Desde hace unos días me enfrento
a una de las escenas más dramáticas de la novela, la que sucede en la madrugada
del 5 de julio de 1941 cuando, tras un golpe frustrado, varios miembros de la
partida de los Quero aparecieron en la cueva de Maria, mi abuela, en busca de
refugio. Entre los guerrilleros se encontraba mi propio abuelo José Castro
Peregrina que, con la ayuda de Antonio Quero, traía el cuerpo moribundo de
Manuel Murillo.
Antes de comenzar la escritura,
como suelo hacer en estos casos, profundicé sobre la investigación histórica
que ya realicé hace unos años. Buscando
información sobre el ambiente social en la Granada de 1941 me topé con uno de
esos siniestros personajes de los años más oscuros de la dictadura: Manuel
Pizarro.
El 28 de Mayo de 1941 varios
miembros de la partida de los Quero interrumpieron una reunión de falangistas
que se celebrara en la casa de un camisa vieja en un pueblo de Granada. Los
guerrilleros, entre los que al parecer estaba mi abuelo, ataron de pies y manos
a los allí reunidos y los obligaron a tumbarse en el suelo. Además de llevarse
cinco mil pesetas y varios jamones, les aconsejaron que retiraran las denuncias
contra varias personas y luego desaparecieron en la oscuridad. Era su manera de
vengarse de la muerte de los primeros huidos a la sierra a manos de los
falangistas y, aunque nadie había resultado herido, la afrenta a la Falange se
supo en toda la provincia.
Días más tarde, el Ministerio del
Movimiento recibió una carta en la que se le informaba de la última acción de
la resistencia al régimen. A lo largo de los meses siguientes, los golpes de la
partida de los Quero fueron aumentando en número y en audacia. Ante esa
situación los falangistas presionaron para que pusieran a uno de los suyos al
frente de la provincia de Granada. Ese rearme coincidió con la ofensiva que el
partido había emprendido a nivel nacional para obtener un mayor protagonismo.
No olvidemos, que en esos momentos en los que la Falange alcanzó las mayores
cotas de poder, se acababa de organizar la División Azul y el nazismo avanzaba
por Europa.
Así, en Octubre llegó a la ciudad
al coronel de la Guardia Civil Manuel Pizarro, que unificó en su persona dos
cargos: Jefe Provincial de la Falange y Gobernador Civil. Era un hombre duro,
autoritario e implacable, que presumía de su amistad personal con Franco –se
vanagloriaba de ser uno de los pocos que le llamaba Paco en público al
dictador-. De forma inmediata, su estilo comenzó a sentirse. Para minar los apoyos
civiles a los maquis no dudó e instaurar una política de terror que incluía
palizas, torturas, envenenamientos, fusilamientos simulados para lograr
confesiones –como el que sufrió mi propia abuela-.
El éxito de su política le llevó
años más tarde, ya con el grado de general, a la provincia de Teruel, donde
continuó con su cruzada contra el maquis. El 28 de septiembre de 1.947 un grupo
de guardias civiles a su mando encarceló, torturó y asesinó a 24 hombres inocentes, la mayoría
mineros, pero también maestros, practicantes o masoveros.
Conforme a la Ley de Memoria
Histórica, el nombre de Manuel Pizarro fue retirado de una calle de Teruel,
pero en Granada, cuyo ayuntamiento en campeón en desmemoria sigue permitiendo que ese nombre permanezca en una de sus calles.
Y para aquellos a los que el
nombre de Manuel Pizarro les resulte conocido, les aclaro que su nieto se llama
igual que el abuelo. Me refiero al empresario “de raza” que se convirtió en
político fugaz. Los medios también lo calificaron como un hombre duro, cuando
desde la Presidencia de Endesa, se opuso
a la compra por parte de Gas Natural. El gobierno, que había bendecido la
operación para crear un gigante energético nacional, se encontró una enconada
resistencia y el partido en la oposición, haciendo gala de su patriotismo -“Antes
alemana que catalana” como llegó a decir Esperanza Aguirre- entronizó a
Pizarro. Cuando en enero de 2.008 abandonó la Endesa comprada por otra compañía
extranjera y entró en política, se presentó ante sus compañeros de Partido
Popular diciéndoles: “Soy uno de los vuestros desde hace tiempo”. Todos le
auguraban un gran futuro en un posible gobierno. Luego, tras su fracaso en un
cara a cara antes de unas elecciones en el que hizo el mayor de los ridículos,
su estrella política se apagó.
Está claro que a los Pizarro no
deberían dejarles jugar a la guerra, ya sea eléctrica o contra el maquis. Son
implacables cumpliendo las órdenes de sus amos: uno como torturador de la
dictadura, otro como paladín de los accionistas, pero el resultado de sus
actuaciones es nefasto. En 2008 los analistas ya anunciaron que la absurda guerra
de las eléctricas la acabarían pagando los consumidores en el recibo de la luz.
Un recibo pequeño si lo comparo con el miedo que debió sentir mi abuela cuando,
en febrero de 1942 y embarazada de siete meses, la pusieron frente a un pelotón
de fusilamiento para que confesara el paradero de su marido. Sólo respondió con
el silencio.
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