Como
ya expliqué en otra entrada, la relectura de una novela a menudo aporta la
calma que permite reparar en detalles que pudieron pasar desapercibidos la
primera vez y que provocan un disfrute mayor de la misma. He vuelto a Sostiene
Pereira de Antonio Tabucchi unos quince años más tarde para certificar la
magnífica impresión que me causó entonces. He leído sus ciento setenta y cuatro
páginas en un suspiro, en los trayectos de dos días de diciembre en un vagón de
cercanías.
Así,
el paisaje gris de final de otoño que rodeaba al tren –con sus cielos nublados,
las estaciones tristes, los tejados de los suburbios, las fábricas- dio paso al
calor del agosto lisboeta de 1.938 y Pereira regresó de entre la brisa
atlántica para confirmarse, al menos en mi opinión, como uno de los mejores
personajes de la literatura. Me recuerda a otro anciano memorable: el Santiago
que Hemingway retrató en El viejo y el mar. De hecho, hay muchos aspectos en
los que ambas obras comparten maestría: el tamaño breve; el estilo sobrio,
sencillo, con el que atrapan al lector desde el primer párrafo; la rápida
empatía que ambos escritores consiguen crear hacia sus protagonistas; los
silencios, esa manera pausada con la que acercan al personaje a través de detalles
maravillosos, pequeños en muchos casos. En el caso del maduro periodista
portugués lo consigue a través de las conversaciones con el retrato de su
esposa difunta o la gula imposible de resistir que le lleva a disfrutar esas
“omelettes” a las finas hierbas y las limonadas con mucha azúcar del café
Orquídea. De hecho, es imposible leer la novela sin que aparezcan unas
irrefrenables ganas de comerse una tortilla, de beberse algún refresco o de
callejear por Lisboa. De igual forma que es imposible no sentirse cansado ante
las cuestas por las que serpentea el tranvía o sentir el “sudario de bochorno” que envuelve la ciudad y “aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un
ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera”
Al
igual que Santiago en su lucha con el pez, Pereira se transforma a lo largo de
las páginas. Y lo va haciendo de la forma que explica en ellas el doctor
Cardozo, otro personaje por el que es inevitable sentir simpatía: un nuevo yo
hegemónico toma el control de la confederación de almas con el objetivo de
cambiar su personalidad y convertir al cansado y gris redactor en un héroe que
decide dejar atrás el pasado y tomar partido. Lo hace en una Europa en la que
el fascismo se presenta como una amenaza que se va agrandando a través de los
pequeños agujeros por los que se cuela en la narración. El agobiante entorno
político de la dictadura salazarista se hace cada vez más presente a través de
la censura que sufre el protagonista, de las opiniones que le transmite el
camarero que cada noche oye las noticias radiofónicas de Londres, de las
críticas hacia la barbarie que cometen las tropas franquistas que luchan al
otro lado de la frontera -de las que forman parte los voluntarios portugueses
del Batallón Viriato- y, finalmente, de la persecución de sufre Monteiro Rossi,
el joven ayudante, creador de artículos impublicables, que encarna todo a lo
que Pereira renunció y cuya presencia genera el último punto de giro que se ha
venido presintiendo a lo largo de la obra, el que hará que Pereira actúe con la
complicidad total y absoluta de los sentimientos del lector.
Más
allá de la emoción de la historia y la empatía de los personajes, hay otros dos
elementos a destacar. El estilo sencillo, siempre con la palabra justa, que
traslada la narración de forma directa a la persona que la lee y, sobre todo,
la voz narradora: el testigo, presuntamente lejano, objetivo, frio que nos
explica los hechos acudiendo con frecuencia a esas dos palabras, sostiene
Pereira, que dieron título a la edición española y que se repiten una y otra
vez como un mantra que engarza y hace avanzar la trama. El titulo original en
italiano, La testimonianza, es toda
una declaración, ya que la palabra, que podría traducirse por testimonio, tiene
aquí un componente más formal, la intención de dejar constancia, la declaración
del testigo, como si de un policía, un juez o un notario se tratara, que decide
qué aspectos son relevantes y cuáles deben quedar silenciados
El
manejo de los silencios es una de las mayores artes de la novela, también una
de las más difíciles. A menudo, los escritores que carecemos de oficio tendemos
a explicar demasiados pormenores, inseguros de que nuestro lector pueda
entender todo lo que hierve en nuestra cabeza y que no tenemos la habilidad de
transmitir. Un exceso de explicitud
puede arruinar una novela, aburrir a quien intenta leerla. La correcta
administración de lo que se cuenta, pero también de lo que se silencia, de lo
que el lector interpretará al vuelo, en cada caso de forma posiblemente
distinta, es lo que genera la tensión necesaria que invita a seguir leyendo. Y
también en eso Tabucchi es un maestro, como Hemingway.
Hay
magníficos escritores que me resultan pedantes, insoportables cuando opinan
sobre el mundo que les ha tocado vivir. Otros, en cambio, se comprometen con la
sociedad y eso los acerca, les da una proximidad cómplice. Tabucchi era de los
segundos. Nacido en Vecchiano, casi por accidente como explicó en alguna
entrevista: "Nací el 24 de septiembre de 1943. Aquella noche los
americanos empezaron a bombardear Pisa para liberarla de los nazis. Mi padre,
subido en una bici, nos trajo a mi madre y a mí hasta aquí, donde vivían los
abuelos", estaba destinado a arremeter contra los políticos fantoches.
Criticó a Berlusconi hasta su muerte -que se produjo hace escasos meses-. Los
fantoches continuarán existiendo, pero siempre tendremos a Tabucchi y a Pereira
para dar un paso al frente y denunciar su mediocridad, para abrirnos una puerta
a la esperanza entre la grisura que nunca acaba. Siempre nos quedarán historias
con las que soñar y con las que entender mejor las mentiras que nos cuentan.
Siempre nos quedará la Lisboa maravillosa de Tabucchi.
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