Hace unas semanas leía cómo Antonio Muñoz
Molina se lamentaba de un pequeño detalle. En su lectura reciente del diario
inédito del poeta malagueño Moreno Villa había descubierto que el otoño del 36
fue suave y luminoso en Madrid, muy diferente al lluvioso y frío que él había
imaginado en su última novela, escrita ahora hace un par de años. Quizás para
la gran mayoría ese detalle minúsculo pase desapercibido y no entiendan las
obsesiones que tiene un escritor a la hora de construir una novela. Cuando leí
ese artículo yo entendí ese sentimiento: aunque la realidad y la ficción
responden a códigos muy diferentes y no se puede cometer mayor error que
intentar novelar la realidad sin transformarla, para que esa ficción sea
poderosa más allá de que sea real, si debe ser factible.
Un par de noches atrás,
mientras corregía una escena de la novela que escribo, me asaltaron las dudas
al respecto. Trataba de imaginar lo que veía mi tatarabuelo desde lo alto de la
escalerilla del barco que le traía de Cuba cuando de nuevo los caminos de la
ficción y de la realidad volvieron a entrelazarse. Contaba con mucha
documentación. Durante semanas, atrapado por la investigación histórica, consulté
la edición diaria del periódico local que publicaba la lista de los
repatriados, el goteo de unidades y nombres casi se convirtió en una obsesión y
su lectura en un fracaso. No fue hasta que recibí su expediente militar cuando
pude fijar la fecha de su regreso. El documento decía que había desembarcado en
el puerto de Málaga el 29 de enero de 1.899. Al consultar la edición del día
siguiente de El defensor de Granada aparecía en su portada la noticia,
entre la lista de nombres se escondía uno: Antonio López.
En los libros de historia y
sobre todo en las revistas y periódicos de la época se describía con detalle el
desembarco de los soldados que regresaban de la guerra. La descripción que hizo
Blasco Ibañez lo dice todo: “Esos infelices que regresan a la península
enflaquecidos, bronceados por el sol tropical, con los ojos brillantes por la
fiebre y las injustas carnes forradas de rayadillo”. La mayoría de ellos regresaban enfermos de
anemia, difteria, tisis pulmonar, paludismo o tuberculosis. Bastantes –una cifra
que ronda los cuatro mil- murieron incluso durante la travesía.
Desembarco de soldados enfermos procedente de Cuba
Aunque la guerra acabó en verano, - en cuanto los estadounidenses
entraron en la misma - la repatriación de los soldados se alargó durante meses.
A finales de septiembre quedaban más de cien mil soldados en la isla y sólo
había dieciséis barcos con una capacidad de 1.500 personas, todos ellos de la
Compañía Trasatlántica, propiedad del Marqués de Comillas que aumentó su
considerable fortuna con la operación. Al final del año aún quedaban 20.000
soldados en Cuba, la mayoría de cuales fueron repatriados en los dos meses
siguientes. Para ello se contrataron seis vapores de nacionalidad francesa y
alemana. El tatarabuelo Antonio regresó en uno de esos últimos contingentes.
Los primeros repatriados habían llegado en Septiembre. Al principio el
número era reducido, pero conforme iban pasando los meses las listas se hacían
más grandes y los nombres se agrupaban por unidades: el Batallón de Puerto
Rico, el regimiento de Cuba, el de Simancas, el Batallón de la Reina. La lista
se hace diaria desde finales de septiembre hasta principios de febrero. Durante
ese tiempo hay una noticia que permanece en los periódicos: el caso Dreyfus, un
largo proceso en el que acusaban falsamente de alta traición a un soldado
francés de origen judío. En diciembre las páginas del periódico se llenan con
noticias sobre la muerte del escritor granadino Ángel Ganivet en extrañas
circunstancias. Con el paso de los días se confirma el suicidio en Riga, donde
ejercía como cónsul. Las crónicas comparten espacio con el antinervioso Horward,
indicado para anemias y depresiones –no hay crisis que se precie que no deprima
a la sociedad - que se anuncia junto a los productos de La China, el
establecimiento de tejidos y novedades más prestigioso de la ciudad.
Pero la historia con mayúsculas transcurre por separado de la minúscula
historia de los personajes. Al principio yo di por supuesto que su mujer y sus hijas le
esperaría en Churriana, el pueblo de la vega granadina cercano a la capital,
donde mi bisabuela vivió la mayor parte de su vida y del que procede mi familia
materna. Más tarde descubrí que la bisabuela Antonia había nacido en Melilla, donde su padre
estuvo destinado muchos años y que, pocas semanas antes de que él se marchara a
la Guerra de Cuba, decidieron mudarse a Málaga. Fue allí donde esperaron el
regreso del teniente. Sin pretenderlo, la historia iba a arrancar en mi ciudad natal,
lo cual me hizo muy feliz.
Aunque contaba con mucha información sobre el contexto histórico, no
conseguía imaginar lo que Antonio vio con sus ojos el domingo de enero cuando
su barco atracó en el puerto de Málaga. Las dudas me vencían ¿Cómo sería el
buque? ¿Qué tiempo hizo aquel día? Al regresar con los últimos barcos ¿vendrían
éstos llenos de enfermos o, meses después de la guerra, la salud de los
soldados habría mejorado? Yo imaginaba un día gris, las nubes reflejándose en
los charcos, la humedad de la lluvia y la dársena repleta de enfermos. En mi
escena el rencuentro con la familia se producía en el salón de casa, donde se
abrazaba a su mujer Feliciana y a sus hijas. Cuando presenté el primer borrador
de la escena hace unos meses, mi profesor de novela me decía que debía explicar
el motivo por el que su mujer, después de tres años de ausencia, no había ido
al puerto a recibirle.
Portada de El defensor de Granada del 30 de enero de 1899
Entre los archivos del ordenador volví a buscar la noticia. No
encontraba el documento. Pensaba que lo había perdido. Estaba escondida en una
breve columna. Allí apreció un nombre: Chandernagor. Ése era el nombre del
buque en el que venía mi tatarabuelo. Inmediatamente el motor de búsqueda de
internet comenzó a trabajar. Me hablaba de una ciudad de la India, cercana a
Calcuta, que al parecer formó parte de la ruta de Phileas Fogg en su vuelta al
mundo en ochenta días. Allí su ayudante y amigo Passepartout estuvo feliz por
ver ondear la bandera francesa. La coincidencia era mágica –siento una gran
pasión por Julio Verne- pero no me servía. La segunda pista arrojó más luz: el
vapor Chandernagor era un paquebote de la Compagnie Nationale de Navigation
francesa. Poco a poco empecé a conocer el barco. Tenía dos palos y una chimenea
central, pesaba 3.075 toneladas y lo habían botado en 1.882. Durante varios
años hizo la travesía entre Nápoles y Nueva York, transportando a emigrantes
italianos, que esperaban la cuarentena en la isla de Ellis. Se hundió en 1.902 tras
una colisión con otro barco en el Mar Rojo, cerca de la ciudad de Jedahh. Para
entonces le habían cambiado el nombre por el de Alexandre III.
Dibujo del Chandernagor
El 29 de enero de 1.899 había amarado en el
puerto de Málaga procedente de Cienfuegos. Al parecer tardó un día menos en
realizar la travesía. De forma mágica mi imaginación comenzaba a coincidir con
la realidad. Ya tenía el motivo para que Antonio se presentara por sorpresa en
el salón de casa. Pero no acababan aquí las coincidencias. El desembarco se
hizo en medio de una lluvia torrencial. De hecho, el día anterior se produjo un
temporal en el mar que obligó a regresar al puerto a varios navíos de guerra
que habían zarpado con rumbo a Cartagena. A bordo del Chanderganor viajaban 38
jefes y oficiales –entre ellos el teniente de administración militar que yo
había estado buscando- y 18 sargentos, 42 cabos y 919 soldados, entre los que
se encontraban la totalidad del Regimiento de Alfonso XII y bastantes familias
de la oficialidad. Entre sus pasajeros 478 estaban enfermos, treinta de ellos
de gravedad y durante la navegación habían muerto seis soldados y un cabo.
Junto a las personas se desembarcaron 440 bultos de material de artillería y
150 de impedimenta.
Fotografía del Colombo, vapor muy similar al Chandernagor de la
Compagnie Nationale de Navigation francesa
Y así, poco a poco, fui viendo el puerto de Málaga entre la lluvia a
través de los ojos de Antonio, a los camilleros descendiendo a los heridos, la dársena
llena de hombres famélicos que penaban una derrota, los bultos entorpeciendo el
desembarco, las gotas de lluvia golpeando los charcos. Volví a disfrutar con
esa investigación detectivesca que me cuenta pormenores desconocidos de la vida
de mis antepasados. Y a sorprenderme de los azares que continúan acercándome a
documentos y a detalles que no sabía que pudiesen existir. Y una vez más, por
encima del desaliento ante los errores y la falta de oficio, renació el presentimiento
poderoso, la fe inquebrantable, inexplicable a la lógica. Volvió esa voz
interior para repetirme que la historia de los mitaíllas, la que me contaban
mis tías al calor de las cocinas, la que mi familia ha transmitido de forma
oral a través de generaciones, tiene magia. Y, aunque sea contra todos los
vientos, no va a haber nada ni nadie que logre impedir que de ella algún día
nazca una novela. Solo espero que esté a la altura con la que supieron vivir sus personajes.
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