A
las once y cincuenta minutos del día veintitrés de octubre de mil novecientos
treinta y seis el juez municipal de Granada, José Cobo, firmaba en el Registro
Civil de la ciudad la defunción de Francisco Álvarez López, de 21 años, natural
de Churriana e hijo de José y de Antonia. Tras dibujar unas tachaduras curvas
sobre los datos que debían reflejar el domicilio, el secretario, José Jiménez
de Parga, hizo constar que el fallecido tenía la profesión de mecánico y era
soltero.
La
defunción se había producido el día anterior a las seis de la mañana, a
consecuencia de disparos por arma de fuego, según resulta de la orden recibida.
No del reconocimiento practicado, ya que estas palabras aparecen tachadas en el
texto. El cadáver iba a recibir sepultura en el cementerio de la capital.
Continúa
detallando que la inscripción registral se practica en virtud de la orden de D.
Manuel Navarro, Teniente Juez Instructor de la plaza. El hecho lo había
presenciado como testigos Carlos Raya y otra persona cuyo nombre permanece en
el misterio difuso de la mala caligrafía. Ambos eran mayores de edad y vecinos
de la ciudad. Sus firmas aparecen al final del documento junto con la del juez
y el secretario, a la derecha del sello azulado del Juzgado de Primera
Instancia de Granada, donde se dibuja un borroso escudo entre dos columnas.
La
inscripción número 1.619 es la de mi tío abuelo Paco. Ninguno de los miembros
vivos de mi familia llegó a conocerle. Todos sus siete hermanos ya han muerto y
sus sobrinos más mayores, entre los que se encuentra mi madre, eran niños de
apenas meses cuando lo asesinaron, pero su historia ha pervivido a lo largo de
varias generaciones de “Mitaíllas”. Hoy, setenta y siete años más tarde, su
recuerdo sigue vivo en nuestra memoria y en la novela que lleva varios años dando
vueltas en mi cabeza.
El
aniversario me ha sorprendido trabajando precisamente la escena de su
fusilamiento. Llevo ya algunas semanas reescribiéndola a partir de esbozos que tracé
hace tiempo, reinventándola, tratando de imaginar, a través de los detalles más
pequeños de la investigación histórica, el momento que transcurre desde que la
barra oxidada del primer cerrojo rompió el silencio de la celda hasta el
estruendo de la salva de disparos que oyó mientras miraba a la tapia del
cementerio, pasando por la última noche en la capilla de la cárcel o el
itinerario que sigue el camión que le lleva hacia su destino.
Una
vez más intento alejarme del personaje, una vez más el sentimiento es más
poderoso y todo lo desborda, pero ya no lucho contra ello: sólo lo que me
emociona en lo más profundo puede emocionar también a un futuro lector.
A
estas horas de la noche de hace más de siete décadas, el celador ya habría pronunciado los cuarenta nombres
de la lista… “Hasta
ese instante sólo había sentido la impotencia que arañaba su cuerpo cada vez
que el celador acababa la lista sin que él estuviera en ella. Era entonces el
momento de bajar la cabeza, de no mirar a los que se marchaban por la vergüenza
de no compartir su destino. Esa vez Paco miró a los ojos de los compañeros que
salían con él de la celda y vio en ellos el mismo miedo.”
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