Hoy se cumplen 76 años de lo que que narro a continuación: el inicio de una novela que lleva dormida varios años, pero que, cueste lo que cueste, verá la luz.
Es el mejor homenaje para mi abuela María Álvarez López y mi madre María Castro Álvarez.
La espera
agranda la oscuridad de la noche, detiene el tiempo en las paredes sucias por
las que va creciendo una enredadera de miedos, de sombras que marchitan
cualquier esperanza. María tiene esa sensación de azar de los condenados de
antemano que se saben en manos de la voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada
en las manchas que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada y
emborronan los sufrimientos anteriores de otros desconocidos. Difuminadas por
la humedad o por la sangre, le parecen testigos mudos que silencian lo que
vieron, como también callarán la angustia que ha llorado en esa celda minúscula
del cuartel, donde lleva detenida muchas horas con todos sus minutos y sus
segundos, un tiempo que ya no es capaz de contar, aunque solo han pasado poco
más de dos días desde que la Guardia Civil irrumpió en su cueva y comenzaron a pegarle,
a preguntarle donde se escondía su marido. Lo han hecho cientos de veces desde
entonces. Con cada respuesta, su silencio venía acompañado de otro puñetazo que
le hacía sentir un dolor inacabable y le dejaba una mueca deformada en los
labios.
Como una
presencia incómoda, la observan miles de ojos desde todas las esquinas. El
miedo que embargaba la mirada de su hija regresa a la oscuridad del calabozo.
Esas pupilas infantiles, que se acostumbraron a los ruidos de la guerra y al
hambre de la derrota, nunca habían expresado tanto desamparo. Mientras los
guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles, les gritaba con una furia
desconocida que no se llevaran a su madre. Necesitaron un enjambre de manos
para separarlas. Desde entonces, María no ha parado de preguntarse qué habrá
sido de su niña. Entre los empujones y las
patadas, solo alcanzó a gritarle que buscara refugio en casa de su tía, pero la
última indicación se perdió en el aire. La recuerda corriendo hacia el coche en
el que unos hombres de rostros agrios se la llevaban presa. Entre lágrimas,
desde la distancia del asiento trasero donde continuaron los golpes, su cuerpo
se iba haciendo más y más pequeño. Le duele imaginarla, a pocas semanas de
cumplir siete años, cruzando toda la ciudad de Granada, caminando sola en la
mañana fría de finales de febrero por unas calles que no conoce bien, desvalida
en mitad del invierno. A lo largo de la madrugada interminable, no ha dejado de
pensar en ella, en la pequeña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos
de los fascistas, la que ha sufrido la miseria feroz que trajeron los
vencedores, una paz que volvió a apartarla de su padre más de catorce meses.
María sabe
que nunca fusilan de noche, que la oscuridad más negra le garantiza una vida
momentánea, pero comienza a inquietarse con el olor del aire que anuncia la
llegada de la mañana. Huele el alba, la oye en los ruidos que aparecen donde
antes había silencio, en los pasos que regresan por el pasillo. El portón
vuelve a abrirse despacio, con un chirrido que suena a amenaza. Roque entra,
uniformado para continuar con la tortura, con la camisa azul mahón arremangada
y los correajes de cuero muy gastados, coloca la pistola encima de la mesa y
espera de pie durante varios segundos antes de dar vueltas alrededor de su
presa.
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