentos o sólo llega a entenderlos muchos años más tarde. Cargada de oralidad, tiene la ventaja de trasmitirnos los sucesos desde la mirada directa de un testigo, una mirada creíble, que resulta próxima. En la notas del escritor nos aporta, de forma original, otros detalles, apenas esquemas de ideas, carentes en apariencia de estilo, con las que se ahorra desarrollar formas mas literarias más complejas y que, de paso, nos transmiten la propia complejidad a la que se enfrenta a la hora de contar –todo el que se enfrente a la escritura de una novela puede sentirse identificado en los problemas que describe-.

No me suelen gustar los experimentos formales. Entre otras cosas porque buena parte de los novelistas del último tercio del pasado siglo rertorcieron sus textos bajo formas muy innovadoras, experimentos literarios que, aunque en aquel momento gozaron del favor de la crítica más moderna y de los lectores mas esnobistas, hoy pueden parecer artefactos complejos que no logran rozar la emoción del que los lee.  A mí lo que me gusta es que me cuenten historias que me atrapen, con una voz que me hipnotice y me invite a seguir. Y debo que reconocer que, pese a mis reticencias formales, la doble voz de Años lentos está pensada para hipnotizarnos.

La historia es sencilla: un niño navarro de ocho años, al que su madre no puede mantener por culpa de la pobreza familiar, marcha a vivir con su tía a un barrio obrero de San Sebastián y allí nos presenta a unos cuantos de esos personajes realistas que, ante todo, resultan creíbles. La tía, una matriarca de fuerte carácter y religiosidad que debe bregar con los adversidades de todos; el tío, un hombre fuerte y a la vez cobarde, huraño y también sensible frente a los problemas de su hijo y de su nieta, un perdedor que gasta sus días entre la fábrica y el bar; la prima, una ingenua que sufre por su furor uterino; y, sobre todo, el primo, un inculto adoctrinado en las mentiras del nacionalismo más feroz que acaba entre dos fuegos igual de dañinos. De entre ese conjunto de miradas ambiguas, llenas de contradicciones que huyen del maniqueísmo, sobresale la del cura: un hombre profundamente antipático, en el que su integrismo ultranacionalista sólo está a la altura del religioso y que se convierte en el dueño de las almas y las ideas de la mayoría de los vecinos del barrio.

“Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años…” comienza la historia y, ya de entrada, se nos ocultan esas razones, de la misma forma que no sabremos muchos detalles que serán silenciados, dejados al albedrío de la imaginación del lector, conocidos a través del contexto, como si el autor buscara la complicidad del que lo lee y le susurrara pequeños detalles al oído, detalles que deben permanecer escondidos en el entorno familiar porque hay confesiones que la sociedad cruel nunca podrá entender.

“Me gustaría pedirle perdón, pero no vive […] y ya sólo por dicho motivo debería escribir la novela”. La última frase del libro es toda una declaración de intenciones, un intento de perdonar la culpa de un hombre que sufre por la persecución política de su hijo. Una violencia que viene primero a manos de los esbirros de la dictadura franquista y luego del entorno social de los que había sido sus antiguos compañeros en una organización terrorista que comenzaba sus primeros años de lucha armada.


Me gustan las historias de las personas humildes que tratan de sobrevivir, como pueden y de la mejor forma que logran aprender, a la cruda realidad del entorno que les rodea. En esas situaciones siempre abundan los manipuladores que desde la sombra tratan de imponer sus ideas. No me gustan las historias de las gloriosas multitudes que tratan de imponer su falsa unanimidad en las calles, sino las de las personas individuales que sufren sus dudas y sus contradicciones en el interior de sus casas. Años lentos están llenos de personajes maravillosos que sobreviven en ese entorno. Es, por ello, una lectura muy recomendable, ahora que el tiempo, gracias a los políticos mediocres, a sus periodistas cómplices y a los gurús mentirosos de la economía, pasa tan despacio.

3 comentarios:

  1. Hola José María. Magnífica reseña. Me ha ocurrido igual que a tí. LLevo años esperando la oportunidad de encontrarme con algún libro de Aramburu porque presiento que va a ser de mi cuerda. Yo también disfruto con las historias bien contadas y he echado pestes de esos experimentos con gaseosa que nunca han resultado con la literatura, bajo mi punto de vista.
    Una historia con la que estoy fascinado estos días es con la última de Leonardo Padura: Herejes. Muyyyy buena.
    Un saludo.

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    1. Por cierto, a ver si con más calma me doy un paseo tranquilo por tu blog: Koestler, Salgari, Sender, Zweig, Pevese, Chirbes, Martinez de Pisón...tenemos bastantes afinidades literarias...

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  2. Te agradezco la recomendación. No he leído nada de Padura, pero lo tengo pendiente. Hace unos años escribió El hombre que amaba a los perros, donde creo que narraba la vejez de Ramón Mercader, el asesino de Trostky

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