Mi infancia tenía la forma
de una pequeña calle empedrada, una calle doblada por dos esquinas en la que
apenas vivían otros niños, lo cual acentuaba mi melancolía de hijo único y
alargaba los días entre el aburrimiento y la soledad. Recuerdo las tardes
eternas de principios de verano, cuando mataba el tiempo observando las oleadas
que las golondrinas dibujaban en el cielo. Mi casa hacía esquina, tenía dos
plantas y una puerta enorme con dos ventanas y postigos. No tenía timbre, sino
un picaporte con la forma de la mano de Fátima. Podía reconocer quien había llamado
con sólo oír la cadencia y el número de golpes: mi tío Fali siempre daba tres
golpes, el tercero mucho más espaciado de los que le precedían.
Durante un tiempo mi memoria
la guardó con las dimensiones mentirosas de la mirada de un niño y cuando, unos
años más tarde regresé a ella, todo me pareció mucho más pequeño de cómo yo lo
recordaba: la enorme escalera se había convertido en una veintena de escalones
y el recibidor donde jugaba con mis soldados e indios de plástico en un espacio
de pocos metros.
Mi casa se la tragó el
pasado, se la comieron las máquinas hace ya mucho tiempo en una de esas
incomprensibles actuaciones urbanísticas, cuyo resultado no mejora el paisaje y
lo vuelve más impersonal. No guardo ninguna fotografía, apenas primeros planos
de retratos en los que permanece como un decorado difuso, el escenario
fragmentado de mi infancia. Hace unas semanas, a raíz de un comentario en una
red social, Toñi Villatoro, a quien no conocía hasta ese momento, me hizo un
regalo maravilloso: dos fotografías de la calle Dos Hermanas, donde se ven los
dos planos que giraban en mi esquina.
La inspiración, como el recuerdo,
es una chispa que se despierta de improviso y que prende en décimas de segundo
cuando menos se la espera. La fotografía era de los cincuenta, dos décadas
antes de que yo viviera allí, pero casi todo estaba igual como yo lo recordaba:
el duro empedrado del suelo, la tapia desconchada que derribarían años más
tarde para levantar en su lugar una desvencijada pared de planchas metálicas
que marcaba los límites del solar descampado. El viejo carro que aparece en la
imagen es de otra época: en su lugar yo recuerdo el Simca Mil celeste de mi
padre.
La segunda fotografía gira
la esquina y en ella se ve, en primer término a la izquierda, la ventana
enrejada del comedor justo encima, en la primera planta, de otra que se abría a
mi vieja habitación. Lo que me sorprendió fue descubrir una puerta un par de
metros más adelante, donde estaba la cocina, una puerta que yo nunca había
visto, aunque recuerdo el vano de la pared levantada donde teníamos el hornillo
y la abertura que había más arriba, un minúsculo residuo de aquella entrada que
yo nunca conocí, por el que salían los humos y los olores de los guisos y se colaba el frío de las noches
de invierno.
Y fue entonces cuando, del
lugar más escondido de la memoria, cobró forma un recuerdo: una conversación
que mi madre mantenía con una mujer borrosa, cuyo rostro no logro acordarme
porque era un retal del olvido, una charla con alguna visita en mitad de mis
juegos. En ella le decía, con un tono cercano al susurro, que antiguamente la vivienda
había tenido dos puertas porque había sido un burdel y, como ya se sabe que casa
con dos puertas mala es de guardar, esa dualidad era aprovechada por aquellos
que debían huir en momentos comprometidos. Como si fuera un sueño vaporoso, el recuerdo
fue tomando cuerpo y, aunque estaba seguro de que no formaba parte de mi
imaginación, le pregunté a mi padre. Me respondió que cuando se fueron a vivir
allí su tío abuelo Pacurrito le dijo que, mucho tiempo antes, la vivienda había
sido “una casa de tratos”. No pude sino sonreír al escuchar la expresión.
Así, en aquella habitación
de techos altos donde estuvo mi cuna y luego un sofá cama que escondía un
segundo colchón para quien viniera, el cuarto en el que le perdí el miedo a la
oscuridad y dormí las noches de mis primeros años, había sido el escenario de
pasiones desatadas y furtivas donde las profesionales del placer saciaron
deseos muy antiguos. El hogar por donde gateé y di mis primeros pasos había
sido testigo de encuentros carnales, de juegos entre cuerpos desnudos, quizás
de algunos secretos inconfesables.
Como somos conscientes de
que los lugares permanecen y sus habitantes siempre están de paso, a menudo nos
produce interés el pasado. Habitamos lugares por donde antes transitaron otros
y vivieron sus vidas muy diferentes o muy parecidas a las nuestras, y tuvieron
sentimientos, momentos de alegría y de soledad, que no sabríamos comprender o
que nos resultarían muy próximos. Durante casi cuatro décadas ese pequeño
comentario de mi madre había permanecido en el limbo. El recuerdo de un edificio
que no existe estaba ligado a la infancia, pero ese habría sido my diferente
para otras personas.
A los ocho años, cuando
murió mi abuela María, nos fuimos a vivir al barrio de Martiricos, pero mis
padres continuaron pagando el alquiler exiguo, de renta antigua, de la vieja
vivienda de la calle Dos Hermanas durante mucho tiempo. Más tarde, cuando ya
llevaba mucho tiempo lejos, viviendo en Cataluña, en una de mis visitas me
enteré que habían derribado la casa. Un trozo del pasado había desaparecido
para siempre.
¿Qué historias encerraban
aquellas paredes? ¿Qué secretos guardaban?
Más allá de mis juegos infantiles, el tiempo esconde historias de las
que ya no quedan testigos que puedan contarlas, historias pequeñas, humanas,
esas que me gusta narrar a veces por aquí, aunque no siempre tenga el talento y
la paciencia para encontrar las palabras y las ideas adecuadas.
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