El 23 de febrero de 1.942 un delator informó a la Guardia Civil sobre un golpe que estaba previsto para esa noche. Las autoridades de Granada habían dado la orden de atajar a toda costa la creciente resistencia antifranquista, que durante los últimos meses había ido realizando cada vez acciones más audaces. De forma inmediata, la 108ª Comandancia Rural desplegó sus efectivos para tenderles una emboscada a los rojos que habían huido a la sierra después de la guerra. Una horas más tarde, un segundo soplo les confesó donde vivían los familiares que les deban cobijo. Durante esa madrugada se desarrolló el drama. Mi abuelo José pudo huir a la carrera de la primera emboscada, pero mi abuela María acabaría siendo detenida, un día más tarde, como consecuencia indirecta de la segunda. A la mañana siguiente, el teniente de ingenieros que estaba de guardia recibió la orden de instruir la causa. Así es como se inicia esa escena en mi novela…
El teniente de ingenieros malgastaba las lentas horas de la guardia recordando el sabor de los churros que tanto le gustaban. Hojeaba los legajos con el aburrimiento tenaz de los que ya lo han intentado todo para que el tiempo corra más deprisa. Ni siquiera el café cargado, que humeaba sobre su mesa entre el desorden de los papeles, le despertaba de la modorra de esa hora de la mañana, en la que las manecillas del reloj circular, que colgaba de la pared, pasaban pocos minutos de las nueve. Nunca le había gustado el café ardiendo, por mucho que el frío de la pequeña sala sin brasero, donde tenía su sede el negociado primero tercera, invitara a las bebidas calientes. Así, mientras esperaba que se enfriara un poco, volvía a releer el periódico del domingo, las noticias gastadas tras el lunes sin prensa por el descanso semanal. Durante las primeras horas del amanecer había estudiado ya decenas de veces la foto de la portada, los brazos cruzados de Hitler, su gesto concentrado, analizando el mapa situado sobre la mesa, sin atender apenas a las indicaciones de los mariscales que le rodean en su cuartel general, que le explican las operaciones en el frente ruso, el avance en aquella cruzada contra el comunismo de la que también participaban los soldados de la gloriosa División Azul, los heroicos voluntarios que llenaban España de orgullo con la valentía de sus acciones. Sus dedos habían vuelto a pasar las páginas arrugadas del diario, alternando las crónicas bélicas que describían el avance japonés en el Pacífico con las deportivas. Se relamía con la cháchara jocosa sobre el posible descenso del Barcelona a la segunda división y los rumores de que Samitier les iba a entrenar después de la temporada que había estado jugando en Francia. Con la imaginación trataba de situar en el mapa lugares remotos de nombres extraños como Batavia o Rangún, donde, según narraba el artículo, los japoneses atacaban con coraje. Fue entonces cuando el timbrazo seco del teléfono negro consiguió lo que no había logrado el café: sacarle de sus pensamientos. Al otro lado del aparato estaba el secretario del General Jefe de la Veintitresava División del Estado Mayor advirtiéndole que estuviera preparado para abrir, con la mayor urgencia, una causa contra los rojos huidos a la sierra. Le informaba que la Guardia Civil había tendido dos emboscadas durante la madrugada. De la primera habían podido escapar, pero en la segunda se habían producido varios muertos, de cuyos cadáveres debería hacerse cargo y también un detenido al que tendría que interrogar en el Hospital San Juan de Dios, donde lo habían internado malherido. Le explicaba que estaba a punto de recibir un telegrama donde le confirmarían la orden que le estaba anticipando. Vendría acompañada por un atestado firmado por el capitán al mando de las operaciones y en el que podría conocer más detalles de los hechos ocurridos. En ese momento, el teniente dejó la pluma sobre la superficie gris de la mesa y removió el azúcar del fondo de vaso pequeño, que no tuvo tiempo de acercar a los labios. El secretario acabó la conferencia recordándole que debía actuar con la máxima rapidez, pues las diligencias seguían abiertas con el objetivo de detener no sólo a los huidos, sino a todos aquellos que les daban cobijo. Nada más colgar, salió hasta colocarse bajo el dintel de la puerta sin hojas que le separaba de la sala contigua, donde dormitaba el soldado de infantería que le acompañaba en la guardia y con la voz seca, que siempre utilizaba para dar las órdenes, le dijo…
Cuando leí el expediente del proceso sumario que iniciaron contra mi abuela y una decena de personas, me sorprendió la frialdad con la que se narraban los hechos. Desde esa frialdad del instructor, todo lo sucedido me parecía aún más terrible. Y ésa es una de las perspectivas desde la que pretendo narrar el drama.
Justo ahora hace 69 años de aquella madrugada que quedaría para siempre en la memoria de mi madre, el momento en el los acontecimientos se desbordaron y cambiaron la vida de mi abuela. Por mucho que lo intente, su sufrimiento no cabrá en las páginas de un libro, el miedo que ellas sintieron, el que vivieron centenares de miles de personas durante aquella guerra y los años más negros que la siguieron necesitaría de miles de libros para ser contado, pero siento la obligación moral de intentarlo. Las palabras no permitirán el olvido.
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