Una de las reglas básicas de
la novela es que deben suceder acontecimientos que transformen a sus
personajes. Al final de la misma, éstos ya no volverán a ser como eran al
principio. Los libros que más nos gustan, los que quedan para siempre en
nuestra memoria, son los que tienen la capacidad de hacernos vivir las
situaciones que cambian a sus protagonistas. Y no se me ocurre un motor de
cambio más potente que una guerra. Nada puede transformar en mayor medida a las
personas. Las historias de héroes enfrentados a su destino forman parte del
embrión más antiguo de las narraciones orales. Muy probablemente, las que se
contaron en las cuevas del paleolítico hablaban de lucha, de caza. Ya en la
antigua Grecia se definió la épica como uno de los dos géneros de la poética
(el otro, que fue posterior, era la lírica). La primera gran historia: la
Ilíada, refleja la guerra de Troya. La Odisea nos cuenta las consecuencias a
las que se enfrentan los hombres después del conflicto, las condiciones en las
que se produce el regreso a casa.
El cine bélico es un género
que ha producido multitud de películas, algunas magníficas mientras que otras
eran meros ejercicios de propaganda. De igual forma, hay grandes novelas en las
que la guerra está presente en mayor o menor medida. Algunas de las mejores del
siglo XIX describen la Europa azotada por las campañas napoleónicas. Guerra y
paz de Leon Tolstoi sea quizás una de los mejores exponentes. En una escena de
La cartuja de Parma, Stendhal nos dibuja de forma magnífica el caos de una
batalla. Su protagonista, Fabrizio del Dongo la vive como en un sueño del que
despierta confundido.
La explosión de sentimientos
no siempre es fácil de describir. Kurt Vonnegut lo explica en Matadero Cinco a
través de una visión surrealista. No encontró otra manera de explicar lo que él
mismo había vivido en Dresde, donde estaba prisionero, mientras la ciudad era
arrasada por las bombas. Vassili Grossman, del que he hablado varias veces en
este blog, lo hace en cambio desde el realismo más absoluto. Como periodista
“empotrado” en la vanguardia del Ejército Rojo conoció de primera mano algunos
de los mayores sufrimientos de la guerra. Creo que nadie ha explicado mejor que
él lo que siente un soldado cuando avanza en una batalla. En una de las escenas
más duras de Vida y destino (quizás haya pocas escenas tan dramáticas en la
literatura) describe los últimos instantes de las personas que morían en las
cámaras de gas (su propia madre murió en un campo de exterminio).
En el segundo capítulo de
Expiación, Ian McEwan nos hace vivir las sensaciones de las personas que huían
hacia Dunkerke ante el avance alemán al principio de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque la trama que cuenta el resto de la novela no ha podido atraparme (nunca
he podido acabarla), he releído ese capítulo varias veces, absorto por la
capacidad y el oficio que McEwan despliega para describirnos las situaciones.
Las mismos sentimientos, pero centrados en el punto de vista de los civiles, lo
podemos encontrar en Suite francesa de Irene Nemiroski que describe el pánico
de la población que huye de Paris ante el avance nazi que también ella había
sufrido. La lista de los escritores que han reflejado los horrores bélicos
podría ser muy larga: Ernest Hemingway, Erich Maria Remarque, Norman Mailer,
Tim O´Brien son algunos de los más citados.
Los pájaros amarillos de
Kevin Powers, actualiza esas vivencias, tan antiguas como la humanidad, en el
marco de la Segunda Guerra de Irak. Lo hace desde el punto de vista de Bartle,
un soldado de veintiún años que se desliza por la sinrazón del conflicto.
Powers pasó un año en Irak en una unidad cuyo trabajo era buscar y desactivar
bombas. Su herramienta era una ametralladora que pesaba más de doce kilos y era
capaz de disparar casi mil balas por minuto.
Las escenas de su primera novela
están a la altura de Grossman. Mientras algunos escribimos sobre la guerra sin tener ni idea
de lo que realmente significa, tratando de imaginarla a través de los
testimonios de otros, escritores como Grossman o Powers nos cuenta con una
enorme sencillez las acciones mas duras, describen la realidad de la guerra
porque la conocen desde dentro.
Dibujar la realidad no
obliga a ensuciar el estilo. La prosa de Los pájaros amarillos se llena de
poesía para pintar los hechos más dramáticos. En esa línea, me recuerda mucho a
Luna de lobos de Julio Llamazares. Está llena de imágenes poderosas y como dice
Com Toibim en uno de los comentarios que aparecen en la sábana del libro: “está escrita con una intensidad
completamente absorbente: cada momento, cada recuerdo, cada objeto, cada
movimiento, se ha creado con una concentración intensa y precisa, y un gran
sentido de la veracidad”
Kevin Powers es un veterano
de la guerra de golfo que parece muy alejado del prototipo que ofrecen las
películas americanas. Nacido en una familia de pocos recursos, en la que su
abuelo que combatió en la Segunda Guerra Mundial o de su padre que lo hizo en
Vietnam, se alistó para que el ejército pagara sus estudios de literatura en la
Universidad. Resulta sorprendente el curriculum cuando se lee la poesía y el
antibelicismo de su novela. En una reciente entrevista en un periódico español,
ante la pregunta sobre cuál era la imagen más difícil de olvidar, su respuesta
fue concluyente: “La mirada vacía y perdida de un niño junto al cadáver de su
padre.”
Yo que me enfreno a la
temeridad de escribir una primera novela, admiro a los escritores que son
capaces de atraparnos con su debut. Cuando leí el inicio de Los pájaros
amarillos no pude parar de leer:
“La guerra intentó matarnos en primavera. La
hierba verdeaba las llanuras de Nínive, el tiempo se volvía más cálido y
nosotros patrullábamos las colinas bajas que estaban más allá de las ciudades y
de los pueblos. Avanzábamos por ellas y entre los pastos movidos por la fe,
abriendo caminos entre el herbazal azotado por el viento como si fuéramos
pioneros. Cuando dormíamos, la guerra frotaba sus mil costillas contra el
suelo”
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