“La literatura es un ajuste de cuentas con la
vida, porque la vida no suele ser como la esperábamos”.
Leí esa
declaración de Juan Marsé en una entrevista que le hicieron unos meses atrás,
mientras yo acababa de leer su última novela, Caligrafía de los sueños, en los
primeros días el año. El inicio de la misma me asaltó una tarde, creo recordar
de primavera, mientras conducía. En uno de esos programas radiofónicos sobre libros, siempre
breves, recomendaban obras leyendo algunos de sus
párrafos.
“Torrente de las Flores. Siempre pensó que
una calle con este nombre jamás podría albergar ninguna tragedia. Desde lo alto
de la Travesera de Dalt inicia una fuerte pendiente que se va atenuando hasta
morir en la Travesera de Gracia, tiene cuarenta y seis esquinas, una anchura de
siete metros y medio, edificios de escasa altura y tres tabernas. En verano,
durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo
ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle
alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa y una luz submarina y
ondulante, como de otro mundo. En las noches sofocantes, después de la cena, la
calle es una prolongación del hogar.”
De esa
manera tan maravillosa sonaba el comienzo de la novela. Algunas nos atrapan
desde la primera línea y ya no nos dejan. Si nos paramos a recordar, son muchas
menos de las que pensamos. Pero cuando a vemos Vicky Mir tendida en los railes
de una línea muerta del tranvía intentando un suicidio imposible ya quedamos para
siempre atrapados con la historia.
La
lectura de esos primeros capítulos coincidió con la publicación de las típicas
listas que confeccionan los medios en un intento de inventariar los que
consideran los mejores libros del año que acababa. En bastantes de ellas
aparecía Caligrafía de los sueños junto a los repetidos por todas: Roth, Marías,
McEwan, Franzen o Houellebecq. No suelo estar del todo de acuerdo con eso tipo
de listas, pero la última novela de Marsé me parece magnífica. La maestría de
su escritura está fuera de toda duda. Admiro su dominio del tiempo verbal en la
narración. Aunque comienza en pasado, advirtiendo al lector, al inicio del
segundo párrafo, que “Todo esto sucedió
hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más
real”, nos sumerge de inmediato en el presente con el objetivo de que
podamos presenciar, como un testigo más, la parodia del suicidio. La escena
acaba con el final del primer capítulo cuando vemos a la señora Mir entrando en
la taberna Rosales, espacio desde donde nos van a contar buena parte de la historia.
Pero, aunque hace muchos años que entró por esa puerta, Marsé gira el tiempo al
futuro para contarnos que “No hay que ser
adivino para saber que la señora Mir pedirá en la barra una copita de coñac y
un vasito de sifón del que apenas probará un sorbo”.
Sigo
leyendo la entrevista y Marsé declara que nunca escribe sus libros a partir de
ideas sino de imágenes. Caligrafía de los sueños está llena de ellas y son
mágicas, pese a supurar una realidad llena de tristeza. Podemos ver la hierba
que crece en la vía muerta de Torrente de las flores, “el húmedo entramado de una bungavilla empapada” bajo el que Ringo,
el protagonista adolescente descubre por primera vez un cuerpo de mujer entre
las piernas maravillosas de la no demasiado guapa Violeta Mir, a la que, sólo
unas páginas, antes hemos visto bajar la calle del brazo de su madre camino del
baile del domingo. También podemos ver el bordado rojo del yugo y las flechas
moviéndose como una araña por la camisa azul del maestro, en la escena en la
que Ringo empieza a descubrir que nada es como parece y él es un hijo adoptado.
Y oler la mezcla de linimentos y humedades cuando las manos de la señora Mir
masajean la espalda del muchacho o la mezcolanza a sudor rancio, polvos de
talco, vinazo y cochambre que encuentra en su primera visita al Barrio Chino,
plagado de burdeles y tascas baratas donde el piso está lleno de serrín y
cabezas de gambas.
“Me interesan las emociones y los
sentimientos, trabajo con ellos y no con ideas porque éstas son lo primero que
se pudre en una novela” sigo leyendo en la entrevista. Yo no podría
estar más de acuerdo. No distingo entre géneros, esas etiquetas (histórica,
negra…) con las que tratan de clasificar a las novelas. Pienso que hay sólo dos
tipos: las que llegan por la vía directa al corazón del lector y las que ni
siquiera consiguen rozarlo. Es a través de las emociones de los personajes como
el lector se identifica con ellos y se sumerge en la trama y Caligrafía de los
sueños está repleta de personajes memorables, de derrotados por la guerra y la
realidad de los días grises que tratan de encontrar en la fantasía una victoria
imposible. Tan imposibles como pueden serlo un pianista de nueve dedos o un
futbolista cojo. Marsé comenta que ésta
es su novela más autobiográfica. El protagonista, que se hacer llamar Ringo
como el personaje de John Wayne en La diligencia, es un adolescente que
despierta a la vida y en el que podemos encontrar muchos caracteres de la
biografía del escritor: un joven del barrio de Gracia que descubre que es
adoptado y que, mientras trabaja como aprendiz en una joyería, sueña con ser
pianista o escritor. A través de él, de sus aventis, esos relatos orales donde
los personajes de las novelas y las películas se mezclan con los de carne y
hueso, vamos entrando en ese mundo de fantasía que trata de ajustar cuentas con
la vida y escapar de la grisura de los primeros años de la postguerra. Vamos
viendo las escenas de las películas e incluso leyendo los libros por los que
siente devoción –Hemingway, Zweig entre otros- sin ni siquiera decirlo. Yo
también acompañé al imbécil señor Macomber cuando trataba de cazar al león en
las sabanas de África.
En esa
realidad se mezclan pasado y presente y nada es lo que parece. Ni siquiera su
padre, el presunto matarratas que siempre persigue las ratas azules -las más
peligrosas que Ringo nunca logra ver- y que bajo su corazón anarquista se
esconde un contrabandista, un luchador que se niega a rendirse ante una
dictadura que se desarrolla “en el culo
del mundo”. Pero de entre todos los personajes destaca la señora Mir, la
cuarentona sanadora, viuda en vida de un falangista exdivisionario, de rodillas
rechonchas, zapatillas de raso con borlas no muy limpias, que aplaca con sus
friegas los ardores diversos y ocupa el centro de los chismorreos del barrio.
Una buena novela debe tener un buen final y Caligrafía de lo sueños lo tiene. Marsé nos conduce a lo largo de la historia dando saltos en el tiempo entre presente y pasado con la intención de contarnos los detalles en el momento más indicado y se reserva uno para el final. Aunque va dejando migas de pan que el lector descubrirá ya tarde, nos entrega en los últimos párrafos la revelación de todas esas pistas sobre la que pasamos de puntillas, porque el autor nos lleva a donde pretende para que descubramos de su mano el contenido de una carta de revuela durante buena parte de la novela.
Marsé que
nació en el universo de los condenados aprendices de nada, convirtió en
realidad los sueños del calígrafo adolescente para convertirse en uno de los
mejores escritores catalanes de todos los tiempos. La cantidad de premios recibidos
(Biblioteca Breve, Planeta, dos veces el de la Critica, Nacional de Narrativa,
Cervantes entre otros) así lo atestigua. Pese a ello, los medios de
comunicación y los cenáculos culturales catalanes, que pecan con demasiada
frecuencia de un nacionalismo provinciano, no le dan la importancia que se
merece. Comparte con Barral, Gil de Biedma, Mendoza, Goytisolo un pecado: haber
escrito en castellano. Yo creo que está muy por encima de otros a los que
ensalza sin tanto mérito. Yo al menos daría un dedo meñique por escribir la
mitad de bien que lo hace Marsé.
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