Hace
unos días traía aquí una cita de Modiano sobre el tiempo que se necesita para
que salga a la luz lo que ha sido borrado, para encontrar las pistas en los
archivos ignorados y rescataba uno de esos documentos perdidos como excusa para
escribir una escena en la que, a partir de datos escasos, intentaba perfilar un
personaje.
Los
azares que entremezclan la realidad con la ficción pueden llegar a ser
caprichosos, fascinantes, casi
increíbles. Cuando semanas atrás comencé a enfrentarme a las escenas que tratan
describir la vida de mi abuela en la Prisión de Mujeres de Málaga, decidí
reemprender la investigación histórica que dejé casi aparcada al principio del
camino y tirar de uno de los muchos hilos que quedaron en la madeja.
Tras
enviar un documento debidamente cumplimentado, que explicaba los motivos de mi
solicitud, recibí por correo certificado un voluminoso paquete del Ministerio
de Interior. Contenía varios centenares de páginas –que algún amable funcionario
debió dedicar varias horas en fotocopiar para mí- con los expedientes de tres
personas sobre las que había solicitado información: el capellán de la prisión,
uno de los directores que estuvieron al frente de la misma mientras mi abuela
estaba reclusa y la subdirectora.
Guardan
partidas de nacimiento, calificaciones de estudios, certificados de
nombramiento, recomendaciones, solicitudes de vacaciones, sanciones impuestas
por negligencia, bajas por enfermedad,
telegramas de confirmación de permisos… Todos ellos debidamente
fechados, firmados y sellados. Entre las firmas se pueden encontrar las de
Victoria Kent –la ministra que impulsó una importante y humanizadora reforma
penitenciaria durante la República- la
de varios ministros franquistas de Justicia como Esteban Bilbao, Raimundo
Fernández Cuesta o Antonio Iturmendi y un considerable número de funcionarios.
Los sellos contienen escudos de diversas instituciones monárquicas,
republicanas y fascistas que recorren más de sesenta años de tiempo. Los
documentos están repletos de frases hechas, sobre todo en los primeros momentos
de la dictadura que se cuentan por los años que han pasado desde la Victoria,
que incluyen encendidas exclamaciones a Franco –curiosamente siempre tres-, que
en ocasiones se despiden recordando lo mucho que hizo Dios por el nuevo
régimen.
Más
allá del testimonio frío, funcionarial, pueden leerse dramas, vidas azotadas
por las circunstancias cambiantes que nos hablan de una funcionaria que
abandona su puesto en la Administración de la República cuando la guerra ya
está perdida y que, pocos días después de la Victoria, ya ha conseguido cuatro
avaladoras capaces de firmar las declaraciones necesarias para pasar la purga y
continuar en el Cuerpo; del director de prisiones que pide la excedencia por
motivos personales y muchos años más tarde se pone al servicio del Movimiento
Nacional y se afilia a la Falange para escalar en el escalafón: de un religioso
que se esconde en el consulado mejicano de Málaga durante los meses de “terror
rojo” y que lo primero que hace, pocos días después de la conquista de la
ciudad por las tropas de Franco, es ofrecerse voluntario en la capellanía de la
cárcel de mujeres.
Al
cura lo imaginaba navarro y, más concretamente, de un pequeño pueblo cercano al
País Vasco, al director nacido en una de esas villas minúsculas que se pierden
en la meseta y a la subdirectora como una de esas personas que no han nacido en
Madrid, pero acuden a la capital buscando las oportunidades que en ella ofrece
la Administración. Todo lo que mi imaginación había inventado se ha visto
confirmado por la realidad de los escritos. Aunque conocía los nombres y los
apellidos de las personas decidí inventarme otros para convertirlos en
personajes de novela. Al cura lo imaginé como Padre Iturbe y la casualidad traviesa
ha querido que naciera en una aldea navarra llamada Iturgoyen.
La
realidad puede resultar en muchos casos mucho más fabulosa que la ficción. Para
reconstruir la historia tapé con mi imaginación los puntos oscuros, que
entonces desconocía, sin atreverme a soñar que la luz posterior no sólo
confirmaría, sino que acabaría agrandando muchos de los detalles inventados.
Cuando
imagino trato de alejarme de los tópicos, pero la realidad acaba confirmándome
que lo más probable es siempre la intuición más normal, la más sencilla, que
luego acaba enredándose para construir, con la realidad más novelesca que se
pueda imaginar, una historia maravillosamente posible.
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